Kenia sonríe satisfecha mientras contempla su «collage». Decenas de fotos ocupan hasta el último centímetro de su “corner” de comida, mostrando los rostros de trabajadores simpáticos a los que ella cada mañana ofrece cafés, almuerzos y sonrisas. Personas que le pagan, por un lado, la comida con «tickets restaurant» y, por otro, la amabilidad con un «selfie». Inocentes, ellos, se ofrecieron de forma tan generosa como irresponsable a posar en instantáneas que han dejado sus almas a merced de esta misteriosa mujer de la isla de la Española.
Finalmente, ha llegado el momento de la venganza para la dulce y amable vendedora. ¿Cuál de estos rostros será el primero en sufrir un poquito? Se decanta por la foto del chico que un momento antes se ha quejado de que le había puesto poco salchichón en el bocadillo. “Ahora verás”. Kenia deja caer una gota de café ardiendo sobre la foto del joven que está sentado a unos metros de ella y que habla relajado con sus compañeros de mesa. Espera que se levante de un salto, aullando de dolor, sin embargo, se levanta de un salto, pero enfadado consigo mismo porque se ha tirado el café encima, manchándose la camisa y los pantalones.
Kenia maldice su inexperiencia. El efecto no ha sido el deseado, pero no pasa nada, ella sonríe de nuevo. No tardará en dominar las oscuras artes del vudú. Y entonces…
Castellano
El maldito cuadro maldito
De camino al Museo de Arte Contemporáneo, ignorantes de la monstruosidad que allí nos esperaba, mi compañero Arturo y yo cantábamos a dúo viejas canciones de los Sex Pistols que sonaban en el radiocasete de nuestra furgo destartalada. Los coches y furgonetas de nuestro departamento debían pasar desapercibidos, por supuesto tampoco llevábamos ningún distintivo.
– Tío, no sabes lo que he soñado hoy – interrumpió Arturo.
– “When there’s no future how can there be sin” – seguía yo cantando.
– Baja el volumen que te lo tengo que contar.
Como viera que yo no le hiciera ni caso, él mismo lo bajó a saco y a continuación resonó en la furgo un “Me cago en tus muertos”.
– Calla, joder, que lo que te voy a contar es muy «jevi». ¿Te acuerdas del programa del otro día de la tele sobre los cerdos?
– ¡Pues claro!
– Pues tío, me debió dejar muy tocado porque esta noche he soñado mi propia versión del programa.
– ¿Y a mí que me …
– En el sueño yo era el presentador del programa, “El Tocahuevos” ese, y para hacer un programa sobre cómo es el gobierno de un país bananero me metía ¿sabes dónde? ¡No te lo vas a creer!
– ¡Dilo ya, coño!
– ¡En un consejo de ministros! Entraba yo de extranjis, con nocturnidad y alevosía, en la sala donde se junta el Gobierno. Pero lo curioso es que no se trataba de una sala de reuniones exactamente.
– ¿Y qué era?
– ¡Una pocilga, tío! ¡Una habitación llena de cerdos!
– ¡Qué fuerte!
– Y lo mejor de todo es que era capaz de reconocer a la mayoría de ellos.
– ¿A los cerdos?
– ¡No, hombre! ¡A los ministros! Había uno con una gran papada que todo el rato intentaba morderme. Luego, otro estaba medio muerto, como los del programa del “Tocahuevos”, y dos puercas se peleaban a mordiscos por comerse a ese moribundo, era un espectáculo asqueroso. ¡Le arrancaban las pelotas a bocados!
– ¿Dos puercas? A esas las reconozco yo también.
– ¡Sí, sí! ¿A qué suena a profecía?
– Sí, apocalíptica.
– Luego, otro iba enrollado en una bandera.
– ¿De qué país?
– ¿Y qué más da? Ahora no lo recuerdo pero da lo mismo.
– ¿Y ese que hacía?
– Ese no paraba de gritar como si lo mataran. Debía ser porque llevaba los cojones en carne viva, de tan gordos como los tenía. Eran balones de fútbol.
– Otra alegoría. Dime de qué presumes y te diré dónde te duele.
– El caso es que el gorrino de la papada dejó de intentar morderme, se fue a buscar a otros que iban vestidos de negro y entre todos me echaron a mordiscos de la sala.
– ¿Has dicho vestidos de negro?
– Sí, tío, como los árbitros antiguos.
– ¡Qué misterio!
– Pues tuve que salir por patas de aquella orgía gorrina. Cuando ya estaba fuera, en el mismo sueño, me encontraba con un tipo que me preguntaba qué hacía allí. Le dije que un sueño me había transportado hasta ese lugar, menuda paranoia. Aproveché para preguntarle yo a él como era posible que aquellos seres estuvieran capacitados para gobernarnos. ¿A que no sabes qué me contestó?
– No, pero me lo dirás.
– Tío, me dijo que pasaban revisiones periódicas cada cuatro años y que siempre con notas excelentes. Que los consumidores los escogían siempre como los mejores especímenes de su clase.
-¡Ja, ja, ja! ¡Real como la vida misma!
– Podría escribir un libro con este sueño.
– ¡Claro! ¡Venga, ya hemos llegado!
Aparcamos delante del Museo. La entrada estaba desierta pues aún faltaban un par de horas hasta que abrieran las puertas. Nos presentamos delante del vigilante nocturno con nuestras acreditaciones.
– ¿Los de «fenómenos extraños»?
– Los mismos.
– Esta vez os lo vais a tener que currar. Acompañadme.
El vigilante nos llevó a través de las diferentes salas de exposición hasta una en la que había un gran lienzo pintado al óleo, todo blanco y con una palabra en medio, abarcando todo el ancho de la pintura, en un tono más grisáceo: DEMOCRACIA.
– ¿Qué le pasa a este cuadro?
– Resulta que el otro día, un niño le pegó un chicle al lienzo.
– ¿Y dónde está el chicle? Parece que esté limpio.
– El cuadro lo absorbió y no quedó ni rastro de él.
– ¿Y han vuelto a probar a ensuciarlo?
– Le hemos escupido, orinado, lanzado excrementos humanos e intentado destruir.
– Y supongo que nos dirá que no le pasó nada.
– Nada de nada. La pintura se mantiene impoluta a pesar de hacerle todas las perrerías imaginables.
– Déjenos solos por favor.
– A ver si podéis descubrir el misterio antes de que abramos el museo, hoy visita el jefe de estado la exposición. Los mandamases no quieren sorpresas desagradables.
