De camino al Museo de Arte Contemporáneo, ignorantes de la monstruosidad que allí nos esperaba, mi compañero Arturo y yo cantábamos a dúo viejas canciones de los Sex Pistols que sonaban en el radiocasete de nuestra furgo destartalada. Los coches y furgonetas de nuestro departamento debían pasar desapercibidos, por supuesto tampoco llevábamos ningún distintivo.
– Tío, no sabes lo que he soñado hoy – interrumpió Arturo.
– “When there’s no future how can there be sin” – seguía yo cantando.
– Baja el volumen que te lo tengo que contar.
Como viera que yo no le hiciera ni caso, él mismo lo bajó a saco y a continuación resonó en la furgo un “Me cago en tus muertos”.
– Calla, joder, que lo que te voy a contar es muy «jevi». ¿Te acuerdas del programa del otro día de la tele sobre los cerdos?
– ¡Pues claro!
– Pues tío, me debió dejar muy tocado porque esta noche he soñado mi propia versión del programa.
– ¿Y a mí que me …
– En el sueño yo era el presentador del programa, “El Tocahuevos” ese, y para hacer un programa sobre cómo es el gobierno de un país bananero me metía ¿sabes dónde? ¡No te lo vas a creer!
– ¡Dilo ya, coño!
– ¡En un consejo de ministros! Entraba yo de extranjis, con nocturnidad y alevosía, en la sala donde se junta el Gobierno. Pero lo curioso es que no se trataba de una sala de reuniones exactamente.
– ¿Y qué era?
– ¡Una pocilga, tío! ¡Una habitación llena de cerdos!
– ¡Qué fuerte!
– Y lo mejor de todo es que era capaz de reconocer a la mayoría de ellos.
– ¿A los cerdos?
– ¡No, hombre! ¡A los ministros! Había uno con una gran papada que todo el rato intentaba morderme. Luego, otro estaba medio muerto, como los del programa del “Tocahuevos”, y dos puercas se peleaban a mordiscos por comerse a ese moribundo, era un espectáculo asqueroso. ¡Le arrancaban las pelotas a bocados!
– ¿Dos puercas? A esas las reconozco yo también.
– ¡Sí, sí! ¿A qué suena a profecía?
– Sí, apocalíptica.
– Luego, otro iba enrollado en una bandera.
– ¿De qué país?
– ¿Y qué más da? Ahora no lo recuerdo pero da lo mismo.
– ¿Y ese que hacía?
– Ese no paraba de gritar como si lo mataran. Debía ser porque llevaba los cojones en carne viva, de tan gordos como los tenía. Eran balones de fútbol.
– Otra alegoría. Dime de qué presumes y te diré dónde te duele.
– El caso es que el gorrino de la papada dejó de intentar morderme, se fue a buscar a otros que iban vestidos de negro y entre todos me echaron a mordiscos de la sala.
– ¿Has dicho vestidos de negro?
– Sí, tío, como los árbitros antiguos.
– ¡Qué misterio!
– Pues tuve que salir por patas de aquella orgía gorrina. Cuando ya estaba fuera, en el mismo sueño, me encontraba con un tipo que me preguntaba qué hacía allí. Le dije que un sueño me había transportado hasta ese lugar, menuda paranoia. Aproveché para preguntarle yo a él como era posible que aquellos seres estuvieran capacitados para gobernarnos. ¿A que no sabes qué me contestó?
– No, pero me lo dirás.
– Tío, me dijo que pasaban revisiones periódicas cada cuatro años y que siempre con notas excelentes. Que los consumidores los escogían siempre como los mejores especímenes de su clase.
-¡Ja, ja, ja! ¡Real como la vida misma!
– Podría escribir un libro con este sueño.
– ¡Claro! ¡Venga, ya hemos llegado!
Aparcamos delante del Museo. La entrada estaba desierta pues aún faltaban un par de horas hasta que abrieran las puertas. Nos presentamos delante del vigilante nocturno con nuestras acreditaciones.
– ¿Los de «fenómenos extraños»?
– Los mismos.
– Esta vez os lo vais a tener que currar. Acompañadme.
El vigilante nos llevó a través de las diferentes salas de exposición hasta una en la que había un gran lienzo pintado al óleo, todo blanco y con una palabra en medio, abarcando todo el ancho de la pintura, en un tono más grisáceo: DEMOCRACIA.
– ¿Qué le pasa a este cuadro?
– Resulta que el otro día, un niño le pegó un chicle al lienzo.
– ¿Y dónde está el chicle? Parece que esté limpio.
– El cuadro lo absorbió y no quedó ni rastro de él.
– ¿Y han vuelto a probar a ensuciarlo?
– Le hemos escupido, orinado, lanzado excrementos humanos e intentado destruir.
– Y supongo que nos dirá que no le pasó nada.
– Nada de nada. La pintura se mantiene impoluta a pesar de hacerle todas las perrerías imaginables.
– Déjenos solos por favor.
– A ver si podéis descubrir el misterio antes de que abramos el museo, hoy visita el jefe de estado la exposición. Los mandamases no quieren sorpresas desagradables.
