Me gustaría poder decir que todo fue un sueño y que al despertar seguí viviendo la vida tal y como siempre la había sufrido. Pero no fue así.
Aquella noche sin luna, mi novio Rubén y yo nos acercamos a la playa para disfrutar de los fuegos artificiales del pueblo vecino. Nos sentamos en la arena, en un rincón alejado de la luz y del ruido de los chiringuitos. Estos quemaban los últimos cartuchos del verano antes de que el mes de septiembre se llevara consigo a los postreros veraneantes, como nosotros. La mar, en la oscuridad, asemejaba al mercurio, una masa casi sólida removiéndose inquieta, expectante, como un perro rabioso con la boca llena de espuma, preparándose para el ataque. «¿Tienes frío?» me preguntó Rubén. «Tengo tanto frío que no me importaría darme un chapuzón desnuda en este mismo momento», le contesté. Rubén no pudo evitar un escalofrío. Le abracé para darle calor con mi cuerpo. Él lanzó a la arena, de manera despreocupada, la colilla del cigarrillo que se estaba fumando.
– Sabes cuánto me molesta que hagas eso, algún día la mar se vengará de ti — le dije, enojada.
– Tú me defenderás de ella. Por cierto, ¿por qué siempre dices «la mar»? — me replicó dibujando una hermosa sonrisa.
– Porque para mí la mar es una mujer, como yo. Pero no me cambies de tema, sinvergüenza.
Acercó sus labios a los míos. Sentí su aliento envuelto en nicotina. Nos dimos un beso. El último.
De repente, en el cielo, un espermatozoide de fuego naranja se abrió camino a través de las tinieblas de la noche oscura. Navegó durante unos pocos segundos por el firmamento hasta explotar y acabar convirtiéndose en una palmera de vívidos colores. Uno tras otro, decenas de espermatozoides luminosos siguieron el mismo camino del primero, creando preciosos dibujos sobre la gran pantalla que es la bóveda celeste. Nuestros ojos, hipnotizados, no perdían detalle de aquel espectáculo pirotécnico. Durante unos breves instantes quise deleitarme en los ojos de mi novio, iluminados con el reflejo de los fuegos. Esos ojos eran uno de los pocos privilegios que me proporcionaba ser su novia. A parte de su belleza e inteligencia privilegiada, Rubén era un egocéntrico que se desvivía por complacerme con el único objetivo de que yo se lo reconociese y le admirase por ello. Desvié la mirada hacia la mar. Allí, a unos veinte metros de distancia, una mujer, completamente desnuda, corría chapoteando en el agua, tropezando y volviendo a levantarse. Se dirigía hacia nosotros. Apreté el brazo de Rubén, que me miró a mí y luego a ella, siguiendo mi mirada. La mujer cayó a nuestros pies, de rodillas sobre la arena.
– ¡Están aquí!¡Corred!
Se trataba de una mujer de unos cuarenta años, de larga melena morena que, mojada, le llegaba hasta la rabadilla. Me hubiese parecido una mujer muy atractiva de no ser por el rictus de terror dibujado en su rostro.
– ¿Qué sucede? – preguntó Rubén.
– ¡Ya vienen!
-¿Quién viene?
– ¡Los telkines!
– Tranquilízate, aquí no hay peligro — intentó calmarla.
– ¡Tenéis que huir! ¡Os matarán! ¡Os matarán a todos!
Su pánico en el contexto ensordecedor del ruido de los fuegos artificiales, me hizo sentir como si estuviera en medio de una batalla, en tierra de nadie entre trincheras, con el fuego enemigo y el amigo también pasando por encima de nuestras cabezas. Las explosiones pirotécnicas iluminaban el rostro enloquecido de aquella mujer. Ella se agarraba con fuerza a los brazos de Rubén, instándole a marchar, a salir corriendo de la playa mientras miraba con ansiedad por detrás suyo, hacia la mar. Y entonces comenzó a gritar. Miramos en la misma dirección que ella y descubrimos la razón de su locura. De entre la espuma de las rabiosas olas comenzaron a aparecer criaturas dignas de las peores pesadillas de Howard Phillips Lovecraft. Seres antropomorfos, cubiertos por escamas que reflejaban la luz de la pirotecnia, con brazos acabados en garras palmípedas que aferraban tridentes y redes de pescador, aunque también había muchos que asían…¡Bolsas de plástico! En menos de un minuto, toda la orilla de la mar que abarcaba nuestra visión se llenó de aquellas criaturas. Avanzaban hacia nosotros con paso firme pero sin correr, a sabiendas que la oscuridad de la noche y el ruido de los fuegos jugaban a su favor.