No le contestamos. Nosotros ya solo pensábamos en «el maldito cuadro maldito». Era de un blanco inmaculado, salvo la palabra que lo atravesaba de izquierda a derecha, de un blanco tirando a gris. Arturo se acercó, sacó un bolígrafo de su americana y comenzó a deslizarlo sobre el lienzo.
– ¿Qué haces? – le pregunté.
– Intento dibujar uno de los cerdos que soñé ayer.
– Pues te has quedado sin tinta.
– El bolígrafo está perfecto.
Arturo se pasó la punta del bolígrafo por la palma de su mano y comprobamos que pintaba, no se había quedado sin tinta. Me acerqué al cuadro, la superficie era rugosa por la pintura. Saqué la navaja que siempre llevo encima e intenté rajar la tela.
– ¿Te has vuelto loco? – gritó Arturo, asustado.
– Mira.
Tal como yo rajaba el lienzo, este se iba uniendo de nuevo, como una cremallera cerrándose.
– Como intentar cortar el mar – dije.
– Ayúdame a mirar detrás del cuadro.
El reverso del cuadro era como el de cualquier otro. Vete a saber qué pensaba encontrar Arturo allí detrás, pero el esfuerzo no sirvió de nada. Miento, sí sirvió de algo pues su idea trajo a mi memoria otra posibilidad, tan inverosímil como el suceso que nos ocupaba.
– Tenemos que encontrar al artista – exhorté a mi compañero.
Aunque él no sabía lo que rondaba por mi cabeza, me dejó hacer. El vigilante nos puso en contacto telefónico con el jefe de la exposición, que irritado porque le habíamos despertado, nos dijo dónde podríamos encontrar al autor de la obra, un tal Jaime Serra. Dio la casualidad de que habitaba un chalet no muy lejos de donde nos encontrábamos.
– ¿Hace mucho que no lo ve? – le pregunté.
– Pues hace una semana, cuando fuimos a buscar el cuadro a su taller.
– ¿Y no debería haber pasado por aquí a ver su obra expuesta?
– Pues, ahora que lo dice, sí que es extraño que no haya venido a verla.
Colgué sin tan siquiera despedirme. Arturo comenzó a imaginar la monstruosa idea que me rondaba. Eran muchos años juntos en el departamento de Fenómenos Paranormales.
Cogimos la furgoneta y en un cuarto de hora a toda leche nos plantamos delante de la casa del artista. Estaba a oscuras. Llamamos a la puerta y nadie nos abrió. En ese momento, el jefe de la exposición nos llamó para decirnos que había sido imposible contactar con Jaime Serra. Arturo decidió utilizar su habilidad para abrir puertas ajenas. Entramos en la casa solo con la luz de la linterna, para evitar llamar la atención de los vecinos. Olía a mierda. Encontramos a Jaime en la bañera, que no estaba llena de agua sino de sangre, excrementos y orina. Su cara estaba rajada por algún arma blanca inexistente, su pecho había sido acribillado por balas invisibles, le habían mutilado los brazos y la boca, las cuencas de sus ojos estaban vacías. En su frente había un chicle pegado. Sobre su vientre alguien había dibujado un cerdo con los testículos gigantes.
– ¿Cómo lo supiste? – me preguntó Arturo.
– Cuando miraste el reverso del cuadro, no sé por qué, me vino a la cabeza el retrato de Dorian Gray. Y pensé si quizás no estaríamos ante el efecto inverso, que tal vez el maltrato sufrido por el cuadro no quedaría reflejado en el pintor.
– ¿Pero por qué?
– Quién sabe. Quizás la respuesta no esté en el lienzo sino en lo que representa. Puede que el mismo autor lo quisiera así para hacer su obra aún más real. ¿Qué nos quería decir él con ese cuadro, con la palabra democracia?
– ¿Denunciar la cantidad de aberraciones que se esconden detrás de esa palabra?
– Pues menuda forma más macabra de hacerlo.
– Quizás se le fue de las manos.
– No creo, dudo de que sea casual que lo hayamos encontrado muerto en la bañera.
– ¿Quieres decir que se ha suicidado? ¿Que sabía que iban a acribillar al cuadro y de forma indirecta a él?
– Puede.
Llamamos al jefe de la exposición para explicarle que Jaime Serra había fallecido. Le ahorramos los detalles, solo le explicamos que se trataba de un paro cardíaco- como cualquier muerte, joder -. Eso sí, le aconsejamos que ocultara el cuadro para evitar preguntas incómoda.
En breve, ese lienzo será requisado por nuestro departamento y ya veremos lo que se decide hacer con él, aunque lo más seguro es que acabe escondido en un rincón oscuro de nuestro inmenso almacén de objetos relacionados con fenómenos inexplicables por la ciencia.
La noche siguiente fui yo quien soñó que entraba en una tienda de embutidos de delicatessen y, mientras esperaba que me atendieran, escuchaba el sonido de cerdos gruñendo el “God save the Queen” de los Pistols.
Carnival Killers
– ¿Te apetece que vayamos a una fiesta privada?
– ¿Dónde?
– En la mansión LaLaurie.
– ¡Mon dieu! ¿Esa no es la casa de la mujer aquella que torturaba y mataba a sus esclavos?
– ¡Esa misma! Dicen que la casa está maldita ¡Menuda tontería! El caso es que unos amigos han conseguido alquilarla para dar una fiesta esta noche de Mardi Gras y estoy invitado, y por supuesto tú también como acompañante mía, claro.
– ¡Me encantaría ir!
– ¡Será toda una experiencia!
Y le besé, de nuevo. Nos habíamos conocido esa misma noche, en plena fiesta de Mardi Gras en Nueva Orleans. Fue un flechazo a primera vista. Él, Tom, un pelirrojo paliducho de Boston. Yo, una francesa de origen haitiano, o eso le expliqué. Él llevaba un disfraz de Guardia Civil español, muy exótico. Yo iba disfrazada de vampiresa, con una capa roja y negra, de seda, que remarcaba mi piel mulata.
Aprovechamos el paseo junto al río Misisipi para conocernos mejor. Tom me explicó que venía cada año para Carnaval desde que cumplió los veintiuno, y que en diez años de Mardi Gras, era la primera vez que se encaprichaba de una chica. Yo le sonreí, dando a entender que me creía tal bulo. En Boston ejercía de abogado de un bufete en el que le habían prometido que pronto le harían socio. Según él, llevaba un año divorciado, sin llegar a tener hijos. Es decir, se dibujó a él mismo como un tipo legal. Yo no iba a ser menos. En mi caso lo había dejado con mi novio, un tipo guapo pero muy posesivo, tres meses antes, poco antes de Navidad. Estaba estudiando la carrera de Medicina y ya me faltaba muy poco para terminar las prácticas.
