Me gustaría poder decir que todo fue un sueño y que al despertar seguí viviendo la vida tal y como siempre la había sufrido. Pero no fue así.
Aquella noche sin luna, mi novio Rubén y yo nos acercamos a la playa para disfrutar de los fuegos artificiales del pueblo vecino. Nos sentamos en la arena, en un rincón alejado de la luz y del ruido de los chiringuitos. Estos quemaban los últimos cartuchos del verano antes de que el mes de septiembre se llevara consigo a los postreros veraneantes, como nosotros. La mar, en la oscuridad, asemejaba al mercurio, una masa casi sólida removiéndose inquieta, expectante, como un perro rabioso con la boca llena de espuma, preparándose para el ataque. «¿Tienes frío?» me preguntó Rubén. «Tengo tanto frío que no me importaría darme un chapuzón desnuda en este mismo momento», le contesté. Rubén no pudo evitar un escalofrío. Le abracé para darle calor con mi cuerpo. Él lanzó a la arena, de manera despreocupada, la colilla del cigarrillo que se estaba fumando.
– Sabes cuánto me molesta que hagas eso, algún día la mar se vengará de ti — le dije, enojada.
– Tú me defenderás de ella. Por cierto, ¿por qué siempre dices «la mar»? — me replicó dibujando una hermosa sonrisa.
– Porque para mí la mar es una mujer, como yo. Pero no me cambies de tema, sinvergüenza.
Acercó sus labios a los míos. Sentí su aliento envuelto en nicotina. Nos dimos un beso. El último.
De repente, en el cielo, un espermatozoide de fuego naranja se abrió camino a través de las tinieblas de la noche oscura. Navegó durante unos pocos segundos por el firmamento hasta explotar y acabar convirtiéndose en una palmera de vívidos colores. Uno tras otro, decenas de espermatozoides luminosos siguieron el mismo camino del primero, creando preciosos dibujos sobre la gran pantalla que es la bóveda celeste. Nuestros ojos, hipnotizados, no perdían detalle de aquel espectáculo pirotécnico. Durante unos breves instantes quise deleitarme en los ojos de mi novio, iluminados con el reflejo de los fuegos. Esos ojos eran uno de los pocos privilegios que me proporcionaba ser su novia. A parte de su belleza e inteligencia privilegiada, Rubén era un egocéntrico que se desvivía por complacerme con el único objetivo de que yo se lo reconociese y le admirase por ello. Desvié la mirada hacia la mar. Allí, a unos veinte metros de distancia, una mujer, completamente desnuda, corría chapoteando en el agua, tropezando y volviendo a levantarse. Se dirigía hacia nosotros. Apreté el brazo de Rubén, que me miró a mí y luego a ella, siguiendo mi mirada. La mujer cayó a nuestros pies, de rodillas sobre la arena.
– ¡Están aquí!¡Corred!
Se trataba de una mujer de unos cuarenta años, de larga melena morena que, mojada, le llegaba hasta la rabadilla. Me hubiese parecido una mujer muy atractiva de no ser por el rictus de terror dibujado en su rostro.
– ¿Qué sucede? – preguntó Rubén.
– ¡Ya vienen!
-¿Quién viene?
– ¡Los telkines!
– Tranquilízate, aquí no hay peligro — intentó calmarla.
– ¡Tenéis que huir! ¡Os matarán! ¡Os matarán a todos!
Su pánico en el contexto ensordecedor del ruido de los fuegos artificiales, me hizo sentir como si estuviera en medio de una batalla, en tierra de nadie entre trincheras, con el fuego enemigo y el amigo también pasando por encima de nuestras cabezas. Las explosiones pirotécnicas iluminaban el rostro enloquecido de aquella mujer. Ella se agarraba con fuerza a los brazos de Rubén, instándole a marchar, a salir corriendo de la playa mientras miraba con ansiedad por detrás suyo, hacia la mar. Y entonces comenzó a gritar. Miramos en la misma dirección que ella y descubrimos la razón de su locura. De entre la espuma de las rabiosas olas comenzaron a aparecer criaturas dignas de las peores pesadillas de Howard Phillips Lovecraft. Seres antropomorfos, cubiertos por escamas que reflejaban la luz de la pirotecnia, con brazos acabados en garras palmípedas que aferraban tridentes y redes de pescador, aunque también había muchos que asían…¡Bolsas de plástico! En menos de un minuto, toda la orilla de la mar que abarcaba nuestra visión se llenó de aquellas criaturas. Avanzaban hacia nosotros con paso firme pero sin correr, a sabiendas que la oscuridad de la noche y el ruido de los fuegos jugaban a su favor.
«¡Corred! ¡Joder! ¡Corred!», gritó la mujer. Se levantó y nos agarró a los dos con fuerza, obligándonos a salir del estado catatónico en el que nos habíamos quedado. Salimos huyendo a toda velocidad, aunque a nosotros nos parecía que nos movíamos a cámara lenta. Mientras huíamos, comenzamos a escuchar los gritos de terror provenientes del chiringuito más próximo a la orilla del mar. La mujer se detuvo de repente, paralizada. Se tiró en el suelo y se encogió como un ovillo, sollozando y gritando “¡Es inútil, es inútil, es inútil!”. Entre mi novio y yo intentamos levantarla pero se revolvía en el suelo y nos rechazaba a patadas.
– ¡No sirve de nada intentar huir!¡Estáis muertos!¡Dejadme!
La dejamos acurrucada en la arena, sollozando. «Intenté salvarlos, intenté salvarlos» repetía una y otra vez. Rubén y yo continuamos huyendo a toda prisa, perseguidos por los gritos de decenas de personas que unos minutos antes disfrutaban de una de las últimas noches del verano y ahora se enfrentaban al horror de la última noche de sus vidas. Llegamos al hotel, un remanso de paz ajeno todavía a lo que sucedía en el exterior. Todos los presentes en la recepción nos observaron como si fuéramos locos cuando nos vieron subir las escaleras atropelladamente, prescindiendo del ascensor. Nos dio el tiempo justo para entrar en nuestra habitación antes del apagón. Y entonces volvimos a escuchar los gritos, esta vez los de todos aquellos que segundos antes nos habían observado entre sorprendidos y escandalizados por nuestra precipitada entrada. Colocamos una barricada en la puerta de la habitación con todos los muebles que encontramos y que pudimos mover. Los que no se podían desplazar los empujamos hasta tumbarlos delante de la puerta. De nada sirvió. Fue cuestión de tiempo que se colaran por un estrecho hueco en la puerta tres de aquellos seres. Nos amenazaban con sus tridentes y nos gritaban órdenes en un lenguaje gutural que, incomprensiblemente, yo entendía.
– ¡Rubén, tírate en el suelo con los brazos estirados! ¡Hazme caso!
