«¡Qué lástima me provocan aquellos que creen que se puede matar al odio!
Ellos, pobres necios, serán los primeros que caigan, incrédulos, cuando por sorpresa reciban en su corazón el zarpazo de la rabia que daban por sepultada para siempre, y que de nuevo se habrá levantado de su tumba, en el frío hielo, para aniquilarnos a todos.»
– Cita extraída de las Crónicas de los Vándalos y los primeros hombres.
Una docena de individuos patean y golpean con los palos de sus banderas a un joven indefenso, enemigo por el simple hecho de cruzarse en su camino y no ser uno de ellos. Satisfecha su sed de sangre, uno de los agresores, bajito y vestido de bufón, se aleja de la escena dispuesto a disfrutar de la tranquilidad de la ciudad sometida. El bufón salta alegre y jovial por las calles vacías, cantando en voz alta una canción que habla de humillación, rompiendo el silencio de la muerte y sin miedo alguno a provocar la ira de los vencidos.
“…Pero ahora las lluvias lloran en su salón, sin nadie que las escuche. Sí, ahora las lluvias lloran en su salón. Y ni un alma hay que las escuche.”
Nada ha de temer de aquellos que, ocultos, escuchan sus chanzas. A estos solo les queda la esperanza de sobrevivir hasta el día de la venganza. El Norte recuerda, se dicen a ellos mismos con los puños cerrados.
De pronto, la canción muere en los labios del bufón antes de que pueda completar un nuevo estribillo. Se ha quedado paralizado al escuchar el cuerno sonar tres veces.
A las puertas de aquella ciudad septentrional se ha concentrado una niebla densa como la leche y más fría que el hielo, que traspasa las murallas como el viento traspasa el campo. Antes de que finalice el día, esa niebla y lo que ella oculta, convertirá a bufón, vencidos y vencedores, a todos ellos sin excepción, en sombras sin futuro.
Un mes después…
Ninguno de los clientes, ni siquiera el dueño del establecimiento, sospecha que en aquella humilde posada de un condado del sur se está decidiendo el destino de los Cuatro Reinos. Los dos comensales han elegido la mesa más escondida y menos iluminada de toda la taberna. Además, mantienen sus caras ocultas bajo sendas capuchas incluso mientras simulan dar buena cuenta de sus platos. Se había planteado la posibilidad de realizar tal reunión en algún lugar más discreto, pero las propuestas se rechazaron porque nadie podía garantizar la seguridad. Es mejor así, ocultos entre la multitud que abarrota aquel comedor.
– El autoproclamado «Rey en el Norte» ha aceptado mi propuesta.
– El traidor sabe que está acorralado y busca escapar como una rata.
– En mi opinión teme más al invierno que a las tropas de vuestro ejército.
– ¡Cuentos de viejas!
– Obviáis, mi señora, que el Norte es el bastión que os protege de los peligros de Más allá de las montañas.
– La única amenaza real son los insurgentes que anhelan fragmentar los Cuatro Reinos. Nada va a detenerme en mi objetivo. El rey, el auténtico rey, volverá a unirlos a todos y castigará a los rebeldes como se merecen.
– Por favor, no os dejéis llevar por el odio, mi señora. Recordad que el Rey en el Norte no está solo. De hecho, me consta que tiene el apoyo de la República.
– ¡Esa maldita zorra!
– Que posee la mayor fuerza de los Cuatro Reinos y capacidad para pasar por el fuego todo vuestro territorio.
– No se atreverá a atacar, es débil, le pierden sus escrúpulos.
– Piense mi señora que si no fuera por ese detalle, ella ya estaría gobernando desde el trono de hierro a todo un reino de muertos.
– Sería muy apropiado para combatir contra el ejército de las sombras de vuestros cuentos de viejas.
– De todos modos, mi señora, no he venido hasta aquí para hablar de conjeturas, si no para pediros que renunciéis a vuestra estrategia de terror.
– ¿De qué estrategia habláis?
– La de dar libertad a vuestras huestes de paramilitares para que siembren el pánico por todo el Norte.
– ¿Se refiere a mi ejército popular capitaneado por Sir Albiol?
– No será posible llegar a un acuerdo de paz mientras la Montaña siga alimentando la rabia y el odio.
– ¿Quién quiere la paz?
– Vuestra merced, aunque aún no lo sepa.
– El día que necesite la paz yo misma me arrancaré la vida.
– No será necesario. Os traigo la misma propuesta que le hice al Rey en el Norte.
– ¿Qué ofrecéis?
– La forma más rápida de terminar la guerra. Un duelo de campeones.
– Ya veo. Un combate de todo o nada, ¿no?
– Exacto. El que gane se lleva los Cuatro reinos, el que pierda deberá capitular y someterse al vencedor.
– ¿Y quién será el campeón del norte?
– Sir Gabriel.
– ¿El “Rufián”? ¡Qué divertido!
– ¿Por qué?
– Acepto.
– ¿Cómo?
– No Lord Variseta. Las preguntas correctas son dónde y cuándo. Y la respuesta es en mi capital, el primer día de la nueva luna. Aquí esperará nuestro campeón al adalid de los renegados. Por cierto, ningún rebelde traidor podrá entrar armas en la ciudad.