– ¿Y tú por qué te has disfrazado de militar?- le pregunté.
– Es un uniforme de Guardia Civil.
– Eso es una especie de «Gendarmerie» española, ¿Verdad?
– Sí. Son famosos porque en los tiempos del dictador Franco abusaban de su poder, sobre todo en las zonas rurales; se dice que torturaban y mataban a los que se enfrentaban con ellos con total impugnidad.
– ¿Y por qué lo elegiste? ¿Para dar miedo?
– Porque me gusta mucho España y el verde es el color de mi ciudad, Boston.
– Espero que no me tortures y mates si te enfadas conmigo hoy.
– Te torturaré en la cama si no te portas bien.
– ¡Wow! ¡Eso suena muy sexy!
– ¿Y tú por qué vas de vampiresa?
– En realidad voy de hechicera vudú, en la capa hay unos símbolos que sirven para que los espíritus no me ataquen.
– ¿No me irás a convertir en un zombi?
– ¡Por supuesto! ¡Y haré contigo lo que quiera!
Tom me pasó el brazo izquierdo por el hombro y yo me acurruqué sobre su pecho tiernamente. Giramos por la calle Governor Nicholls en dirección sur.
– Ahí se ve la casa a donde vamos. – indicó Tom.
La mansión era muy alta en comparación con el resto de construcciones cercanas. De las más altas del barrio francés.
– ¿Sabes la historia de Madame Delphine LaLaurie, Marie?
– Algo he oído, pero seguro que tú me la puedes explicar mejor.
– Ella era un mujer de la alta sociedad de esta ciudad. Un día hubo un incendio en su casa y los bomberos encontraron varios esclavos encadenados y mutilados de forma horrible, pero además hallaron decenas de cadáveres que también habían sido descuartizados. La señora tenía la afición de descuartizar a sus esclavos. Se han dicho muchas cosas sobre las razones por las que lo hacía. Algunos dicen que lo hacía por placer, otros para pactar con el Diablo.
– ¿Pactar?
– Sí, era una mujer muy bella y le aterraba la idea de envejecer. Tuvo tres maridos, el primero español, por cierto. El caso es que huyó, dicen que a Paris, y nunca se volvió a saber de ella.
– ¡Qué horrible! ¡Sus crímenes quedaron sin castigo!
– Algunos aseguran que no, que en realidad la reina del Vudú de Nueva Orleans, consiguió vengar la muerte de su novio, uno de los esclavos asesinados por LaLaurie.
– Ojalá tengan razón.
– Por cierto, esa bruja se llamaba como tú, Marie. Marie Laveau.
– ¡Otra casualidad!
– Ya hemos llegado.
Nos dirigimos a la puerta de la mansión, que se encontraba por el lado de la casa que da a Royal Street. Nada hacía pensar que en aquella casa tan lujosa podían haber sucedido hechos tan terribles hace menos de dos siglos. Sin embargo, hasta mí llegaba el aura maligna de aquel lugar. Además, estaba segura de que los horrores no habían acabado con la desaparición de LaLaurie. Entramos en la casa y una embestida de música electrónica invadió nuestros oídos.
– ¡Ya veo que aún siguen las torturas! – bromeé.
– ¿No te gusta? ¿Quieres que nos vayamos?
– ¡No, no! ¡Seguro que vale la pena soportarlo!
– ¡Ya verás cuando aparezcan mis amigos!
– ¿Cómo alquilaron este lugar? ¡Es impresionante!
– Gracias a Nicolas Cage. Era el antiguo dueño de la casa y les ayudó a contactar con la empresa que ahora la gestiona.
– ¡Qué interesante!
– No tardarán en aparecer.
– ¿También ha venido Nicolas?
– No lo sé. Es imposible adivinarlo con todo el mundo disfrazado.
Nos encontrábamos en lo que parecía el salón principal. Allí era donde la familia Lalaurie había celebrado sus fiestas, con toda seguridad más elegantes que esta.
– Tom ¿Dónde se puede tomar algo aquí?
– Me parece que no hay barra. Es la única pega.
En aquellas fiestas de la alta sociedad de Nueva Orleans, los invitados jamás escucharían los lamentos de los esclavos tullidos, encadenados en la tercera planta.
– ¿Una fiesta sin alcohol?
– Mis amigos son un poco extraños.
La música hipnótica no podía evitar que hasta mi cerebro llegaran aquellos mismos lamentos del pasado. Estaban ahí, despiertos, la casa los retenía, los mantenía atrapados entre sus paredes.
– ¿Qué te parece si buscamos algo de beber en la cocina?
– Me parece buena idea – dijo Tom.
Cruzamos entre la multitud que abarrotaba el camino hasta la cocina.
– ¡Qué gente más rara! Todos bailan esta música igual, parece que estén en trance.
– Están en trance. ¿No te dan ganas de bailar igual que ellos? Deberías dejarte llevar.
No se me escapó el detalle de que ellos eran blancos y ellas chicas de color como yo. No era ninguna casualidad.
– Prefiero beber algo. Estoy seca.
La cocina estaba desierta. Arrastré a Tom hasta la despensa. Estaba a oscuras pero, aún así, no me costó encontrar las botellas de ron. Cogí una, la más antigua. Tom me miraba sorprendido.
– ¿Qué haces? – me preguntó.
– Busca un cuchillo en la cocina para romper el precinto de la botella.
– Esa botella tiene pinta de ser muy cara.
– ¡Bah! Seguro que tus amigos tienen más como esta.
Tom fue a la cocina y volvió con el cuchillo en la mano. Se detuvo a medio metro de mi cuerpo, con el cuchillo apuntando a mi vientre. Miró la hoja oscura y luego a mí, con una sonrisa en la cara. De repente, fuera de la cocina, la música se detuvo.
– ¡Queridos invitados! ¡Mi hermano Wayne y yo os queremos dar la bienvenida a nuestra fiesta!
La gente comenzó a corear un nombre. “¡John! ¡John! ¡John!”. Tom se giró, curioso, se le notaba nervioso. La hoja del cuchillo seguía apuntando hacia mi vientre ¿Lo había hecho de manera inconsciente?
– Son mis amigos. Tenemos que ir. – dijo Tom, aún mirando hacia afuera.