Él me miró confuso, hice lo que aquellas criaturas ordenaban y Rubén me imitó. En ese momento le salvé la vida. Los seres acuáticos se miraron entre sí, uno de ellos dijo algo en su idioma que no comprendí, «Némesis». Los telkines, como había llamado aquella mujer a esas criaturas, bajaron los tridentes y abrieron la puerta a los que esperaban en el exterior de la habitación. Entraron muchos, algunos manchados de sangre. Uno de ellos nos lanzó una red por encima que nos dejó atrapados sin posibilidad de huida. Nos llevaron a trompicones fuera del hotel. No éramos los únicos prisioneros, pero sí los únicos adultos. Un centenar de niños, más o menos, avanzaban penosamente por la calle, atrapados entre las redes de aquellas criaturas que los vigilaban de cerca. Allá donde mirases se extendía una alfombra de cadáveres humanos, hombres y mujeres. Los telkines no habían hecho distinción a la hora de masacrar a los adultos. Me fijé que algunos de los cadáveres habían sido asfixiados y los habían dejado con las bolsas de plástico chorreante sobre las cabezas, Nos condujeron hasta el mar, allí nos pusieron en fila y nos obligaron a desnudarnos. Revisaron nuestras ropas y después nos contaron. De sus conversaciones entendí que estaban esperando una orden para ejecutarnos a todos ¿Una orden de quién? Rubén y yo éramos los únicos adultos en aquella fila, el resto eran niños y niñas de todas las edades. De repente, todos los telkines se giraron, por detrás de ellos apareció una mujer caminando con el rostro altivo y orgulloso, sin mostrar miedo alguno a aquellas criaturas. De hecho, la gran mayoría de los telkines bajaban la cabeza al pasar la mujer delante de ellos. La reconocí al momento, sin entender qué hacía allí, viva, dominando el terror que ella tanto temía. La mujer me señaló y los telkines corrieron a separarme del grupo de los humanos. Yo grité desesperada mientras me arrancaban de la mano de Rubén y me arrastraban fuera de la fila.
– ¿Por qué hacéis esto? – grité a la mujer.
Ella me miró con ternura, me acarició el cabello y me contestó en tono condescendiente, como intentando tranquilizar a una hija.
– No empezamos nosotros, los humanos son los verdaderos asesinos, querida. Las armas que utilizamos para ejecutarlos son las que ellos utilizaron antes para destruir la vida marina.
– ¿Y por qué me habéis separado del resto?
– Porque tú llevas mi sangre.
– ¿Quién eres?
– Némesis.
– ¿Y quién soy yo?
– Eres una descendiente de mi estirpe, alguien que respeta la mar, y la mar te respeta a ti. Puedes comunicarte con nosotros, aunque hablemos diferentes lenguajes nos entendemos.
– ¿Y por qué fingiste terror cuando apareciste en la playa?
– No iba a hacerlo hasta que te vi y reconocí en ti una parte de mi. En ese momento tuve que modificar mis planes. Creo que mi actuación estuvo a la altura de lo que se espera de una diosa griega.
– ¿Qué vais a hacer con nosotros?
– Nunca te haríamos daño porque eres de los nuestros. Puedes quedarte o venir con nosotros.
– ¿Y ellos? – señalé a los niños y a Rubén.
– Tengo que matar a todos estos humanos, no podemos dejar testigos.
– ¡No, por favor, solo son niños!
– Tengo que hacerlo ¿Cómo si no puedo confiar en que no hablarán?
– Llévanos con vosotros, yo les vigilaré. Si alguno intenta escapar yo… Yo cuidaré de que ninguno escape. Pero déjales vivir.
– Demuéstrame que puedo confiar en ti.
Sabía que solo había una manera de demostrar que era digna de la confianza de Némesis. Con el tiempo me di cuenta de que Némesis contaba con salvar a los niños de todos modos, tenía una misión para ellos. En ese momento yo creía que les salvaría con mi sacrificio, pero en realidad la diosa de la venganza sobre los soberbios solo quería confirmar que yo era de fiar. No me lo pensé, era una vida a cambio de la de un centenar de niños. La vida de alguien que solo pensaba en sí mismo. Cogí el tridente de la criatura que tenía más cercana, me acerqué a Rubén. Le clavé el tridente en el corazón mientras le miraba a los ojos. A pesar de que mis ojos se llenaron de lágrimas no le pedí perdón, él representaba todo lo que odiaban los telkines, lo que odiaba Némesis.
El período de duelo por Rubén duró el tiempo que tardaron los telkines en recoger su cuerpo y arrastrarlo con ellos a las profundidades marinas. Se llevaron todos los cuerpos dejando un pueblo fantasma tras de sí. Némesis ordenó a un grupo de sus soldados que nos llevaran a los niños y a mí a una embarcación enorme. Después ella se me acercó y me dijo «Más pronto que tarde, acudiré a estos niños para que sean parte de mis huestes. Cuida de ellos hasta entonces».
Ha pasado el tiempo y los niños han crecido. Seguimos navegando sin rumbo. Nunca nos cruzamos con otros humanos, seguro que los telkines, de alguna manera, evitan que nos molesten. Ellos vienen y van constantemente. Nos traen alimentos marinos, algas y pescado, y también otras sustancias que no identifico pero que creo que están provocando una metamorfosis en los cuerpos de los niños. Cada vez son menos niños y más…peces.
Ficción
La Variable parte2
8
Salí de la cafetería corriendo, tras pagar mi café y el de la anciana de aspecto cándido, que se despidió de mí con una sonrisa bondadosa y un beso inocente. En mi mente comenzaba a gestar los detalles de mi nuevo trabajo: En primer lugar escogí un nombre, «Decesus», un latinajo que significa muerte y que encontré muy apropiado y con gancho. Luego pensé que debería ser una aplicación fácil de desarrollar: un formulario sobre salud, otro sobre hábitos de vida, y un último formulario que preguntara sobre la longevidad y causa de muerte de los familiares más próximos. Los resultados los añadiría en una fórmula secreta que descifraría la cifra de años que esa persona viviría. Por supuesto, no pretendía dar una fecha exacta de expiración, eso era un punto que debía recalcar en la pantalla de inicio, que quedase claro. Simplemente se trataba de una aproximación definida por todas las variables de salud, hábitos de vida y genética introducidas. La fórmula que combinaría todos esos datos la encontré buscando por internet en páginas de salud, tampoco me maté mucho, lo confieso. Y por esa razón, me salió una chapuza. Un juego al que el usuario acudía cuando se aburría del Candy Crush.
7
Fue un desastre. Poco más de veinte descargas el primer mes. No hacía más de lo que ya hacían una docena más de aplicaciones que podías encontrar gratis en Google Play. A mi aplicación le faltaba algo y no sabía el qué. Fue la misma anciana, de nuevo en aquella cafetería, quien me mostró la clave del éxito cuando yo ya estaba a punto de tirar la toalla. De nuevo estaba leyendo la página de decesos y, como en la ocasión anterior, realizó un comentario que me activó. «¡Qué lástima! Por mucho que uno se cuide, por mucho cuidado que tenga, nunca estará del todo seguro. Siempre habrá algo que se le escape y le mande al hoyo». Ese «algo», pensé de repente, ha de ser la Variable que mide nuestra suerte, que define nuestra capacidad para esquivar la adversidad, o para caer a las primeras de cambio aunque tengamos la salud de un toro. ¿Pero cómo medir esa Variable? Ese era el quid de la cuestión. Si conseguía descubrir cómo calcular el valor de esa variable me haría de oro…y muy poderoso. Y entonces me pasó algo muy curioso. La anciana me miró, como aquel otro día, y me dijo «Hijo, solo las Moiras conocen lo que nos depara el Destino a cada uno de nosotros. Solo ellas saben cuánto duraremos en este mundo». Lo comprendí al momento. Mi fórmula no servía para una mierda. Nuestro destino, nuestra vida, nuestra muerte, dependían de una única Variable, una especie de Lotería. Y yo me lo iba a jugar el todo por el todo. Salí escopeteado de la cafetería, ni siquiera recuerdo si en esta ocasión llegué a pagar mi café. Actualicé la fórmula de la app y volví a subirla a los diferentes Stores. Simplifiqué la aplicación a una Variable sin un valor informado. Por alguna razón incompresible yo sabía que su valor concreto para cada usuario se mostraría sin necesidad de que yo me preocupase de calcularlo.
