Extrajo lentamente el brazo del pecho del androide. Al fin apareció su mano temblorosa, entre una madeja de cables y envuelta en una sustancia azul que parecía tan viscosa como el «blandiblú». Agarraba un corazón de apariencia humana que lanzaba descargas eléctricas, pequeños relámpagos rítmicos de luz, latidos luminosos que contraían y expandían aquel órgano extraño. El viejo aferró con más firmeza aquel trofeo y lo alzó tan alto como pudo. Entonces gritó con toda su rabia contenida, y a ese grito salvaje se unieron todos sus compañeros de trabajo, los que seguían vivos.
Unas horas antes, a las 9 de la mañana. Oficinas de IT Corp.
Se miró las manos recién lavadas, seguían mojadas pero ahora con trocitos de papel higiénico adheridos a los dedos. Treinta años habían pasado y aún seguía preguntándose por qué en aquella empresa, para secarse las manos, solo se podía escoger entre un secador con menos potencia que el de la Barbie o un rollo de papel de culo de mala calidad. “Menuda mierda” pensó, aunque luego añadió una coletilla importante: “Menos mal que hoy es el último día”. Efectivamente, James estaba a ocho horas de jubilarse. Solo debía aguantar una jornada de trabajo y sería libre para disponer de todo el tiempo que le quedara en este mundo de la manera que a él se le antojase. Era cuestión de evitar cualquier marrón que pudiera llegar y dejar pasar las horas tranquilamente.
Volvió al departamento que compartía con una docena de compañeros, cada uno con su portátil conectado a un punto de red. Cada abeja en su parcela de la colmena, produciendo cien dólares la hora cada uno de ellos, ocho horas al día, cinco días a la semana. Cuarenta y ocho mil dólares a la semana en poco más de treinta metros cuadrados de oficina. Como su departamento había un total de veinte en todo el edificio, lo que significaba una facturación global de más de un millón de dólares a la semana contando que la tarifa de los jefes era muy superior a la de analistas y developers. De ese millón, James se llevaba quinientos dólares semanales, una octava parte de lo que él mismo facturaba, las otras siete partes se las llevaban los mismos bolsillos anónimos que se repartían la mayor tajada del pastel de aquel millón. Ha estado treinta años quejándose de este hecho pero, como el resto de sus compañeros, nunca hizo nada por cambiarlo. Pero ya daba todo igual porque, efectivamente, era su último día de trabajo.
Abrió la persiana de la ventana, el cielo estaba nublado y la luz no le molestaba para trabajar. Miró la bandeja de entrada de su correo laboral mientras suplicaba que ese día no le entrase ni un solo mensaje. No tuvo suerte. “Subject: Test of skills”.
– ¿Qué demonios es esto?
– ¿Te ha llegado el correo del test? – le preguntó su compañero más cercano, J.C.
– ¿De qué va eso?
– Según me han contado, nuestro cliente ha solicitado a todos sus partners una validación de las capacidades técnicas de sus trabajadores para comprobar que cumplen los requisitos mínimos para trabajar con ellos.
– ¡Pero si yo me largo!
– Es un sorteo aleatorio. Somos cuatro y a mí también me ha tocado. ¡Es una putada!
– ¿Y qué tenemos que hacer?
– Creo que luego vendrá la jefa a explicarnos cómo funciona el asunto.
– ¿Alex?
– La misma.
James comenzó a sudar. Lo que menos le apetecía aquel día era tener que tratar con la jefa, una tía que iba de snob pero que escupía tacos como un camionero y tenía el conocimiento técnico informático de un granjero de Kansas. Quizás, bien pensado, ella fuera originaria de Kansas, o peor, del mismísimo infierno, dónde con toda seguridad su padre debía ser el puto amo y le había enchufado en la empresa. El sentimiento que esa arpía producía en James era muy cercano al terror. Volvió al baño y se remojó la cara para aliviar el sudor que le invadía. “Es mi último día, he de aguantar” se dijo a sí mismo para animarse. Intentó sonreír pensando que al final alguien iba a preocuparse por sus aptitudes técnicas. Pensó en lo curioso de la situación: siempre que los directivos sermoneaban a su «chusma», se les llenaba la boca de frases bonitas del tipo “en esta empresa cuidamos la carrera personal de nuestros colaboradores” o “vosotros sois nuestro capital humano, los que hacéis grande esta empresa” pero al final, después de unos pocos años te dabas cuenta que lo que más se valora no es lo que sabes hacer si no lo que sabes callar. Cualquier consultora prefiere un inútil a un tipo muy cualificado pero conflictivo. Regresó a su puesto de trabajo, J.C. le miró preocupado.
– ¿Qué sucede?
– Tienes trozos de papel por toda la cara.
– ¡Otra vez!
– Algún día pondrán secadores de verdad.
J.C. llevaba en la empresa solo tres años, era incapaz de comprender que un siglo después, si no había sucumbido al «Apocalipsis zombie», aquella empresa de consultoría informática que presumía ante sus clientes de su capacidad en innovación tecnológica, seguiría dependiendo de los secadores de juguete y del papel higiénico barato para secar las manos y los rostros de sus trabajadores e invitados.