Aproveché su descuido. Rompí el cuello de la botella contra la pared de la despensa. Él no me oyó, absorto como estaba en lo que sucedía fuera de la cocina. Solo se dio cuenta de que había sucedido algo malo para él cuando le clavé la botella en el cuello y de su yugular brotó un gran chorro de sangre que no paraba de manar como si de una fuente se tratase. Hizo un intento desesperado por mantenerse en pie, pero acabó resbalando con su propia sangre que manchaba todo el suelo y cayó de espaldas. El tricornio negro salió despedido, deslizándose sobre la sangre hasta la cocina, el uniforme verde se tiñó casi por completo de rojo. Sus ojos parecían estar a punto de reventar, mirando hinchados hacia un punto fijo en el techo. Antes de morir descubrió que había llegado la hora de los espíritus atormentados. El momento de su liberación, de su venganza. Fuera, en el salón, el anfitrión John Carter continuaba su discurso.
– Los dos estamos encantados de teneros un nuevo Mardi Gras con nosotros. Como cada año, nosotros ponemos la casa y vosotros la diversión. ¡Qué empiece la matanza!
Todos los hombres lanzaron un grito bestial y de entre sus disfraces sacaron cuchillos, hoces o martillos con los que golpeaban y destrozaban las caras de sus atónitas parejas, que morían sin entender nada de lo que estaba sucediendo. La sangre comenzó a esparcirse por todo el salón.
Mientras tanto, yo seguía escondida en la despensa. Cerré los ojos y abstrayéndome del aquelarre sangriento que se desarrollaba a poca distancia de mí, me puse a cantar la siguiente plegaria:
“Papa Legba ouvre baye pou mwen, Ago eh! Papa Legba Ouvre baye pou mwen, Ouvre baye pou mwen, Papa Pou mwen passe, Le’m tounnen map remesi Lwa yo! “
(“Papa Legba, Abra la puerta para mí. Papa Legba, Abra la puerta para mí.Abre la puerta, Papa, para que pueda pasar. Cuando regrese, le daré las gracias al Loa!”)
Abrí los ojos y me giré, adivinando una presencia detrás de mí. En medio de la cocina estaba Papa Legba, con su sombrero de copa.
– ¿Qué quieres Marie?
– Quiero liberar a los espíritus atormentados de esta casa.
– ¿Qué me darás a cambio?
– La sangre de este asesino.
– ¿Quién es?
– Se llamaba Tom Walton. En Boston le llaman “El leprechaun sangriento”. Ha matado a más de veinte personas y hoy quería asesinarme a mi. Yo he sido más rápida.
Papa Legba me miró con una sonrisa traviesa y me saludó inclinando la cabeza hacia delante.
– Sea tu voluntad. Abriré las puertas a los espíritus de la casa.
De repente, centenares de formas espectrales, se deslizaron desde los pisos superiores de la mansión LaLaurie hacia la parte inferior. Los asesinos, enloquecidos por el frenesí de sangre, ni siquiera se dieron cuenta de que estaban siendo atacados. Demasiado tarde sentían como una masa de hectoplasma se introducía en su interior y les hurgaba el cerebro, retorciéndoles con un dolor horrible. Incapaces de liberarse, acababan suicidándose con sus propias armas. Los hermanos Carter, John y Wayne, los anfitriones, escaparon lanzándose por la ventana del primer piso al vacío. El resto de asesinos que se habían dado cita en aquella fiesta sangrienta, homenaje a la antigua dueña de la mansión, murieron y sus espíritus ocuparon el lugar de los esclavos ahora liberados de sus cadenas.
Aún me queda mucho trabajo por hacer. De haber podido habría quemado la mansión, pero es mi sino seguir acabando periódicamente con el mal que ella atrae. El destino nos ha unido eternamente, o al menos hasta que toda la ciudad haya sido destruida. Vampiros como los hermanos Carter, psicópatas como Delphine LaLaurie o Tom Walton, la mansión de la Calle Real siempre atraerá alguna personificación del Mal que yo tendré que combatir. Porque soy Marie Laveau, la reina del vudú de La Nouvelle Orleans, la vengadora de esclavos.
Luz
– ¡Cuidado papá!
La niña se interpuso entre la puerta y su padre, evitando que este pudiera avanzar un solo paso.
– ¿Qué pasa? – preguntó él, un poco enojado.
– ¡Mira el felpudo!
– No veo nada.
– ¿No ves la lagartija?
El padre forzó la vista un poco más. De repente vio un pequeño animalito, una especie de lagartija gris con motas negras, que se movía rápido por encima de las fibras del felpudo.
– ¡Ahora la veo! ¡Es una salamanquesa! ¡Qué pequeña!
– ¡Y qué bonita! – dijo su hija -¿Nos la podemos quedar, papá?
– ¡De ninguna manera! ¡Podría ser Luzdivina!
– ¿Quién es Luzdivina?
– Te lo explico en casa. Ahora tenemos que entrar.
– ¿Y vamos a dejar a Luz aquí?
– ¿Luz?
– Sí, claro. De Luzdivina, Luz.
– ¡Pero si aún no te he contado la historia!
– Pero seguro que es ella.
– Bueno, por ahora se queda aquí. Hasta mañana, cuando venga tu madre, no tomaremos una decisión.
– Pero ¿y si viene Pilar por la mañana?
– Bueno, seguro que ve a tu salamanquesa y no le hará daño. ¿Quieres que te cuente la leyenda de Luzdivina?
Padre e hija entraron en casa dejando fuera a aquel pequeño reptil. La salamanquesa no necesitaba escuchar una leyenda que conocía perfectamente pues la había vivido en sus propias carnes. Ella había sido aquella Luzdivina y el recuerdo aún le quemaba dentro de aquel pequeño cuerpo de sangre fría. Su diminuta mente se puso a recordar su trágica historia:
«Extraños son los caminos del Señor que me condena a recordar mi amarga vida más allá de mi muerte. Yo era la madre del párroco de un pequeño pueblo castellano. Mi hijo era un hombre devoto al que Dios puso a prueba dotándole de un cuerpo esbelto y un rostro bello como un alba en un día de estío. La desgracia cayó sobre nosotros el día en que yo caí gravemente enferma. Las fiebres me consumían a gran celeridad y el médico de la comarca no era capaz de retenerme en el mundo de los vivos. Entonces, mi hijo decidió pedir ayuda a la bruja del páramo, una mujer joven y atractiva, pero maldita. Bruja como su madre, como su abuela. De padre desconocido. Odiada por las mujeres, deseada por los hombres. Al igual que su madre, se acostaba con todo aquel que le pagaba bien y cualquier día hubiera sido madre de otra bastarda como ella, de no ser porque me salvó la vida. Aquel día, mi hijo se enamoró de ella, seguramente la bruja le hechizó y ese fue el precio que tuvo que pagar por salvarme. Pero de qué servía vivir si era a cambio de perder a mi hijo. No podía aceptarlo.