6
Durante días busqué con ansiedad indicios en los diarios digitales de todo el mundo. Un par de semanas después de mi actualización, encontré un comentario en un diario de Alemania: «Mi marido estaba muy nervioso porque una app le había avisado que moriría esta noche pasada. Estuvo horas sin dormir pero al final se durmió. Y ya no despertó». Busqué la forma de ponerme en contacto con la viuda de aquel hombre. Lo conseguí, y confirmó lo que pensaba. Aquella app era la mía.
5
Puse la maquinaria mediática a funcionar: redes sociales, comentarios en diarios digitales, llamadas a radios y televisiones. Con mi ayuda, una noticia tan morbosa como esa no tardó en hacerse viral. En pocos días, mi app comenzó a descargarse por millares. Las ofertas publicitarias me llegaban a cientos. El proyecto tuvo un éxito rotundo y adquirió dimensiones extraordinarias.
4
Sin embargo, la fama no tardó en comportarme problemas. La policía vino a verme varias veces, sospechando que yo pudiera estar detrás de alguna de las muertes que mi app había vaticinado con exactitud. Intentaron implicarme en aquellos casos, pero no tenían pruebas, por lo que se contentaron con vigilarme las 24 horas. Por otra parte, grandes compañías de seguros y bancos trataron por todos los medios de convencerme para que les vendiera la aplicación. Para ellos era de vital importancia controlar un elemento que se escapaba de su comprensión y que suponía un gran riesgo para su negocio. No poseerlo les dejaba en una situación de gran fragilidad. Poseerlo significaba el poder absoluto. Primero me ofrecieron migajas, creyendo que trataban con un pelele. Después subieron sus ofertas hasta cifras astronómicas. Al ver que no cedía, llegaron las amenazas a mi vida. Sin embargo, yo también utilizaba mi propia aplicación y sabía que aún tardaría en llegar mi momento.
3
Por desgracia, cuando la situación no podía ser mejor, de repente dio un vuelco. A alguien le dio por llegar a su trabajo con un rifle y comenzar a pegar tiros a sus compañeros. La policía lo redujo acribillándole a balazos. En su casa encontraron una nota en la que decía que le quedaba una hora antes de morir y la frustración y rabia por toda una vida perdida le llevaba a vengarse de la gente que él había considerado que le habían amargado la existencia. Los familiares de las víctimas me acusaron de haber provocado la reacción psicópata de aquel loco. Tuve que acudir a los mejores abogados para conseguir frenar aquella amenaza. Pero la campaña mediática ya había empezado. Los bancos y las aseguradoras se dieron cuenta de que era el momento perfecto para hundirme. Y a fe que lo consiguieron. Invirtieron mucho dinero en difundir el mensaje de que mi aplicación no adivinaba la fecha de la muerte del usuario, si no que la provocaba y por eso acertaba siempre. Según los medios a sueldo, yo era el culpable de las muertes que vaticinaba. Consiguieron que la aplicación fuera expulsada de todos los app stores oficiales, me quedé sin contratos publicitarios, me cayeron miles de demandas judiciales. Mi economía se hundió a la vez que se hundían mi aplicación y mi propia imagen.
2
De nuevo he tocado fondo. Esta mañana he desafiado la lluvia torrencial para regresar a la cafetería. Como esperaba, allí estaba la anciana. Me ha sonreído al verme. Le he explicado mis problemas y ella me ha escuchado mientras leía las cronológicas del diario. Cuando ha terminado de leerlas me ha hecho un gesto con la mano para que pare de hablar. Me ha dicho cuatro palabras: «Tú dominas la Variable». Al momento he sabido que tenía que hacer . Mi aplicación había caído en desgracia, pero millones de personas seguían consultándola a diario y, aunque ya no se podía descargar, muy pocos la habían borrado de sus dispositivos. El morbo es la mayor droga del ser humano. Le he pagado de nuevo el café a la anciana y ella me lo ha agradecido otra vez con un beso muy tierno. Pero antes de alejar su boca de mi mejilla me ha susurrado algo que ha helado mi sangre: «¿Recuerdas cuando te suplicaban una explicación, impotentes, con los ojos encharcados? ¿Recuerdas la sensación de poder? Haz el trabajo que siempre se te dio tan bien, despáchalos a todos y tendrás un lugar a mi lado. Nos volveremos a ver pronto».
1
Esta vez he salido de la cafetería sin prisas, con todo el tiempo del mundo para llegar a casa, conectar mi computadora y modificar la Variable con un valor definido para todos los usuarios de la aplicación, incluido yo mismo: 10 segundos.
0
La variable
«He aquí tu regalo, Pandora. Este don te dará el poder, mas cuando lo abras empezará tu final.»
10
El día que mi vida tocó fondo por primera vez no llovía. Era un día primaveral, soleado y agradable. Tal incoherencia me hizo ser consciente de que, a pesar del duro golpe que acababa de recibir, en el fondo, aquellos desgraciados me hacían un favor. Necesitaba un cambio, un estímulo que me devolviera la sensación de ser un profesional válido. «¿Por qué no desarrollas una app?», me aconsejó un amigo. Él entendía que ese ejercicio podría darme aquello que echaba tanto en falta: motivación, auto-aprendizaje y la satisfacción de crear un producto totalmente mío. Hacía mucho tiempo que había dejado de programar, desde que con mi ascenso me había acostumbrado a ser parte de una maquinaria de la que finalmente yo también fui víctima. La idea de mi amigo me pareció interesante y me puse manos a la obra. Lo primero era pensar en algo original y excitante. ¿Original? Imposible. Pero siempre podía hacer algo mejor que lo que se había implementado hasta el momento.
9
Después de mucho pensar e investigar, un día encontré la respuesta en la barra de una cafetería. Una anciana, de aspecto cándido, hizo un comentario en voz alta justo a mi lado. «Pobre diablo, toda la vida ahorrando y se muere de repente». Observé que la mujer estaba leyendo la sección necrológica. Se giró y me miró a la cara. «Hijo, lo que daría la gente por saber lo que va a durar en este mundo». ¡Eureka! ¡Al momento supe que esa sería mi gran idea! Iba a hacer una app que vaticinaría el momento de la muerte. Con esa aplicación, la gente podría prepararse para el momento fatal, saber si le sería necesario un plan de pensiones, ahorrar, tener hijos, no esperar más a hacer ese viaje que siempre deseó realizar o hacer el amor como si no hubiera un mañana…porque realmente no lo iba a haber.
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Salí de la cafetería corriendo, tras pagar mi café y el de la anciana de aspecto cándido, que se despidió de mí con una sonrisa bondadosa y un beso inocente. En mi mente comenzaba a gestar los detalles de mi nuevo trabajo: En primer lugar escogí un nombre, «Decesus», un latinajo que significa muerte y que encontré muy apropiado y con gancho. Luego pensé que debería ser una aplicación fácil de desarrollar: un formulario sobre salud, otro sobre hábitos de vida, y un último formulario que preguntara sobre la longevidad y causa de muerte de los familiares más próximos. Los resultados los añadiría en una fórmula secreta que descifraría la cifra de años que esa persona viviría. Por supuesto, no pretendía dar una fecha exacta de expiración, eso era un punto que debía recalcar en la pantalla de inicio, que quedase claro. Simplemente se trataba de una aproximación definida por todas las variables de salud, hábitos de vida y genética introducidas. La fórmula que combinaría todos esos datos la encontré buscando por internet en páginas de salud, tampoco me maté mucho, lo confieso. Y por esa razón, me salió una chapuza. Un juego al que el usuario acudía cuando se aburría del Candy Crush.
