Aunque no era la primera vez que hacía una entrevista de este tipo, no pude evitar la sensación de tener un bloque de cemento dentro de mi estómago. El celador me guió hasta una sala oscura, a excepción de una minúscula zona en su centro, bañada por la paupérrima luz emitida por la única bombilla que colgaba del techo de la habitación. En ese punto de la sala había una mesa, un pupitre con dos sillas enfrentadas. En una de ellas descansaba la sombra del asesino que me había llevado hasta allí.
– Buenas tardes.
– Siéntese, por favor.
– Gracias. Supongo que sabe por qué estoy aquí.
– Me dijeron que vendría una periodista interesada en mi caso. La verdad es que no sé qué interés puedo yo tener para usted.
Aquella no era la voz de un homicida, nunca lo era. Hace tiempo que descubrí que la voz jamás delataba los instintos criminales de su dueño. Un escritor, un fontanero, un informático, siempre entrevisté al otro «yo», al inocente. Si hubiese sido miembro de un jurado los hubiese dejado a todos en libertad, ¿cómo podían ser capaces de actos tan atroces seres tan sensibles, tan sencillos, tan comunes? Sin embargo, en su interior habitaba un «alter ego» rebosante de rabia y odio, capaz de matar en muchas ocasiones a sus seres queridos, a menudo con una crueldad imposible de imaginar.
Una vez investigué un caso de posesión, deseé con todas mis fuerzas poder encontrar una razón, por mística que fuera, a tanta crueldad. Quería creer que un ser humano normal no podía ser tan cruel si no era porque una fuerza demoníaca lo poseía. No tuve suerte. Mi investigación fue un fracaso y aquel caso de posesión no fue más que otro engaño. Sin embargo, no pierdo la esperanza de que algún día se haga justicia y se descubra que el ser humano jamás fue capaz por sí solo de tanta maldad, que una mente diabólica se apodera de la frágil mente de determinados miserables para guiar sus actos. Mientras tanto no me queda otra opción que escuchar con cierto escepticismo a esos lobos vestidos con pieles de cordero.
– Bueno, digamos que su caso es bastante curioso. Es especialmente macabro considerando que tardó más de diez años en vengarse de su antiguo jefe y que utilizó una violencia extrema en ello.
– ¿Tiene un cigarro?
– ¿Perdón?
– Un cigarro ¿Usted no fuma?
– Lo siento, no, no fumo.
– Pensaba que todos los periodistas fumaban.
– La verdad es que lo dejé hace cinco años, antes de quedarme embarazada.
– ¿Tiene hijos?
Le miré a los ojos sin contestar, incómoda. No quería convertirme en el entrevistador entrevistado. Me levanté de la silla y me acerqué hasta el celador que vigilaba a unos metros de distancia. Le pedí un cigarro encendido y me lo dio. Volví a la mesa y se lo pasé. Absorbió el humo con la pasión con la que habría aprovechado una hora de permiso fuera de aquella jaula.
– Ahora comencemos, por favor.
– Adelante.
– ¿Por qué lo hizo?
– Porque me hizo llorar.
– ¿Quiere decir que le clavó cien puñaladas en la cabeza solo por esa razón?
– ¿Usted ha llorado alguna vez por desesperación, por rabia?
Le hubiera dicho que miles de veces, que mi vida ha estado llena de momentos de desesperación, de impotencia, de rabia. Sin embargo, siempre pensé que la venganza no era ninguna solución. Pero de nuevo callé, no pensaba caer en su juego.
– Entonces ¿debo entender que usted nunca llora y que esa fue una ocasión especial?
– No, al contrario. Había llorado muchas veces, pero esa fue la última vez que lo hice por mí. Él secó mis ojos.
– No comprendo.
– Me vengué porque ese hijo de puta me convirtió en un ser insensible. Después de su traición jamás volví a ser el mismo.
– ¿Qué traición?
– ¿No sabe que éramos amigos? Martín y yo éramos un equipo, una máquina con dos cabezas. Él era el líder y yo el gregario perfecto.
– ¿Y qué pasó?
– Pues que un día se dio cuenta de que él era imprescindible para la empresa. Y a partir de ese día ya no volvió a ser el mismo. Se convirtió en un Dios.
Siguió un largo silencio. Él esperó que yo preguntara, pero yo sabía que no debía hacerlo, tenía que evitar darle una salida. Debía esperar que vomitara hasta la última gota de su ira. Mi instinto nunca falla, en esa ocasión tampoco.
– Desde ese momento dejamos de ser un equipo. Me abandonó, entendió que todo era mérito suyo, que yo no era más que una pieza, otro eslabón en la cadena, y que esa cadena giraba porque él era el motor. Así que se fue a jugar una liga superior, hasta que un día se acordó de mí. Y no fue para darme ánimos, para apoyarme o para preguntarme qué tal lo llevaba. No, al contrario, se acordó de mí para decirme lo que tenía que hacer, para ponerse otra medalla a mi costa delante de sus jefes. El muy hijo de puta. ¿Quién se pensaba que era?