No paré hasta convencer a todo el pueblo de que aquella bruja había hechizado a mi hijo, al párroco del pueblo. Me encargué de contagiar mi odio entre las mujeres y ellas presionaron a sus maridos. Una noche, a escondidas del alguacil, cogieron las antorchas y se dirigieron a la casa de aquel demonio bello como el mismísimo Luzbel. No le dejaron defenderse, sabían que si le daban la oportunidad les hechizaría con sus palabras. Calaron fuego a su choza de paja. Los gritos de tormento de la bruja llegaron al pueblo, a mi casa, a oídos de mi hijo que, acostado en su cama, pensaba en la bruja justo en aquel momento. De nada le sirvió la velocidad con la que se levantó de su catre, con la que se subió al caballo y con la que galopó hasta llegar al pie de las cenizas de la choza y de su amada bruja. Entonces fueron sus lamentos los que desgarraron el silencio del pueblo. Durante días intenté mimar a mi hijo como cuando era niño, pero él no era capaz de levantar la mirada del suelo, no decía ni una palabra, tampoco volvió a llorar una sola lágrima. Justo cuando podíamos volver a ser felices juntos, el fantasma de aquella bruja nos seguía separando. Una semana después, encontré a mi hijo en la cuadra, colgado de una viga. Bajé su cuerpo sin vida y lo escondí en casa. A todos les dije que se encontraba muy enfermo. Al tercer día, les dije que había muerto. Nadie me preguntó por las marcas en su cuello que yo intenté ocultar lo mejor posible.
Mi hijo tuvo un entierro cristiano y fue sepultado en el camposanto. Desde ese momento solo tuve un deseo. Descansar junto a él. No podía suicidarme como lo había hecho él, pues habría sido demasiado evidente como para ocultarlo y no me hubiesen permitido la sepultura en tierra consagrada. Así que tuve que recuperar del rincón más escondido de mi despensa un veneno que, mucho tiempo atrás, me había vendido la madre de la bruja que había arruinado mi vida. Cada día me tomaba una gota de aquella poción, y mi salud no tardó en empeorar. Los primeros síntomas fueron unos ojos sanguinolentos en fondo amarillento, después caída del pelo y piel escamada. Sin embargo, cuanto más enferma estaba, más alegre me sentía. Así llegó, semanas después, mi muerte. De ese momento no tengo ningún recuerdo. Solo sé que una noche mi espíritu despertó en medio del cementerio. Vi mi lápida al lado de la de mi hijo. No cabía en mi de felicidad. Esperé con gran ilusión hasta ver como el espíritu de mi hijo surgía de su tumba. Le llamé, llena de gozo, pero él me miró y no me hizo caso. Voló fuera del cementerio y yo le seguí, confusa. Llegamos hasta el solar donde se había levantado la choza de la bruja. Allí le esperaba ella. Los dos espíritus se abrazaron, se besaron, se fusionaron en un solo alma delante de mi propio espectro. Entonces, escuché una voz a mi lado.
– No podrás descansar hasta que alguien te vuelva a amar como lo hizo tu hijo antes de que le traicionaras. Mientras tanto, te arrastrarás por el suelo como la serpiente que eres.
No vi al dueño de aquella voz profunda. Desolada, regresé a mi tumba y me estiré dentro del cadáver que me diera vida. Al día siguiente, el cuerpo frío en el que desperté era otro. Me había convertido en una serpiente. Después de unos años, esa criatura también murió y me convertí en otro reptil. Y así hasta ahora.
Pero quizás esta niña pueda convencer a su padre para acogerme en su casa. Tal vez consiga que me llegue a querer como me quería mi hijo, y así termine mi maldición, después de tantos siglos de….»
La puerta del ascensor se abrió. Una mujer, vestida con bata azul y armada de una fregona y un cubo lleno de agua, salió de él. Entonces, Luzdivina recordó algo que había dicho la niña: «¿Y si viene Pilar por la mañana?». La señora de la limpieza mojó el mocho en el agua espumosa y, a continuación, lo aplicó con energía contra el suelo. Luz intentó escapar, pero la fregona la alcanzó de lleno, la aplastó y, a continuación, la lanzó al aire, cayendo destrozada dos rellanos más abajo.
Una nueva vida arrastrándose le esperaba a continuación.
Un mundo ingrato
Una familia se apretaba sobre una hoguera agonizante, buscando el calor de sus miserables brasas. Se trataba de una mujer, un hombre y cuatro niños de diferentes edades, ninguno mayor de los ocho años. Me acerqué a ellos.
– Salam aleikum.
– Aleikum salam – contestó la familia al unísono. Todos me miraron con un brillo de esperanza en sus ojos sanguinolentos.
– Busco a tres sabios, me han dicho que..
– Cuatro filas de tiendas más abajo, por la mitad del pasillo, donde huele a incienso – dijo el hombre, en un tono apagado al darse cuenta de que hoy tampoco iban a ser salvados.
– Gracias.
– Ahora solo son dos – añadió una de las hijas, la que parecía más pequeña.
No pregunté nada más. Dejé aquella familia abandonada al frío nocturno del invierno griego. Ellos ya habían regresado la vista a aquellas brasas que apenas darían para una hora más de calor antes de extinguirse del todo. Después deberían resistir las largas horas de oscuridad y frío hasta que el sol regresara en un nuevo alba aún más gélido. Nada nuevo para aquella familia, pero eso no evitaba la posibilidad de que alguno de ellos no llegara a despertar el día siguiente, quién sabe.
Seguí las instrucciones que me habían dado y llegué hasta una tienda de campaña bastante destartalada, como el resto, con la diferencia del inconfundible olor a incienso que escapaba de su interior. Me atreví a agacharme y a entrar sin avisar. Dentro de la tienda había dos ancianos. Uno de ellos, sentado, de barba oscura, aguantaba la cabeza de otro con barba blanca que estaba tendido a lo largo. El de la barba oscura estaba acercando un vaso lleno de agua a su compañero. Vestían unos tejanos y unas sudaderas oscuras, llenas de parches. Al lado de ellos, una varita de incienso quemaba a punto de consumirse por completo. Ambos viejos se giraron hacia mí, expectantes.
– ¿Sois los tres sabios de la leyenda? – solté sin preámbulo alguno.