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Fue un desastre. Poco más de veinte descargas el primer mes. No hacía más de lo que ya hacían una docena más de aplicaciones que podías encontrar gratis en Google Play. A mi aplicación le faltaba algo y no sabía el qué. Fue la misma anciana, de nuevo en aquella cafetería, quien me mostró la clave del éxito cuando yo ya estaba a punto de tirar la toalla. De nuevo estaba leyendo la página de decesos y, como en la ocasión anterior, realizó un comentario que me activó. «¡Qué lástima! Por mucho que uno se cuide, por mucho cuidado que tenga, nunca estará del todo seguro. Siempre habrá algo que se le escape y le mande al hoyo». Ese «algo», pensé de repente, ha de ser la Variable que mide nuestra suerte, que define nuestra capacidad para esquivar la adversidad, o para caer a las primeras de cambio aunque tengamos la salud de un toro. ¿Pero cómo medir esa Variable? Ese era el quid de la cuestión. Si conseguía descubrir cómo calcular el valor de esa variable me haría de oro…y muy poderoso. Y entonces me pasó algo muy curioso. La anciana me miró, como aquel otro día, y me dijo «Hijo, solo las Moiras conocen lo que nos depara el Destino a cada uno de nosotros. Solo ellas saben cuánto duraremos en este mundo». Lo comprendí al momento. Mi fórmula no servía para una mierda. Nuestro destino, nuestra vida, nuestra muerte, dependían de una única Variable, una especie de Lotería. Y yo me lo iba a jugar el todo por el todo. Salí escopeteado de la cafetería, ni siquiera recuerdo si en esta ocasión llegué a pagar mi café. Actualicé la fórmula de la app y volví a subirla a los diferentes Stores. Simplifiqué la aplicación a una Variable sin un valor informado. Por alguna razón incompresible yo sabía que su valor concreto para cada usuario se mostraría sin necesidad de que yo me preocupase de calcularlo.
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Durante días busqué con ansiedad indicios en los diarios digitales de todo el mundo. Un par de semanas después de mi actualización, encontré un comentario en un diario de Alemania: «Mi marido estaba muy nervioso porque una app le había avisado que moriría esta noche pasada. Estuvo horas sin dormir pero al final se durmió. Y ya no despertó». Busqué la forma de ponerme en contacto con la viuda de aquel hombre. Lo conseguí, y confirmó lo que pensaba. Aquella app era la mía.
5
Puse la maquinaria mediática a funcionar: redes sociales, comentarios en diarios digitales, llamadas a radios y televisiones. Con mi ayuda, una noticia tan morbosa como esa no tardó en hacerse viral. En pocos días, mi app comenzó a descargarse por millares. Las ofertas publicitarias me llegaban a cientos. El proyecto tuvo un éxito rotundo y adquirió dimensiones extraordinarias.
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Sin embargo, la fama no tardó en comportarme problemas. La policía vino a verme varias veces, sospechando que yo pudiera estar detrás de alguna de las muertes que mi app había vaticinado con exactitud. Intentaron implicarme en aquellos casos, pero no tenían pruebas, por lo que se contentaron con vigilarme las 24 horas. Por otra parte, grandes compañías de seguros y bancos trataron por todos los medios de convencerme para que les vendiera la aplicación. Para ellos era de vital importancia controlar un elemento que se escapaba de su comprensión y que suponía un gran riesgo para su negocio. No poseerlo les dejaba en una situación de gran fragilidad. Poseerlo significaba el poder absoluto. Primero me ofrecieron migajas, creyendo que trataban con un pelele. Después subieron sus ofertas hasta cifras astronómicas. Al ver que no cedía, llegaron las amenazas a mi vida. Sin embargo, yo también utilizaba mi propia aplicación y sabía que aún tardaría en llegar mi momento.
3
Por desgracia, cuando la situación no podía ser mejor, de repente dio un vuelco. A alguien le dio por llegar a su trabajo con un rifle y comenzar a pegar tiros a sus compañeros. La policía lo redujo acribillándole a balazos. En su casa encontraron una nota en la que decía que le quedaba una hora antes de morir y la frustración y rabia por toda una vida perdida le llevaba a vengarse de la gente que él había considerado que le habían amargado la existencia. Los familiares de las víctimas me acusaron de haber provocado la reacción psicópata de aquel loco. Tuve que acudir a los mejores abogados para conseguir frenar aquella amenaza. Pero la campaña mediática ya había empezado. Los bancos y las aseguradoras se dieron cuenta de que era el momento perfecto para hundirme. Y a fe que lo consiguieron. Invirtieron mucho dinero en difundir el mensaje de que mi aplicación no adivinaba la fecha de la muerte del usuario, si no que la provocaba y por eso acertaba siempre. Según los medios a sueldo, yo era el culpable de las muertes que vaticinaba. Consiguieron que la aplicación fuera expulsada de todos los app stores oficiales, me quedé sin contratos publicitarios, me cayeron miles de demandas judiciales. Mi economía se hundió a la vez que se hundían mi aplicación y mi propia imagen.
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De nuevo he tocado fondo. Esta mañana he desafiado la lluvia torrencial para regresar a la cafetería. Como esperaba, allí estaba la anciana. Me ha sonreído al verme. Le he explicado mis problemas y ella me ha escuchado mientras leía las cronológicas del diario. Cuando ha terminado de leerlas me ha hecho un gesto con la mano para que pare de hablar. Me ha dicho cuatro palabras: «Tú dominas la Variable». Al momento he sabido que tenía que hacer . Mi aplicación había caído en desgracia, pero millones de personas seguían consultándola a diario y, aunque ya no se podía descargar, muy pocos la habían borrado de sus dispositivos. El morbo es la mayor droga del ser humano. Le he pagado de nuevo el café a la anciana y ella me lo ha agradecido otra vez con un beso muy tierno. Pero antes de alejar su boca de mi mejilla me ha susurrado algo que ha helado mi sangre: «¿Recuerdas cuando te suplicaban una explicación, impotentes, con los ojos encharcados? ¿Recuerdas la sensación de poder? Haz el trabajo que siempre se te dio tan bien, despáchalos a todos y tendrás un lugar a mi lado. Nos volveremos a ver pronto».
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Esta vez he salido de la cafetería sin prisas, con todo el tiempo del mundo para llegar a casa, conectar mi computadora y modificar la Variable con un valor definido para todos los usuarios de la aplicación, incluido yo mismo: 10 segundos.
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El abuelo (2008)
Metamorfosis
– ¡Qué asco, una cucaracha! ¡Toma pisotón!
– ¡Isabel, noooo!
– ¡No puede ser! ¡Ese bicho ha hablado! ¡Ha dicho mi nombre!
– ¡Soy yo, Gregorio!
– ¡Gre…Gregorio! ¿Eres tú, en serio?
– Sí, soy yo.
– ¿Cómo te has convertido en una cucaracha?
– Cuando te lo explique no te lo creerás.
– ¡Gregorio, estoy hablando con una cucaracha panza arriba, creo que podré creerme cualquier cosa que me cuentes!
– De acuerdo. Aquí va la terrible y sorprendente crónica de mi desgracia:
«Esta mañana, cuando me desperté, todavía rondaba por mi cabeza el último sueño de la noche que acababa de dejar atrás. Mantenía los ojos cerrados mientras mi mente proyectaba la imagen de una pantalla de ordenador. Concretando más, mi cerebro releía virtualmente la última frase de aquel correo electrónico que convertía mi sueño en pesadilla.