– ¿Quién de vosotros está disponible?
Quien lo preguntaba no podía ser otra más que la jefa, Alex, el ángel con voz de camionero. Fue entrar ella y hacerse el silencio. Se podía escuchar los ventiladores de las fuentes de alimentación zumbando a toda leche. La temperatura subió cinco grados de golpe. La jefa comenzó a adentrarse en el departamento, sus tacones resonaban sobre el suelo de parqué como el redoble de tambor que precede a la ejecución de un reo. Los pasos se detuvieron justo a la espalda de James.
– ¿En qué estás trabajando ahora?
James notó sobre su hombro una ligera presión que poco a poco aumentaba. Comenzó a sentir un dolor punzante.
– Tengo que realizar el “Test of skills”.
– Yo también, apuntilló con rapidez J.C. y después tragó saliva.
La garra soltó su presa de inmediato. Dos segundos después agarraba a Dave, el vecino de J.C.
– ¡Tú! ¿También tienes que hacer el test?
– No, yo no, Boss. – confesó el puertorriqueño.
– Pues deja lo que estés haciendo y encárgate de esta incidencia urgente.
– ¿La petición ha llegado por el conducto reglamentario?
– Ya verás lo que te voy a meter yo por el conducto reglamentario si te sigues pasando de listillo. ¡Toma!
La jefa le tiró un par de papeles impresos sobre la mesa, se trataba de toda la información de la que iba a disponer Dave para resolver aquel marrón. Cuatro screenshots y un par de frases que decían algo así como “Esto se ha roto y no es culpa nuestra. Arregladlo hoy mismo porque es MUY urgente. Firmado: el Cliente”.
– Y vosotros, ahora os mando el correo con las directrices para que podáis realizar el test de capacidades técnicas ese. No hace falta que os recuerde lo que os sucederá si la cagáis.
James se quedó con ganas de decirle que sí, que necesitaba que se lo recordase porque no le sonaba que jamás antes lo hubiese comentado. Pero sabía que era mejor callarse, y más un día como hoy.
– ¡Joder! – dijo J.C. mirando su pantalla.
– ¿Qué ocurre ahora?
– Mira tu bandeja de correo entrante.
– ¿Otra sorpresa?
– Nos piden que imputemos las horas con quince días de antelación.
– A mí, eso me da igual.
– Es verdad, tú ya lo debes tener todo imputado, menos hoy.
– ¡Mierda!
– ¡Espera! ¡No digas nada! ¡Se te ha olvidado imputar todo este mes!
– Bueno, tengo tiempo aún.
– Corre antes de que te llegue un correo de la jefa, que ya ves de qué humor está hoy.
James intentó abrir el excel de imputaciones compartido por toda la oficina, pero…
– ¡Está bloqueado!
– ¿Por quién?
– No me lo dice. Tendré que esperar y rellenarlo antes de irme.
– Que no se te olvide.
– Sí, si no me harán volver. Y antes prefiero dar un paseo por el infierno.
– Cuidado con lo que deseas.
– ¡Mira! ¡Ya han llegado las instrucciones para el Test!
– Demasiado rápido. Esto no augura nada bueno.
– Está vacío pero ha anexado un pdf. A ver…
– ¡Será…!
– Un documento de cinco páginas de paja hasta llegar al punto en el que dice «está prohibido decir Ingeniería inversa».
– Menuda explicación detallada.
– ¡Y creo que ya vienen!
Una mujer quincuagenaria de pelo corto canoso y un hombre rapado al cero de unos cuarenta años, ambos con gafas de sol y vestidos de traje-pantalón gris, entraron en la sala. Detrás de ellos, entró Alex, charlando con ellos relajadamente, con su amplia sonrisa de oreja a oreja con la que casi hacía olvidar a los que la conocían su carácter diabólico. Alex miró una lista que llevaba en las manos.
– A ver…Barbara, Frank, J.C. y James. Acompañadnos.
Sin más explicaciones, salieron los tres personajes siniestros del departamento, sin esperar a que les siguieran. Pero de repente, algo sucedió.
– ¡Un momento! ¡Yo no estoy de acuerdo con esto!
Era Barbara, la tía con más bemoles de toda la empresa. Se había levantado de su sitio pero sin embargo se había plantado de pie, con los brazos cruzados y mirando desafiante a aquel triunvirato temible. Los tres le miraron con interés y desprecio, primero a los ojos, bajaron la vista y observaron el mensaje de su camiseta negra: «Fuck off!», toda una declaración de intenciones. Alex, se adelantó en un intento de recuperar el control de la situación.
– Nadie te ha preguntado tu opinión, Barbara.
– De eso ya me he dado cuenta. Por mi parte me niego a participar en este circo.
Bárbara se volvió a sentar. Alex se quedó unos segundos mirándola sin que la developer le hiciera caso.
– ¡Esto no quedará así! – le gritó la jefa mientras la señalaba con un dedo acusador.