– ¿Quién lo pregunta? – preguntó el de la barba oscura.
– Alguien que cree en vosotros y que os echa de menos.
– Ya no somos nada – dijo con gran esfuerzo el que descansaba tendido.
– ¿Y Baltasar?
– Se lo llevaron un día. No hemos vuelto a saber nada de él.
– ¿No sabéis dónde?
– A un centro de internamiento para inmigrantes ilegales en Atenas.
– Os puedo sacar de aquí. – les solté de repente.
Los dos hombres se miraron, mudos de la sorpresa. Al instante volvieron su vista hacia mi persona. Sus ojos, apenas visibles bajo las frondosas cejas, pretendían escudriñar el interior de mi corazón.
– ¿Eres un ángel? – preguntó el de la barba blanca, con un hilo de voz.
– No, solo soy alguien con mucho dinero. He sobornado a los guardias de una de las salidas de este campo de concentración. También tengo documentos para vosotros.
– ¿Y por qué nos ayudas a escapar?
– Porque esta Navidad os eché de menos. Yo no necesito regalos materiales, nunca os he pedido nada porque lo tengo todo. Pero este año, después de muchos años, os pedí un deseo, algo diferente. Sin embargo no aparecisteis.
– Hace tres años al intentar cruzar la frontera griega con Serbia nos detuvieron. La Unión Europea cerró a cal y canto sus fronteras a toda persona indocumentada. Como comprenderás, nosotros jamás hemos viajado con pasaportes u otros documentos. ¡Somos los reyes magos de Oriente! ¡Nunca nos habían puesto problemas!
La voz del de la barba oscura sonaba desesperada, lamentando la sociedad que nos tocaba vivir.
– Me ha costado tres semanas dar con vosotros. He tenido que mover montañas hasta llegar a este campamento. Es una lástima que no esté Baltasar pero, si todo va bien, no tardaré en dar con él y liberarlo también. Tengo recursos, no os preocupéis.
– Nos han tratado peor que a perros sarnosos. Solo por ser extranjeros y venir de donde venía toda esta pobre gente.
– Lo siento, de veras. ¡Pero ahora tenemos que irnos!
– Melchor no puede caminar, está muy débil.
– Lo llevaremos entre los dos ¡Vamos!
Nada más salir al exterior, el frío nos azotó la cara como un látigo de hielo. Melchor y Gaspar estaban muertos de frío, no tenían más abrigo que las sudaderas que llevaban puestas, que alguien compró alguna vez en una popular cadena francesa de ropa de deporte. Caminamos por aquel campamento silencioso y oscuro un rato que se me hizo eterno. Temía encontrarnos con alguno de los grupos de bandidos que dominan y aterrorizan los campamentos de refugiados, miserables que devoran como hienas a los otros miserables, a los débiles y a los cobardes. Pero, para mi alivio, logramos llegar a la salida sin contratiempos. Los guardias me miraron nerviosos. Uno de ellos me habló mientras me hacía gestos para que nos diéramos prisa.
– ¡Has tardado mucho! ¡Salid sin hacer ruido! ¡Vamos!
Intentamos obedecer a aquel granuja lo mejor que pudimos. Seguimos caminando hasta llegar a un bosque, allí nos paramos a descansar protegidos del viento entre unas rocas. Tenía que actuar rápido, porque era evidente que aquel par de ancianos no podrían llegar muy lejos.
– Necesito que me concedáis el deseo que os pedí.
– ¿Cuál era ese deseo? Por desgracia, tuvimos que vender todos los regalos que llevábamos para poder sobrevivir, igual que nuestras joyas y nuestros ropajes – lamentó Gaspar-.
– Lo que quiero pediros no es material, ya os lo he dicho.
– ¿Y qué es? Si está en nuestras manos te lo concederemos en agradecimiento por tu ayuda.
– Hay una mujer a la que deseo más que nada en este mundo. Pero ella no me hace caso. La he cubierto de regalos materiales pero ella sigue sin quererme. Necesito que me concedáis su amor.
Los dos reyes magos se miraron en silencio. Luego Gaspar se giró y sus ojos buscaron los míos.
– Amigo, nosotros no podemos cambiar la voluntad de las personas.
– ¡Pero si sois los reyes magos! ¡No me engañéis!
– No te engaño, de verdad, no tenemos ese poder. Pero si lo tuviéramos tampoco lo utilizaríamos porque no es ético, es mezquino manipular la voluntad de las personas.
– ¡Después de lo que he hecho por vosotros! ¿No me vais a ayudar?
– De corazón te lo digo, joven. Tienes que conseguir su amor a través de la bondad. Como la que has demostrado al venir hasta aquí para salvarnos.
– ¿Bondad? No me habléis de bondad, cabrones.
Saqué la pistola que llevaba guardada a la espalda y vacié el cargador entero encima de aquellos dos viejos gilipollas que me hablaban de ser bondadoso. ¡A mí, que se lo había dado todo a aquella desagradecida sin pedir nada a cambio!
Ahora busco a Baltasar, no tardaré en encontrarle y también lo liberaré. Confío dar por fin con alguien agradecido en este mundo ingrato, lleno de egoístas.
Simpatía por el reo
Se levanta de su escritorio y se dirige hacia la ventana, intrigado. A través de los barrotes observa el follón que se ha liado en el patio de la prisión. Alguno se ha ayudado de la mano para meter un gol y se ha montado un buen pollo. El preso entonces, desvía su mirada hacia el horizonte, hacia las blancas montañas de la Sierra que contrastan con el cielo azul inmaculado. El mundo sigue girando ahí fuera.
– Los días nacen y mueren cada veinticuatro horas. Y te preguntas ¿Qué sentido tiene el tiempo aquí dentro?
El reo se gira hacia la puerta, sorprendido. Al otro lado de las rejas, agarrando con firmeza los barrotes con ambas manos, se halla un hombre alto, moreno y con barba. Viste pantalón negro y, a pesar del frío que hace, una sencilla camisa blanca de lino, desabotonada hasta el ombligo, que deja a la vista su pecho velludo.
– Hola Jotacé.
– ¿Te he asustado?
– No te esperaba. ¿Cómo es que no estás en el patio como los demás?
– Ya sabes que yo no soy como los demás. Tu tampoco lo eres.
– Intento pasar desapercibido.
– Pues con esa barriga no lo consigues.
– ¡No me seas…!
– ¡Es broma!
– No creo que estés perdiendo el poco tiempo que tienes de recreo para venir a burlarte de mí.
– Quería animarte un poco.