«En virtud de la potestad que la empresa me otorga, le informo de que ha sido usted DESPEDIDO«
Aún en plena angustia post-onírica, rebobiné mentalmente intentando descubrir cómo había llegado hasta ese momento. No sin considerable esfuerzo, alcancé a recordar que en el sueño me sentía bajo un fuerte estrés laboral, temeroso de perder el reconocimiento conseguido durante años de trabajo duro, con tareas cada vez más exigentes, más complicadas y menos agradecidas. En ese contexto hostil, de repente me entraba una llamada telefónica. Un compañero «me exigía» un favor. Los favores no se exigen, me habría gustado decirle, pero incluso en mi propio sueño me callaba por miedo a perder mi reputación tan duramente labrada. Sin embargo, esta vez al colgar, me daba cuenta de que algo había sucedido, que por mucho que quisiera sabía que jamás iba a hacer lo que se me había pedido. Ni eso ni nada más. Aunque lo desease, tanto mi cuerpo como mi cerebro se resistirían a obedecer. No recuerdo mucho más del sueño, seguramente haya dado un salto temporal, los sueños son así de caprichosos y anárquicos. Puede ser que pasasen semanas, meses o años,durante todo ese tiempo intentaba mostrar interés, disimular que seguía siendo el mismo profesional responsable. Hasta que al final, una mañana, recibía el correo electrónico de la directora de Recursos Inhumanos, y leía esa frase que lapidaba muchos años de ilusión y muchos más de frustración.
Abrí los ojos y ya no veía el mundo igual que ayer. Me sentía más pequeño, más ínfimo. Sin ningún valor para la sociedad. No me extrañó comprobar que mi cuerpo humano se había convertido en una vulgar cucaracha asquerosa, con una vida sin sentido.«
– Joder. Gregorio. Está claro lo que te ha pasado.
– ¿A qué te refieres?
– Sufres el síndrome Burnout.
– ¿Y eso qué es?
– En palabras vulgares, que has acabado tan hasta las pelotas de tu trabajo que ya te la suda todo. Vamos, que estás quemadísimo.
– Pues me temo que tienes razón.
– Tú mismo te haces la película de que te has convertido en una cucaracha.
– Cierto.
– Pero no lo eres.
– ¿Eh?
– En realidad, te sientes como una cucaracha y mientras no consigas cambiarlo, los demás te veremos igual que tú te ves a ti mismo.
– ¿Y qué puedo hacer?
– Reaccionar.
– Lo veo muy difícil.
– No creo que más que cambiar tu situación actual.
– ¿Qué quieres decir?
– Mírate, eres una cucaracha panza arriba. Si no te das la vuelta tendrás una muerte agónica. Tienes que girarte para poder seguir hacia delante.
– Ya lo he intentado y soy incapaz de hacerlo.
– ¿Por qué no pides ayuda?
– Ya lo he hecho. Pero todos los que han pasado por aquí, incluso varios conocidos, han huido de mi como si yo fuera un bicho asqueroso.
– A mi también me das grima, pero eres mi amigo. ¡Vamos allá!
– ¡Por fin!
– Y ahora, volver a transformarte depende de ti. No temas pedir ayuda. Los amigos de verdad te apoyaremos para que puedas transformarte las veces que haga falta.
– ¡Gracias! El esfuerzo de darme la vuelta me ha abierto el apetito. Voy a ver si puedo comer algo en ese bar de la esquina.
– ¡Cuidado! – gritó Isabel, demasiado tarde.
«¡Qué asco, una cucaracha! ¡Toma pisotón!». Gregorio no tuvo tiempo esta vez de reaccionar. Cuando el zapato se alzó de nuevo, Isabel contempló aterrorizada el espachurrado cuerpo de su viejo amigo contra la acera. Ya no cumplía el único requisito indispensable para la metamorfosis : estar vivo.
La Momia
La furgoneta avanzaba a toda velocidad, con los focos apagados, oculta en la oscuridad de la noche sin luna, atravesando un campo de baches etiquetado en los mapas con la categoría de carretera comarcal. Se trataba de la peor elección posible para realizar un trayecto entre el punto A y el punto B, y por esa razón había sido el camino y el momento escogido para la misión secreta. Nadie esperaría que aquella delicada y siniestra carga fuera transportada en secreto, con nocturnidad, por una carretera solo digna para conejos y zorros.
¿Nadie?
El conductor de aquella furgoneta sin luces, detectó demasiado tarde el remolque atravesado en medio de la carretera, justo a la salida de una curva de poca visibilidad. Ni siquiera tuvo tiempo de frenar antes del golpe. Los dos seres vivos de la cabina murieron en el acto. El cadáver transportado no sufrió daños vitales, más bien todo lo contrario.
Un par de horas más tarde, el presidente de la nación recibe una llamada. Aunque lleva toda la noche esperándola, se ve sorprendido por la información que le da su secretario y que le hiela la sangre. Esperaba poder descansar unos días después de colgar el teléfono, relajarse de la tensión de los últimos meses. Sin embargo, para su desasosiego, el hecho imprevisto, acaecido de madrugada en algún lugar entre el Escorial y Avila, cae como una bomba sobre su ánimo.
– Presidente, ¿sigue ahí?
– Sí, sí. ¿Se sabe quién puede haber saboteado la misión?
– Ahora mismo hay muchos sospechosos. Desde la extrema derecha a la extrema izquierda.
– Debe haber sido un chivatazo, pero ¿quién?
– Solo lo sabíamos nosotros dos y los dos agentes del CNI que han sido asesinados.
– ¿Asesinados?
– Sí, señor. A parte de las contusiones mortales del choque, ambos cadáveres tenían un impacto de bala en la frente. Sus verdugos se querían asegurar.
– ¿Se llevaron el ataúd o solo el cadáver?
– El cadáver. El féretro estaba completamente destrozado. Tampoco creo que estuviese en demasiado buen estado cuando lo sacaron de la tumba.
– Necesitamos recuperar el cuerpo antes de que se hagan eco los medios.
– Pero señor Presidente, ni siquiera sabemos quién lo ha robado. ¿Cómo vamos a saber la razón por la que lo han hecho?
– Me temo que pronto lo descubriremos. Ponga a todos sus agentes a buscar el cuerpo sin decir en ningún momento de quién se trata.
– ¿Y qué les digo?
– Dígales que buscan un objeto de culto que si cae en malas manos puede provocar una guerra civil.
No muy lejos de la residencia del presidente de la nación, en los sótanos de un museo de la capital, un centenar de personas se preparan en ese mismo momento para realizar un macabro rito ancestral. Los presentes se envuelven en capas que ocultan trajes caros, uniformes militares o sotanas clericales. No esconden sus rostros bajo capuchas, todos se conocen desde hace medio siglo o más, son los que siempre han cortado el bacalao. Sin embargo, ahora el sistema está en peligro. Sabían que esto podría suceder aunque no pensaban que tan pronto. Necesitan que su líder regrese y les guíe de nuevo por la senda correcta. Entre todos ellos, una figura se alza alta y majestuosa. Todos le conocen como el Elegido, el sucesor ungido por el Líder, que ha resultado no estar a la altura de las expectativas, a pesar de que ninguno de los presentes lo afirmará en voz alta. Este grupo de fieles se caracteriza por la mentira, el secretismo y la traición. El Elegido aguarda en silencio a que el resto de congregados abandonen los corrillos que se han formado alrededor de un altar, en medio de la estancia, en el que yace un cadáver en estado de descomposición.
El hombre hace un gesto con la mano derecha para pedir silencio, sin embargo, un famoso intelectual de origen sudamericano no se entera. El Elegido espera un poco más hasta que al final se le agota la paciencia y grita.
– ¿Por qué no te callas????
Ahora sí se hace el silencio. El Elegido se acerca hasta el altar y se arrodilla junto el cadáver.