Bárbara continuó sentada, sin inmutarse. Alex estaba fuera de sí, no concebía que aquella desgraciada estuviera desafiándole. Los que estaban cerca de la jefa observaron con pavor como su piel estaba tomando un tono rojizo. Sin embargo los dos extraños de gafas de sol permanecían impertérritos. Alex no pensaba permitir que la situación se le fuera de las manos.
– Te doy una última oportunidad, niñata. – dijo lentamente, escupiendo cada una de las palabras.
– ¿Ah, sí? Pues te diré algo, apunta: ¡Qué te follen!
– Has ido demasiado lejos. ¡Quedas despedida!
– ¿Me vas a echar tú?
– ¡Vosotros lo habéis querido! Me gustaría decir que lo que va a pasar hoy aquí me duele, pero no es así.
Alex esbozó una sonrisa cruel. A su lado, los dos acompañantes se quitaron las gafas de sol. Sus ojos eran dos laser rojos. Dirigieron los haces de luz contra Barbara y la cabeza de la joven estalló en millones de pequeños añicos de materia gris. Al ver eso, todos los presentes se lanzaron contra la puerta corriendo y gritando, aterrorizados, todos excepto J.C. y James. El viejo cogió del brazo a su compañero y no le permitió que se contagiase del pánico colectivo. Ambos se quedaron en un rincón del departamento. Los androides no paraban de disparar sus laser contra todo aquel que corría, uno de ellos salió del departamento para comenzar un nuevo ataque en otro departamento. Se había desatado el terror. Alex se acercó al cuerpo descabezado de Barbara, la miraba con asco y desprecio.
– ¡Esto es lo que has conseguido, imbécil! ¡Por tu culpa van a morir todos!
– ¿Qué estás haciendo, Alex? – James se había acercado lentamente a ella.
– No puede haber testigos. Vamos a quemar las instalaciones. Salvaremos a los más fieles, les lavaremos el cerebro y les sacaremos del edificio. Los demás moriréis.
Hizo un gesto con la mano, y el androide calvo giró bruscamente y se dirigió hacia James. Este no se movió, pero dijo cinco palabras claritas y bien alto.
– ¡Me tenéis hasta los huevos!
El androide caminaba y enfocaba sus ojos hacia la cabeza del viejo. James volvió a hablar, pero ahora más calmado, aunque tan claro como antes, para que no quedara duda de lo que decía.
– ¡Ingeniería inversa!
El cíborg se frenó en seco, comenzó a tambalearse y acabó cayendo al suelo. James se le acercó y hundió su brazo hasta el codo en el cuerpo de aquel robot. Le arrancó su corazón biomecánico y lo enseñó a los pocos compañeros del departamento que habían sobrevivido. Todos gritaron como locos. Salieron corriendo a cazar al otro androide, gritando «Ingeniería inversa», «Ingeniería inversa». No tardaron en dar con la mujer-robot de pelo canoso a la que desactivaron con aquellas dos palabras, y luego la lincharon, le arrancaron la cabeza, el corazón y hasta las piernas.
Todos salieron a celebrarlo hasta el bar más cercano, excepto James y J.C.. Llevaban en alto, empaladas, la cabeza de los dos androides. A Alex le hubieran hecho lo mismo de no haber escapado.
– ¿Cómo supiste que diciendo «Ingeniería inversa» se bloquearían esos putos robots?
– Reducción a lo absurdo, J.C.. Fue lo único que nos prohibió decir Alex. ¡Qué cojones! ¡Tenía que probarlo! Era eso o reiniciar el portátil. Y en esta ocasión creo que no hubiera servido de nada.
– ¿Y por qué no quieres ir a celebrar la victoria? Eres el héroe del día.
– Porque tengo que imputar las horas. Ahora por fin ya tengo el fichero excel desbloqueado. Aunque, bien pensado…
– ¿Qué haces ahora?¿Lo estás borrando?
– Sí, voy a cepillarme el maldito fichero. Sin excel no hay horas que imputar, y si no hay horas imputadas se va todo esto al garete, a ver qué pasa. Ahora lo voy a eliminar de la papelera. Tres, dos, uno….
Se escuchó un grito terrorífico. Por la ventana se vio pasar fugazmente un cuerpo que caía a la calle. Luego otro, y otro, y otro. Se escucharon los impactos de los cuerpos contra el suelo.
– ¿Qué ha sido eso? – preguntó J.C., visiblemente alterado.
– Os habéis quedado sin jefes, creo que la primera de todas era Alex.
– Pero sin jefes nos quedamos sin empresa.
– Ya pondrán otros nuevos.
– ¿Y los clientes qué pensarán de todo esto?
– Que quizás nuevos jefes signifique tarifas más baratas y más beneficios para ellos. Me voy a casa y no pienso volver nunca más. ¡Buena suerte, J.C.!
James cerró la persiana de su ventana, cogió la chaqueta y salió tranquilamente entre el fuego y el humo que inundaban las instalaciones de IT Corp. Por fin había llegado el momento de su jubilación y le apetecía tomarse una cerveza fresquita.