No le contestamos. Nosotros ya solo pensábamos en «el maldito cuadro maldito». Era de un blanco inmaculado, salvo la palabra que lo atravesaba de izquierda a derecha, de un blanco tirando a gris. Arturo se acercó, sacó un bolígrafo de su americana y comenzó a deslizarlo sobre el lienzo.
– ¿Qué haces? – le pregunté.
– Intento dibujar uno de los cerdos que soñé ayer.
– Pues te has quedado sin tinta.
– El bolígrafo está perfecto.
Arturo se pasó la punta del bolígrafo por la palma de su mano y comprobamos que pintaba, no se había quedado sin tinta. Me acerqué al cuadro, la superficie era rugosa por la pintura. Saqué la navaja que siempre llevo encima e intenté rajar la tela.
– ¿Te has vuelto loco? – gritó Arturo, asustado.
– Mira.
Tal como yo rajaba el lienzo, este se iba uniendo de nuevo, como una cremallera cerrándose.
– Como intentar cortar el mar – dije.
– Ayúdame a mirar detrás del cuadro.
El reverso del cuadro era como el de cualquier otro. Vete a saber qué pensaba encontrar Arturo allí detrás, pero el esfuerzo no sirvió de nada. Miento, sí sirvió de algo pues su idea trajo a mi memoria otra posibilidad, tan inverosímil como el suceso que nos ocupaba.
– Tenemos que encontrar al artista – exhorté a mi compañero.
Aunque él no sabía lo que rondaba por mi cabeza, me dejó hacer. El vigilante nos puso en contacto telefónico con el jefe de la exposición, que irritado porque le habíamos despertado, nos dijo dónde podríamos encontrar al autor de la obra, un tal Jaime Serra. Dio la casualidad de que habitaba un chalet no muy lejos de donde nos encontrábamos.
– ¿Hace mucho que no lo ve? – le pregunté.
– Pues hace una semana, cuando fuimos a buscar el cuadro a su taller.
– ¿Y no debería haber pasado por aquí a ver su obra expuesta?
– Pues, ahora que lo dice, sí que es extraño que no haya venido a verla.
Colgué sin tan siquiera despedirme. Arturo comenzó a imaginar la monstruosa idea que me rondaba. Eran muchos años juntos en el departamento de Fenómenos Paranormales.
Cogimos la furgoneta y en un cuarto de hora a toda leche nos plantamos delante de la casa del artista. Estaba a oscuras. Llamamos a la puerta y nadie nos abrió. En ese momento, el jefe de la exposición nos llamó para decirnos que había sido imposible contactar con Jaime Serra. Arturo decidió utilizar su habilidad para abrir puertas ajenas. Entramos en la casa solo con la luz de la linterna, para evitar llamar la atención de los vecinos. Olía a mierda. Encontramos a Jaime en la bañera, que no estaba llena de agua sino de sangre, excrementos y orina. Su cara estaba rajada por algún arma blanca inexistente, su pecho había sido acribillado por balas invisibles, le habían mutilado los brazos y la boca, las cuencas de sus ojos estaban vacías. En su frente había un chicle pegado. Sobre su vientre alguien había dibujado un cerdo con los testículos gigantes.
– ¿Cómo lo supiste? – me preguntó Arturo.
– Cuando miraste el reverso del cuadro, no sé por qué, me vino a la cabeza el retrato de Dorian Gray. Y pensé si quizás no estaríamos ante el efecto inverso, que tal vez el maltrato sufrido por el cuadro no quedaría reflejado en el pintor.
– ¿Pero por qué?
– Quién sabe. Quizás la respuesta no esté en el lienzo sino en lo que representa. Puede que el mismo autor lo quisiera así para hacer su obra aún más real. ¿Qué nos quería decir él con ese cuadro, con la palabra democracia?
– ¿Denunciar la cantidad de aberraciones que se esconden detrás de esa palabra?
– Pues menuda forma más macabra de hacerlo.
– Quizás se le fue de las manos.
– No creo, dudo de que sea casual que lo hayamos encontrado muerto en la bañera.
– ¿Quieres decir que se ha suicidado? ¿Que sabía que iban a acribillar al cuadro y de forma indirecta a él?
– Puede.
Llamamos al jefe de la exposición para explicarle que Jaime Serra había fallecido. Le ahorramos los detalles, solo le explicamos que se trataba de un paro cardíaco- como cualquier muerte, joder -. Eso sí, le aconsejamos que ocultara el cuadro para evitar preguntas incómoda.
En breve, ese lienzo será requisado por nuestro departamento y ya veremos lo que se decide hacer con él, aunque lo más seguro es que acabe escondido en un rincón oscuro de nuestro inmenso almacén de objetos relacionados con fenómenos inexplicables por la ciencia.
La noche siguiente fui yo quien soñó que entraba en una tienda de embutidos de delicatessen y, mientras esperaba que me atendieran, escuchaba el sonido de cerdos gruñendo el “God save the Queen” de los Pistols.