– ¡Oh, gran Líder! ¡Tus fieles te ruegan humildemente que te levantes y nos guíes en estos tiempos convulsos!
El cadáver no pierde su sonrisa, obligado por el rigor mortis. No hay piel, los músculos podridos atraen la atención de las moscas que vuelan en una danza macabra por encima de los restos sin vida.
– ¡Tapadlo con algo antes de que se lo coman las moscas!
Alguien obedece y tapa el cadáver con una bandera rojigualda adornada con un escudo preconstitucional.
– ¿Alguien sabe cómo sigue el ritual? – pregunta el heredero incapacitado, cada vez más impaciente.
– Pruebe su Excelencia de invocar al Líder con las palabras «Una, grande y libre». Es mano de santo – le aconseja un tipo con bigote invisible.
– ¡Una, grande y libre!
El cadáver se mantiene imperturbable.
– Parece que no ha funcionado – confirma un asistente de uniforme y con galones de capitán general, ni más ni menos.
– Tengo una idea – dice de repente un asistente de los de traje y corbata, con gafas y ojos de avispado. Sin duda es uno de los que corta mucho bacalao.
Se acerca al Elegido y le pone algo en las manos.
– Lea esto su Excelencia, usted que conoce el idioma.
– ¿Pero qué es?
– Algo infalible. Lo he traído como último recurso.
El Heredero comienza a leer en un idioma que pone la piel de gallina a muchos de los presentes. Algunos optan por taparse los oídos directamente.
– «Arribats en aquest moment històric, i com a president de la Generalitat, assumeixo, en presentar-los els resultats del referèndum davant del Parlament i dels nostres conciutadans, el mandat que Catalunya esdevingui un estat independent en forma de república…«
De repente, un grito de ultratumba envuelve toda la estancia. Es una voz aguda, se podría considerar hasta cómica sino fuera porque surge desde la garganta seca de una momia que no es una momia cualquiera. Es LA MOMIA.
– ¡Hijo de putaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
El cadáver se levanta de un salto y la bandera que lo cubría cae a un lado. El grito desgarrador enmudece y un silencio terrorífico invade la estancia. El ser resucitado posa sus cuencas vacías sobre cada uno de los atónitos presentes.
– ¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué me molestáis?
– Oh, Excelencia. ¡Necesitamos de ti para que corrijas el rumbo de la patria! – contesta el Elegido.
– ¡Coño! ¿Y para qué os dejé a vosotros?
– Señor, nos vigilan desde Europa, tenemos las manos atadas – añade un temeroso teniente coronel.
– ¿Y acudís a mi para que os salve el culo y os haga el trabajo sucio?
El Elegido opta por callar, avergonzado.
– Sois una panda de nenazas. ¡Vamos, decidme qué ocurre!
– Excelencia, los separatistas y los rojos quieren romper el país – afirma el del bigote invisible.
– ¿Otra vez? ¡Panda de cabrones! ¿Y por qué no los fusiláis a todos?
– Porque Europa…
– Os vigila, sí. Ya lo has dicho antes. ¡Me importa una mierda lo que piensen los demás! ¡Os voy a decir lo que vamos a hacer!
– ¡Sí, por favor! Usted ordene y nosotros obedecemos.
– En primer lugar, vais a detener a todos los cabecillas rebeldes.
– Eso lo hemos hecho ya, excelencia – afirma el Elegido.
– Muy bien. Después vais a obligar a los jueces a que sean lo más duros posibles aplicando las leyes sobre estos traidores. ¡Que se ceben!
– También lo hemos hecho.
– Vale. Luego, utilizaréis los medios de comunicación para aplaudir las acciones de estos jueces.
– Hecho.
– Bien, bien. Vamos por el buen camino. Entonces ¿Cuál es el problema con Europa?
– ¡El problema es que este inútil dejó escapar a los cabecillas separatistas!
«Este es clavado a José Antonio», piensa la Momia al observar al joven con cara de fino señorito que apunta con el dedo a un viejo con barba y cara de tontito.
– ¡No es verdad! – se defiende el de la barba, que al Líder le recuerda a un viejo amigo suyo gallego – ¡Excelencia, nadie podía pensar que iban a fugarse y que un juez alemán les daría luego la razón!
– ¿Y los jueces belgas? ¿Y los suizos? ¿Y los escoceses? ¡Media Europa protege a los separatistas y a otros indeseables! -insiste la versión 2.0 de Primo de Rivera.
– ¡Callad! Tengo la solución. – dice la Momia – Vamos a enviar a Bélgica un montón de criminales que van a pedir asilo político argumentando que son inocentes y que se les persigue por sus ideas. Cuando los belgas se den cuenta de que se les llena el país de indeseables ya no diferenciarán entre políticos y criminales.
-¡Sólo verán prófugos! ¡Qué gran idea, Excelencia! – el finolis sacude la cabeza con satisfacción. Parece en éxtasis.
– ¡La misma que os dejé apuntada para rebajar las pretensiones de las regiones históricas, catetos!
– ¡Por supuesto! Se trata de banalizar aquello que no nos interesa que destaque. Es una estrategia muy uti….
– ¿Quién eres tú?
– ¡Excelencia, me presento! Soy el famoso y aclamado escritor Mario …
– ¡Un escritor «sudaca» que va de listillo! ¡Fuera de mi vista, desgraciado!
Entre varios presentes – que ya le tenían ganas – se llevan a trompicones al famoso y aclamado escritor, mientras el Líder explica su plan de Reconquista a sus fieles seguidores. Pero pronto la paz se rompe. Los fieles que habían ido a «sacar la basura» entran corriendo en la sala.
– ¡Excelencia, nos han descubierto! – dice uno de los de uniforme verde caqui bajo la capa – ¡Debemos salir de aquí y ponerle a salvo!
– ¡Yo sé dónde llevar al Líder! – dice el señorito finolis.
– ¡De acuerdo, encárgate tú, Albert! – ordena el Elegido, que ha recuperado la voz de mando tras digerir la humillación pública a la que le ha expuesto el Líder.
– ¿Albert? – pregunta el Líder, mientras entre cuatro fieles lo llevan en volandas hasta la furgoneta que lo ha traído escondido hasta aquí.
El finolis se pone al volante y sale a toda leche destrozando la puerta del garaje. Está sudando copiosamente, no tiene ni idea de qué hacer con el Líder. Como siempre, ha hablado para dárselas de importante sin tener ni idea. Su compartimento está separado por una puerta del compartimento de carga. Desde allí le llegan golpes y gritos. ¿Qué le sucederá al líder? Ahora no puede parar, debe irse lejos de allí, evitar los controles del CNI. Si atrapan al líder todo se irá al garete… La puerta del compartimento de carga salta por los aires. Aparece la figura macabra del Líder que coge por el cuello al finolis, que intenta evitar que el volante se le escape.
– ¿Albert? ¿Eres catalufo?
– ¡Eh, sí! ¡Pero muy español! ¡Porque no hay catalanes ni madrileños, solo espa..
– ¡Calla soplagaitas! ¡Deja de decir tonterías!
El Líder comienza a golpear la cabeza del finolis, que al final pierde el control de la furgoneta justo a la altura de una curva peligrosa. El vehículo se sale de la carretera, da cuatro vueltas de campana y acaba panza arriba. El finolis llevaba el cinturón de seguridad, nunca hace nada sin sentirse protegido, por si acaso, eso le ha salvado aunque esté inconsciente. Sin embargo, el Líder ha salido despedido por el parabrisas, cayendo en la cuneta de la carretera. Una cuneta con memoria histórica.
– ¡Maldito catalufo! Voy a darte palos hasta que se me deshaga la mano…¿Por qué no puedo levantarme? ¿Quién me agarra?