– Excepto Sir Gabriel.
– Él tampoco.
– Pero…
– No hay peros.
Y llega el día del combate.
Toda la ciudad se acerca hasta el gran Coliseo pero solo unos privilegiados pueden presenciar el gran combate. Aquí están los representantes de los Lannister y los hijos del Hierro por un lado. Por el otro, algunos caballeros del Norte en calidad de embajadores y acompañados de un pequeño ejército de los temibles dothrakis de las verdes praderas junto al Cantábrico. Todos ellos han sido desarmados antes de entrar en la capital.
Aparecen los dos campeones. Por un lado Sir Gabriel, al que todos en Kingslanding llaman el Rufián, con un laúd en sus manos como única arma. Por el otro bando, el campeón del rey, Sir Albiol, el gigante al que apodan la Montaña, archienemigo de Sir Gabriel, con un inmenso mazo que sostiene con ambas manos. El Rufián se mueve en círculo alrededor de su inmenso adversario. La Montaña le lanza un golpe de mazo que, de rozarle, habría destrozado la cabeza de Sir Gabriel. Sin embargo, este realiza una hábil finta y se libra por centímetros. De nuevo el gigante lanza otro ataque con su poderosa arma, y su contrincante lo salva con maestría. Sin embargo, ninguno de los presentes entiende por qué el Rufián no aprovecha sus contadas ocasiones para contraatacar. Tampoco saben cómo podría hacerlo con un simple laúd. ¿Tendrá algún mecanismo oculto que en algún momento dejará visible un sistema de cuchillas untadas en cicuta? Como respuesta a la incógnita que a todos preocupa, Sir Gabriel comienza a rasgar las cuerdas del instrumento y a cantar, al tiempo que sortea con elegancia los mandobles de la mole enemiga.
Si jo l’estiro for per aquí
i tu l’estires fort per allà,
segur que tomba, tomba, tomba
i ens podrem allibe…..
El mazo le revienta la cabeza como si de la cáscara de un huevo se tratase. El metal se queda aprisionado en medio de la traquea destrozada. La gente de Kingslanding vitorea a su campeón. El Norte, parece ser que no tenía un plan demasiado elaborado. De repente la oscuridad planea por encima del Coliseo. La inmensa sombra del dragón se va haciendo cada vez más pequeña, hasta desaparecer bajo la gran bestia cuando esta aterriza en la arena. Una mujer semidesnuda monta al legendario animal. La montaña, asustado por primera vez en su vida, no le quita ojo mientras intenta desesperado y sin éxito extraer el mazo del cadáver de Sir Gabriel. La mujer de semblante serio, República se llama, le observa con gesto de desprecio y pronuncia una única palabra.
– ¡Dracarys!
El dragón carboniza en el acto a la Montaña. En la tribuna, el Rey del trono de Hierro se levanta lleno de ira.
– ¡Eso no vale! ¡Mi campeón ha ganado!
– ¡Dracarys!
Toda la tribuna es arrasada por el fuego de Drogon. Los nobles de un bando, los del otro, todos sin distinción, se han convertido en cenizas. La República continúa a lomos de su dragón, observando impertérrita el terrorífico espectáculo. La atmósfera se llena del olor de la carne quemada. Las cenizas grises, de repente, se vuelven blancas. Blancas y frías. Ha comenzado a nevar y la República mira al cielo sin comprender lo que sucede.
Nadie ha hecho sonar el cuerno esta vez, el duelo de campeones ha dejado en mínimos las defensas de Kingslanding y los Otros han entrado en la ciudad sin encontrar resistencia alguna. La densa niebla rodea la capital de los Cuatro Reinos. Ya no hay combate en el Coliseo, ya no hay fuego, solo hay frío y oscuridad blanca. Miles de ojos azules sobrenaturales y llegados de Más allá de las montañas rodean a los aterrorizados habitantes de los Cuatro Reinos. No hay salvación.
O quizás sí.
De pronto suenan los cuernos anunciando la llegada de un nuevo ejército. Cabalgando a la cabeza de los recién llegados, el Rey en el Norte, acompañado de su lugarteniente Sam Tarly. Ambos armados con espadas de «vidriagón«. Aquellos de los Otros a los que las espadas alcanzan, lanzan gritos aterradores y explotan en pedacitos de carne podrida. El Rey en el Norte ha visto a la República al lado de su dragón muerto, ahora su gran objetivo es protegerla. Sabe que si la República no sobrevive, el Norte tampoco lo hará.
La lucha es encarnizada y dura varios días. Miríadas de cuerpos cubren las calles de la ciudad, en algunos casos se amontonan formando pilas tan altas como edificios de varias plantas.
Al final los ejércitos de los vivos consiguen exterminar hasta el último de los horrores que alberga la noche oscura. Los habitantes de Kingslanding que han sobrevivido al terror, aceptan agradecidos a la República como su única señora. El Rey en el Norte se somete a la República que gobierna por fin los Cuatro Reinos, pero esta le promete respetar la decisión que su pueblo tome.
Nada queda de la dinastía de los Lannister ni de los hijos del Hierro. Ambos han sido aniquilados por el fuego y por el hielo.