– Gracias, pero no entiendo como te han dejado pasar los guardas.
– Ni me han visto. Si me hubiesen pillado tampoco habría pasado nada, ya sabes que los tengo comiendo de mi mano.
– Por algo te llaman Rex Captivus, el Rey Cautivo.
– Me he enterado esta mañana que te habían castigado sin patio, como a un niño pequeño.
– Es lo que tiene ser un sedicioso.
– Te voy a confesar una cosa. Hace mucho tiempo, en mi ciudad, a mí también me querían crucificar por sedición.
– ¿A ti?
– Unos hijos de puta muy poderosos me la tenían jurada, y no pararon hasta entrullarme.
– ¿Y cómo te libraste?
– Escapé volando. Les jodí bien a esos mamones.
– Me parece que a mi no me será tan fácil librarme.
– ¿Volando? Difícil, pesas mucho. Lo importante es que no te rindas. Aprieta los machos y verás como se les congela la sonrisa de lerdos a tus enemigos.
– No sé si podré…
– ¡Te digo que has de aguantar, joder! ¡No te vengas abajo!
– ¿Y por qué te importa tanto? Los otros presos me dejaron muy claro que tú nunca te casas con nadie, que estás por encima del bien y del mal en esta prisión.
Jotacé buscó algo en sus pantalones. Sacó una llave con la que abrió la puerta de la celda y se acercó hasta quedar a un metro del rostro del otro preso, petrificado de la sorpresa.
– Mira compadre, tu causa me importa una mierda, pero te tengo aprecio porque de ti y de otros como tú depende que esta sociedad despierte, abra los ojos y se pregunte qué ha sucedido mientras dormía. Algún día, gracias a gente como tú, los que llevan mucho tiempo aletargados se levantarán contra aquellos que solo encuentran sentido a su vida desde el odio al prójimo. Será entonces cuando los manipuladores serán doblegados. Solo que te pido que no cometas el mismo error que yo.
– ¿Cuál?
– Yo delegué mi causa en otros que al final no supieron defender todo aquello por lo que habíamos luchado juntos. No fueron capaces de evitar que los mismos miserables que quisieron crucificarme se hicieran con la patente de mi mensaje de respeto y amor y lo corrompieran transformándolo en una doctrina de rituales vacíos de significado, mientras que por otro lado promovían la intolerancia, el odio y la hipocresía.
– No entiendo de quién debo cuidarme. ¿De enemigos o también de amigos?
– De unos y otros, pero también del resto, incluso de ti mismo. El Mal está al acecho, dentro de todos nosotros, esperando la más mínima debilidad de nuestra alma para surgir y manipular nuestra voluntad. Sé fuerte, no delegues y sigue siempre la luz de tus principios. ¡Ah! Y una última cosa antes de marchar y no volver a hablar contigo jamás.
– ¿Qué?
– Jódelos vivos porque se lo merecen. Ellos son Legión ¿Te acuerdas? Pero no se te ocurra utilizar el odio para combatirlos, porque esa es su fuerza. Nada de odio, ya sabes.
Jotacé dio la espalda al reo, salió de la celda, cerró la puerta y se guardó la llave. Se dirigió a su celda, silbando por el pasillo una canción de un inglés que tenía una novia japonesa con la que protestaba en América contra la guerra, y que a la puerta de un hotel fue asesinado por un despechado fan suyo, cinco balazos mediante. Su canción hablaba de ilusiones para un mundo mejor, sin países, sin religiones, sin desigualdades. ¡Qué iluso!
El último hombre bueno
Al entrar en el edificio me encuentro con la señora María, intentando subir el carrito de la compra, lleno hasta los topes, por las escaleras del portal.
– Permita que le ayude.
– Eres un sol, Salva.
– ¡Uf, cómo pesa! Pero…¡Aquí lo tiene!
– Muchas gracias, joven. ¡Y feliz Navidad!
– Feliz Navidad, señora María.
Así soy yo, siempre dispuesto a ayudar a mis vecinos y a todo aquel que lo necesite. Mi mayor ilusión sería convertirme en el último hombre bueno. Como Santa Claus, que con su magia hace realidad los sueños de las personas. Quizás hoy, por fin, lo conozca. Caliento la cena en el microondas y la como mientras escucho los villancicos que suenan en una emisora de radio. Después, agarro a “Charlie” y me siento en mi mecedora delante de la puerta. ¡Sí, puede que este año aparezca!
Unas horas más tarde, en plena madrugada, se abre la puerta de casa. ¿Será él? ¡Sí, es él! ¡Después de tantos años evitándome! Me levanto y me acerco para saludarle. ¡Qué sorpresa se va a llevar el viejo!
– ¡Hola Santa!
– ¡Eh, uh, hola!
– Te estaba esperando.
– Pues aquí estoy.
– Desde hace veinte años. ¿Por qué no venías?
– ¿Por qué no dejas ese rifle?
– ¿A Charlie? Ni lo sueñes. Desnúdate.
– Soy Santa Claus.
– Y yo tu peor pesadilla.
Le doy un fuerte golpe en la cabeza con la culata. El pobre abuelo cae al suelo inconsciente. No os podéis imaginar lo que me cuesta arrastrar al viejo gordo hasta mi habitación de las torturas. Lo ato a la cama por brazos y piernas. Dejaré que se despierte para disfrutar más.
– ¿Dónde estoy?
– En mi habitación favorita.
– ¿Por qué haces esto?
– Porque cuando tú mueras me convertiré en el último hombre bueno.
– ¿El último hombre bueno?
– Me llevó años matar a todos los demás y hacer desaparecer sus cuerpos.
– ¿Cuántos has asesinado?
– No sé, muchos.
– ¿Por qué?
– Pues porque un día mis padres me dijeron que no me traerías regalos hasta que me portase bien. Los maté por decir eso, pero luego, arrepentido, me porté muy bien, y ese año seguiste sin visitarme. Y el siguiente, y el otro. Entonces pensé que, quizás, si mataba a todos los hombres buenos al final te fijarías en mí, y así ha sido. Al principio te pedía juguetes, luego deseos adultos, pero desde hace tiempo solo quiero ser tú, el más bueno de todos. Y hoy has venido a concederme ese regalo.
– En realidad no te traía nada.
– ¿Entonces por qué has venido a mi casa?
– ¿Sabes que me puedo liberar cuando quiera?
– No puedes hacerlo. Te conozco perfectamente y sé que sólo puedes usar la magia para hacer realidad los deseos que te piden.
De repente una niebla dorada envuelve al viejo durante un instante y, al desaparecer, Santa Claus está de pie delante de mi, desnudo pero libre de ataduras.