Varias manos, surgidas de la tierra como gusanos, atrapan el cuerpo de la Momia. «Ven con nosotros. Vamos a pasarlo muy bien», le susurran las voces de los olvidados, espíritus que duermen en las cunetas de las carreteras españolas desde hace ochenta años. Cada vez más manos agarran su cadáver y lo atraen hacia ellos. Lo que hace un momento era tierra seca, ahora parecen arenas movedizas que lo engullen por completo.
Cuando el señorito finolis catalufo despierta, busca desesperado el cuerpo de su Líder. No lo encontrará, ni él ni nadie. Tampoco ningún ser vivo sabrá el sufrimiento que tendrá que padecer el Líder antes de volver a su descanso enterno en el Infierno.
El ente sombra
Las dos de la tarde de un tórrido día de verano. Ni un ser vivo en la calle. Hasta ahora. Junto a la persiana cerrada de una librería aparece una sombra desubicada, fuera de lugar. Ocupa un espacio pequeño, de unos cinco centímetros de diámetro. No, no tan pequeño, serán quizás unos diez centímetros…¡Rectifico! De manera lenta pero constante, la oscuridad se estira y estira como si despertara de un largo sueño o se relajara tras completar un largo viaje. Si algún insensato se atreviera a pasar en este momento junto a la tienda de libros y se percatara de su presencia, podría tomarla por una extensa mancha de aceite de motor en plena acera, un ejemplo más del incivismo urbano. El sentido común le impedirá descubrir la siniestra realidad: esta mancha es una forma bidimensional, oscura e inteligente, que repta como una serpiente hacia el extremo de la acera mientras su superficie se expande en todas las direcciones. Cuando alcanza el bordillo, la sombra mide cerca de dos metros de uno a otro extremo.
La forma baja de la acera y se desliza entre las rejillas de una cloaca, fundiéndose con las tinieblas de su interior. Ahora se siente más protegida, oculta a la vista de posibles enemigos. Sin embargo. aún sigue confusa. ¿Dónde está su ejército de entes sombra? Sin él no podrá colonizar este planeta rico en recursos. Esta sombra es la mente que coordina millones de seres oscuros, cada uno de ellos capaz de dominar los sentimientos de mentes más frágiles, más sencillas, como las de ese planeta azul que les enseñó aquel niño ermitaño. ¡El niño! ¡Le engañó! Seguro que su ejército lo ha castigado como se merece. Pero eso no soluciona nada. Tiene un problema. Necesita encontrar una puerta como la que le ha traído hasta aquí, aprender cómo funciona, y entonces podrá recuperar a su ejército invencible. La sombra volverá a estar completa. Pero primero ha de alimentarse, está débil, apenas puede reptar. En este agujero no hay nada que le pueda alimentar. Sin embargo, a través de las canalizaciones detecta la presencia de un ser vivo.
La rata limpia su rostro en el sucio río subterráneo. De pronto el roedor se detiene, se estira en el suelo y comienza a llorar. Si alguien piensa que los roedores no lloran es que jamás se ha parado a pensar que son mamíferos como los seres humanos, tienen su pequeño cerebro, inteligente y sensible ¿Por qué no iban a poder llorar pequeñas lágrimas de tristeza o de miedo? Lágrimas que caen justo encima de la sombra del roedor. El pobre animal, cuando ya no le quedan más lágrimas, se lanza al gran reguero de aguas pestilentes sin hacer ningún esfuerzo por mantenerse a flote. Muere ahogada por su tristeza. La impostora sombra, por el contrario, permanece allí donde la rata descansaba, asimilando la energía que le revitaliza. Necesitará absorber la vida de muchos más animales de este tamaño antes de salir al exterior y enfrentarse con garantías de éxito a un mundo desconocido.
Días más tarde nos encontramos en un puente que atraviesa un caudaloso río que cruza la ciudad. Aquí, un mendigo se prueba el abrigo marrón claro que le ha regalado una viuda generosa. Está feliz porque este abrigo le ayudará a protegerse del duro invierno que está a punto de llegar. Solo hay un problema, que la prenda no le pega con el sombrero de fieltro y los zapatos rojos que le regalaron la semana anterior. En un principio piensa que tampoco pasa nada porque no combinen, que mientras él esté caliente poco importan las apariencias. Sin embargo, el abrigo le trae a la memoria los tiempos en que las apariencias lo eran todo para él, más importantes incluso que la familia o las amistades. Hasta que lo perdió todo. «¡Seré tonto! Con las lágrimas voy a manchar el abrigo», piensa. Se lo quita y está a punto de tirarlo al río. Se detiene porque otro pensamiento ocupa su cabeza: «No es el abrigo lo que merece acabar en esas aguas oscuras». Se quita el sombrero y los zapatos rojos, por si alguien puede aprovecharlos, los lanza con desidia a unos metros de distancia y se prepara para saltar al río. En ese momento, una de las dos sombras del hombre se libera de su figura para pegarse a los zapatos. El hombre parpadea como si despertara de un sueño. Mira el abrigo, luego los zapatos y sale huyendo a toda prisa del puente. Le ha salvado la vida la curiosidad del ente sombra, al que de repente se le ha ocurrido una idea.
A partir de este momento, el ente sombra oculta su oscuridad bidimensional bajo un sombrero de fieltro, un abrigo marrón con las solapas levantadas y los zapatos rojos que desvían la observación de los curiosos hacia el suelo. Siempre pegado a las paredes, deslizándose sobre ellas, buscará sin descanso la puerta que de acceso al planeta azul a su ejército oscuro.
El evangelio perdido
– ¿Nos estás diciendo que has encontrado otro evangelio apócrifo?
– Otro no, hermano supremo. Se trata sin duda del Evangelio Apócrifo más importante de la Historia.
Tanto el hermano supremo como los capataces del tribunal de la «Santa Garduña» guardaron silencio durante lo que pareció una eternidad. La información que estaba a punto de revelar el «capataz» Eduardo podía ser de vital importancia para sus intereses. O quizás solo fuera la enésima bravuconada de un pseudo-periodista a sueldo.
– A ver hermano, hay miles de evangelios perdidos, de versiones sobre la vida y las enseñanzas del Mesías. La mayoría de estos evangelios desaparecieron en los primeros siglos del Cristianismo.
– Este lo encontraron mis mejores investigadores en unas dependencias romanas.
– ¿Romanas? ¿De Judea o tal vez Egipto?
– ¡Romanas de Sevilla, hermano supremo!
– ¿Qué quieres decir?
– Estaba oculto entre otros pergaminos olvidados en los archivos de la ciudad. Alguien lo había dejado allí sin saber quién lo había escrito y lo que aquel texto significaba.
– ¿Y de quién es? ¿De algún Apóstol?
– No, de Séneca.
– ¡Imposible! ¡Eso es absurdo! – Interrumpió Pedro, otro de los capataces de aquella red de personajes misteriosos y peligrosos. Sus desavenencias con el hermano Eduardo eran conocidas por el resto de capataces y el hermano supremo.
– En absoluto – apuntó Eduardo – ya habían rumores de que Séneca conocía personalmente a Saulo de Tarso, San Pablo. Pero no había pruebas. Ahora sí las hay.
Eduardo repartió unos documentos entre los miembros del tribunal.
– ¿Qué es esto? ¿El supuesto Evangelio? – el tono de despreció en las palabras de Pedro no pasó desapercibido.
– ¿Se acuerda el hermano supremo de las famosas «Cartas a Lucilio»? – Eduardo hizo oídos sordos a la burla de su enemigo.
– Las ciento veinticuatro epístolas de Séneca a su misterioso amigo – indicó el hermano supremo.