Volvió a quedarse en silencio, no podía verlo porque estaba rodeado de sombras, pero sentí como apretaba los puños, pude imaginarme cómo clavaba las uñas en la carne de sus manos. Esta vez decidí intervenir, evitar que se quebrara.
– ¿Y qué ocurrió?
– Se lo dije, no me callé. Le escribí un correo electrónico diciéndole lo que pensaba del tema, pero en ningún momento le insulté. Le dije que estaba harto de él, que me estaba volviendo loco con su actitud. Pero todo ello sin faltarle el respeto.
– Pero sin embargo, él le despidió ¿Verdad?
– Sí, así fue.
– ¿Eso fue lo que le hizo llorar? – nada más decir estas palabras, me di cuenta que la había cagado, nunca se debe hacer preguntas inductivas, es lo primero que te enseñan en la facultad de Periodismo.
– ¿El qué? ¿Que me despidiera? No, que va.
Más silencio. Él espera que yo le pregunte «¿Entonces, qué fue?», yo aguardo pacientemente que él conteste esa pregunta obvia, o quizás que se abra un poco más y extienda su respuesta hasta un punto que me permita comprender esa psicología. Pero el silencio se alarga y siento que pierdo la batalla, entonces no me queda más que plantear la maldita pregunta.
– ¿Entonces, por qué lo hizo?
– ¿Sabes quién es Lucifer?
– El diablo.
– Un ángel que se rebeló contra Dios todopoderoso, le cantó las cuarenta y éste no se lo perdonó. Desde entonces Lucifer juró vengarse de aquel Dios soberbio. Yo soy ese Lucifer, ese ser capaz de decir la verdad, y por culpa de eso lo perdí todo.
– Pero si encontró trabajo al momento. No perdió nada.
No esperaba su reacción. El hombre se levantó de un salto de la silla y lanzó la mesa por los aires, con una fuerza insospechable.
– ¿Qué no perdí nada? ¡Tú qué sabrás, idiota! ¡Perdí a mis compañeros de trabajo, perdí mi vocación, mi interés por mi profesión. Desde entonces ya nunca he creído en mi trabajo, todos me parecen iguales, una farsa donde me pagan por el tiempo que les dedico, no por lo que produzco! Perdí la confianza en la amistad, en el compañerismo, ¿te parece poco? ¡Y todo por culpa de él! ¡Se lo tiene merecido, lo volvería a hacer una y otra vez!
Yo me había caído al suelo, asustada. Ya no estaba con el hombre inocente, delante de mí se encontraba la bestia, la maldad en persona. Apoyándome en los codos me alejaba de aquel ser. Los celadores tardaron unos pocos segundos en reducirle, pero ese tiempo se me hizo eterno. No podía dejar que se lo llevasen, aún me faltaban respuestas. Mientras lo mantenían en el suelo seguí preguntando.
– ¿Y por qué ahora? ¿Por qué ha tardado más de diez en años en vengarse?
Él jadeaba, estirado en el suelo, bajo un amasijo de brazos, cuerpos y piernas que le aplastaban. Farfulló algo pero no llegué a oírlo bien. «Tarjeta», ¿era eso lo que había oído?
– ¿Qué? ¿Qué dice?
– La tarjeta. El muy hijo de ….
Otro guardíán había llegado corriendo con una jeringuilla y se la había clavado en el cuello. No acabó la frase. Lo arrastraron hasta la celda y yo me quedé allí, sentada aún en el suelo, sola. Al rato volvió el celador del principio y me invitó a acompañarle hasta la salida, la visita había acabado.
No podía presentarme en el diario con esa entrevista, faltaba saber cuál había sido el interruptor que había encendido la bestia. De nuevo tuve una intuición. Cogí el coche y me fui a casa del asesino. Me abrió la puerta su esposa, una mujer muy guapa pero con la mirada más triste que había visto hasta la fecha. Seguramente mi rostro ahora sea más triste que el suyo.
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Me llamo Abigail Calvo, soy periodista de el Diario.
– ¿Qué quiere? – su rostro pasó de la tristeza a la desconfianza.
– ¿Podría hablar con usted un momento?
– No tengo nada que decir.
– Sólo necesito saber una cosa.
– Le he dicho que no. – la mujer me iba a cerrar pero lo impedí metiendo el pie en la puerta.
– ¿Recibieron alguna carta antes de la reacción de su marido?
– ¿A qué se refiere?
– Una carta enviada por algún familiar o amigo.
– Nadie escribe cartas en estos tiempos.
– ¿Y una tarjeta de felicitación, una postal?
La mujer se quedó pensando, sentí que había dado en la diana.
– En Navidad, poco antes de… – la mujer desapareció de pronto, la oí como buscaba algo en los cajones. Al poco volvió.
– ¿Esto?
Me entregó una postal navideña, la clásica escena de un árbol de navidad y unos niños cerca, jugando con un trineo mientras cae la nieve. La leí y entonces comprendí por qué aquel hombre se había convertido en una bestia asesina.
«En estas fiestas, te hago llegar a ti y a tu familia, mis mejores deseos para el nuevo año y una feliz Navidad. Siempre tuyo, Martín».