– Una mujer llamada Carla, que se ha portado muy bien, me pidió que vengara la muerte de su marido. Él era la mejor persona del mundo, según afirmaba ella en su carta. Por eso estoy aquí.
– No puede ser.
– Yo siempre cumplo los deseos de las personas buenas.
– Pero yo soy bueno, ayudo a la gente, doy limosna, voy a misa…
– Siento decirte, Salva, que no eres bueno.
– Entonces ¿Qué soy? – le grito desesperado.
– Hoy eres el regalo de Carla.
No sé de dónde ha sacado el cuchillo, me lo clava una y otra vez. Al principio duele, pero llega un momento en el que mi cerebro se abstrae del dolor y se pregunta ¿Santa Claus me tiene envidia porque soy mejor que él? ¡Sí, eso es, no soporta que yo sea más bueno que él! Y mi último pensamiento antes de desaparecer es de alegría, porque soy el último hombre bueno del mundo y él lo sabe.
La sonrisa de Nahia
– ¿Te acuerdas de mí? – le pregunto.
– Sí.
– ¿Y quién soy?
Tengo mucho interés, incluso miedo, por escuchar la respuesta. ¿Qué contestará? ¿Quién soy yo para ella? ¿Qué significo yo para esa jovencita?
– ¡Tú eres mi Olentzero!
– ¿Cómo?
– ¡Sí! ¡Eres el Olentzero!
Y de nuevo esa sonrisa dibujada en su bonito rostro. La misma con la que derribara el muro de mi amnesia años atrás. Deseo contestarle, decirle que no, que no soy su Olentzero, que simplemente pretendo ser su ángel de la guarda, alguien que la quiere como si fuera su hija, quizás más. Pero no puedo mentirle porque algo de razón sí tiene.
Regreso a aquellos tiempos oscuros, cuando la sociedad consiguió envilecerme, convertirme en una persona desconfiada, incluso osca. El olentzero se había convertido para los niños en un viejo borracho. Los pequeños se reían de mi figura y para los mayores no era más que un ser legendario a punto de despeñarse por el barranco del olvido. Eso era lo que yo más deseaba, ser borrado de la memoria de la sociedad y que me dejaran tranquilo. No quería saber nada de aquella civilización insana, podrida, vacía de motivos para seguir adelante. Temía convertirme en un reflejo de ellos y me alejé para vivir en soledad, en la montaña. Sin embargo, huyendo de la podredumbre caí en ella. Me volví un ser huraño, oscuro. Pasaba los largos inviernos encerrado en mi cabaña, bebiendo y tapándome con muchas mantas porque ni siquiera tenía fuerzas para alimentar el fuego de la chimenea. Cuando el tiempo mejoraba, salía de noche para aullar a la luna como hacen los lobos, los únicos seres con los que simpatizaba. No sé cuantos años pasé allí, escondido. Un día de crudo invierno, se abrió la puerta de mi cabaña, llenando de nieve toda la estancia. La luz gélida invadió con su gris plomizo la oscuridad y me encontró dormido, tapado con diez mantas y con el fuego del hogar apagado. Abrí los ojos y descubrí la silueta de una loba, quieta bajo el marco de la puerta. No sentí miedo porque me di cuenta de que era una señal.
– Maritxu, ama – susurré al frío.
La loba esperó hasta que me incorporé, luego me guió por el bosque, entre hayas y acebos, durante horas, hasta alcanzar la Cruz de Pagoeta. Allí me abandonó, nos acercábamos demasiado al territorio de los humanos. El resto del camino lo hice solo, entre balidos, mugidos y cascabeles que sonaban desde los prados cercanos. Caminé un par de horas hasta llegar al caserío. Allí me esperaban mi ama y mi hermana, mi familia, mi manada.
– Te necesitamos. – dijo mi ama.
Ellas me afeitaron la barba, larga y sucia, me limpiaron y me enseñaron a vivir de nuevo y, a su manera, me colmaron de amor. Sin embargo, me faltaba algo. Yo ya no recordaba quién era antes de huir al bosque. Y ellas no me lo querían decir.
– Cuando llegue el momento, recordarás. – me decía mi ama.
– ¿Y si jamás llega ese momento?
– Llegará. – afirmaba con rotundidad mi hermana.
Pasaron años. Llegó la nueva Maritxu, todo corazón. Yo recobré la alegría de vivir, la ilusión. Pero seguía sin ser yo, carecía de mi pasado, aunque apenas lo echaba de menos, tenía una familia que me llenaba… o casi. Hasta que llegó Nahia.
Un día recibí una llamada.
– Te necesitamos. – dijo una voz de la asociación de acogida.
Se me puso la piel de gallina. Recordé la vez anterior cuando mi ama y mi hermana me ayudaron a renacer con aquellas mismas palabras. Supe al momento que, de nuevo, se trataba de una señal. Me acerqué a la asociación lo más rápido que pude.
Era un bebé, una niña de pocos meses de vida, Nahia. Me miró… y me sonrió. De repente noté una gran energía sobre mi pecho, un calor que se esparció desde mi corazón por todo mi cuerpo. En ese momento recordé quién era yo, ya no lo olvidaré jamás.
Mi etapa con Nahia duró poco, lo justo para reconstruir el rompecabezas de mi vida. Después marchó porque tenía que hacerlo, pero no muy lejos. Así, su luz me ilumina como un faro cada noche y puede regalarme su sonrisa cada vez que viene a visitarme.
No he vuelto a ser el olentzero, no al menos como se espera del viejo carbonero que trae regalos. Para eso están otros que hacen lo mismo sin más exigencia que unos bolsillos agradecidos. Sin embargo, para Nahia y para aquellos que siguen creyendo en mi, soy y seré siempre el Olentzero, con «O» mayúscula.
Olentzero joan zaigu
mendira lanera
intentzioarekin
ikatz egitera.
Alditu duenean
Jesus jaio dela
lasterka etorriko da
berri ona ematera.
Horra, horra
gure Olentzero.
Pipa hortzetan duela
eserita dago.
Kapoiak ere baitu
arrautzatxoekin
bihar meriendatzeko
botila ardoekin.
Olentzero guria
ezin degu ase
bakarrik jan dizkigu
hamar txerri gazte.
Saieski ta solomo
majina bat heste
Jesus jaio da eta
kontsola zaitezte.
Olentzero buru handia
entedimentuz jantzia,
bart arratsean
edan omen du
bost arroako zahagia.
Bai urde tripa handia!