– No se han encontrado pruebas de que Lucilio existiera, pero lo que sí se ha podido probar es la existencia de otra nueva carta, la ciento veinticinco.
– ¿Es esta? – preguntó el hermano supremo.
– Sí. Y no es una carta cualquiera. Lo que esconde este texto es de una magnitud sísmica.
– «Seneca suo Lucilio salutem…» ¿Y por qué no lo han traducido tus investigadores? – protestó Pedro.
– Lo hicieron, aquí tengo la traducción. El texto dice lo siguiente:
«Séneca saluda a su Lucilio. He dejado para el final la más importante de mis epístolas, y la más peligrosa. Guarda en el rincón más escondido de tu memoria mis palabras y a continuación quema este papiro antes de que llegue a manos de alguno de mis muchos enemigos.
Sabes bien que siempre me he caracterizado por ser una persona de convicciones firmes, recto y honesto conmigo mismo. No me ha sido fácil, incluso he de confesar que con frecuencia me he dejado llevar por la avaricia y el deseo. No soy de piedra aunque a veces lo parezca. Pero cada vez que he tropezado en el camino de la vida, me he vuelto a levantar con más fuerza gracias a mi fe cristiana.
Sí, Lucilio, soy cristiano. Todo comenzó hace unos años cuando encontré a Saulo, un personaje muy importante de la comunidad cristiana y con el que pude hablar en su visita a Roma. Él no conoció al Mesías directamente, pero me explicó cómo era en realidad, muy diferente de la imagen desvirtuada que ha llegado hasta nosotros. Lo más importante de todo, Lucilio, es que Jesús no era judío, sino que era uno de los nuestros, un militar romano. Su origen era hispano, igual que el mío. Saulo me lo contó con las siguientes palabras:
Odiaban su uniforme. Odiaban su hombría, su pecho descubierto. Jesús el hebreo en realidad era Manuel el legionario, varón de largas patillas, mentón prominente y músculos endurecidos en mil batallas. Se granjeó poderosos enemigos, envidiosos de su bravura y desapego al miedo. Por desgracia, Manuel también tenía un gran virtud y a su vez defecto: era un hombre de principios, atado de pies y manos a un código particular de conducta que le obligaba a honrar a nuestro Dios y a la Patria por encima de su persona. Esa fue su perdición.
Su padre, un carpintero de la lejana Hispania, un tal Pepe, siempre había ido allá donde Roma necesitaba de su servicio. Estaba trabajando en la construcción de la Vía Agrippa, junto al asentamiento de Arbiun, cuando su mujer dio a luz el primer hijo de la pareja. Manuel nació en medio del frío y la lluvia con la que el Cantábrico avisaba a los romanos de que no eran bienvenidos en aquella tierra. Los várdulos, autóctonos de aquella región maldita, jamás les dieron tregua. La familia de Manuel abandonó Arbiun poco antes de que aquellos bárbaros atacaran el emplazamiento y acabaran con todos los niños romanos. Volvieron a Tarraco y desde allí decidieron cruzar el Mare Nostrum en busca de fortuna. Llegaron a Judea cuando Manuel tenía doce años. Desde pequeño, él siempre estuvo obsesionado en proteger a sus vecinos, seguramente sensibilizado por la hostilidad que había sufrido en el norte de Hispania. Por esa razón, en cuanto tuvo edad, se alistó a la legión. Pronto sus compañeros descubrieron que era un hombre especial, destacando como un ejemplo de valentía y de honor. No tardó en convertirse en centurión. Era un líder, sin duda.
Su fama se extendió por toda Jerusalén, pero también el odio hacia él como símbolo del poder de Roma. Un día, su centuria fue reclamada por la guardia de Herodes, para ayudar a sofocar una pequeña insurrección, que acabó siendo una emboscada en la que miles de rebeldes se lanzaron sobre los valientes romanos, ante la permisividad de la guardia local. Manuel podía haber huido, pero sus principios le impedían abandonar a uno solo de sus soldados. Defendió con honor, hasta el final, a sus hombres y a su patria. Rehén de los insurrectos, estos pretendían chantajear al delegado del Emperador en Judea para que los romanos abandonasen aquella región. Sin embargo, Manuel aprovechó un pequeño despiste de sus guardianes para darse muerte con un puñal que había conseguido arrebatar a uno de ellos. Al día siguiente, su cuerpo apareció colgado en una cruz a las afueras de Jerusalén.
Tres días después de su muerte, su espíritu se apareció a aquellos de sus hombres que habían sobrevivido a la emboscada. Les hizo jurar que nunca olvidarían la ofensa de los rebeldes de Judea y que los perseguirían hasta que no quedase uno con vida, sin cuartel. Desde entonces, los legionarios son el azote de todos los rebeldes del mundo. Por Dios y por la Patria. Y por Manuel, el legionario.
Estas fueron las palabras de Saulo de Tarso, y ahora las mías, mi evangelio. Nuestro Mesías no era un hombre de paz, Lucilio. Jesús, es decir, Manuel, era un hombre de justicia. Ojo por ojo y diente por diente. La historia desvirtuó su mensaje porque a ciertos poderes no les interesaba, era más fácil controlar a sus fieles si estos creían en una doctrina de paz. El problema, querido amigo, es que no puedo proclamar esta verdad sin poner en peligro mi vida. Esa es mi desgracia y el secreto que debes guardarme. Esta será mi última carta, la que jamás deberá ver la luz. Vale (adiós).»
– ¡Joder Eduardo, esto es la bomba! ¡Dios era legionario, ni más ni menos! – el hermano supremo no ocultó su sorpresa y entusiasmo.
– ¡Y un patriota español! – apuntó, emocionado, uno de los capataces.
– ¡Y no era un rojo de mierda! – dijo otro capataz del ámbito militar.
– ¿Cómo iba a ser Dios comunista? ¡Era evidente que no podía ser así! – afirmó un eufórico Eduardo.
– ¡Tienes que publicarlo en tu periódico! – le exhortó el hermano supremo.
– Tengo una duda – interrumpió Pedro, que no parecía compartir la alegría de sus compañeros – ¿Quienes son tus investigadores? ¿No serán los mismos que la cagaron la última vez? ¡Se rieron de nosotros en toda Europa!
– ¡Me ofendes, Pedro! – contestó Eduardo, indignado – ¡Esos hombres son unos patriotas y aquello fue un accidente que no volverá a ocurrir!
– Pero el papiro es auténtico ¿Verdad? – preguntó un tanto preocupado el hermano mayor.
– Auténtico, auténtico…
– ¡Da igual! Mañana lo publicarás y nuestra maquinaria mediática lo difundirá. Si al final se descubre que no es del todo cierto ya lo taparemos como hacemos siempre.
– ¡Pero José Mari, luego los que quedamos como gilipollas somos nosotros. Tú nunca das la cara!
Pedro no se mordió la lengua. El rostro del hermano supremo reflejaba su enojo tras mencionar aquel vasallo su nombre de pila.
– Capataz Pedro, mi función es la de organizar las acciones a ejecutar por todos los miembros de esta santa hermandad : nobles, jueces, empresarios, políticos, militares, policías, eruditos, periodistas, matones o putas. Todos deben seguir mis órdenes y respetar mi jerarquía. No perdonaré el más leve asomo de rebeldía. ¡Ahora marcha y prepara la maquinaria mediática para expandir el mensaje del evangelio de Séneca por toda España!
El hermano supremo se levantó de la mesa y, a continuación, el resto de capataces que le secundaban se dispersaron a la búsqueda de nuevas conjuras con las que evitar que el poder de España se les fuera de las manos.