«¡Corred! ¡Joder! ¡Corred!», gritó la mujer. Se levantó y nos agarró a los dos con fuerza, obligándonos a salir del estado catatónico en el que nos habíamos quedado. Salimos huyendo a toda velocidad, aunque a nosotros nos parecía que nos movíamos a cámara lenta. Mientras huíamos, comenzamos a escuchar los gritos de terror provenientes del chiringuito más próximo a la orilla del mar. La mujer se detuvo de repente, paralizada. Se tiró en el suelo y se encogió como un ovillo, sollozando y gritando “¡Es inútil, es inútil, es inútil!”. Entre mi novio y yo intentamos levantarla pero se revolvía en el suelo y nos rechazaba a patadas.
– ¡No sirve de nada intentar huir!¡Estáis muertos!¡Dejadme!
La dejamos acurrucada en la arena, sollozando. «Intenté salvarlos, intenté salvarlos» repetía una y otra vez. Rubén y yo continuamos huyendo a toda prisa, perseguidos por los gritos de decenas de personas que unos minutos antes disfrutaban de una de las últimas noches del verano y ahora se enfrentaban al horror de la última noche de sus vidas. Llegamos al hotel, un remanso de paz ajeno todavía a lo que sucedía en el exterior. Todos los presentes en la recepción nos observaron como si fuéramos locos cuando nos vieron subir las escaleras atropelladamente, prescindiendo del ascensor. Nos dio el tiempo justo para entrar en nuestra habitación antes del apagón. Y entonces volvimos a escuchar los gritos, esta vez los de todos aquellos que segundos antes nos habían observado entre sorprendidos y escandalizados por nuestra precipitada entrada. Colocamos una barricada en la puerta de la habitación con todos los muebles que encontramos y que pudimos mover. Los que no se podían desplazar los empujamos hasta tumbarlos delante de la puerta. De nada sirvió. Fue cuestión de tiempo que se colaran por un estrecho hueco en la puerta tres de aquellos seres. Nos amenazaban con sus tridentes y nos gritaban órdenes en un lenguaje gutural que, incomprensiblemente, yo entendía.
– ¡Rubén, tírate en el suelo con los brazos estirados! ¡Hazme caso!
Él me miró confuso, hice lo que aquellas criaturas ordenaban y Rubén me imitó. En ese momento le salvé la vida. Los seres acuáticos se miraron entre sí, uno de ellos dijo algo en su idioma que no comprendí, «Némesis». Los telkines, como había llamado aquella mujer a esas criaturas, bajaron los tridentes y abrieron la puerta a los que esperaban en el exterior de la habitación. Entraron muchos, algunos manchados de sangre. Uno de ellos nos lanzó una red por encima que nos dejó atrapados sin posibilidad de huida. Nos llevaron a trompicones fuera del hotel. No éramos los únicos prisioneros, pero sí los únicos adultos. Un centenar de niños, más o menos, avanzaban penosamente por la calle, atrapados entre las redes de aquellas criaturas que los vigilaban de cerca. Allá donde mirases se extendía una alfombra de cadáveres humanos, hombres y mujeres. Los telkines no habían hecho distinción a la hora de masacrar a los adultos. Me fijé que algunos de los cadáveres habían sido asfixiados y los habían dejado con las bolsas de plástico chorreante sobre las cabezas, Nos condujeron hasta el mar, allí nos pusieron en fila y nos obligaron a desnudarnos. Revisaron nuestras ropas y después nos contaron. De sus conversaciones entendí que estaban esperando una orden para ejecutarnos a todos ¿Una orden de quién? Rubén y yo éramos los únicos adultos en aquella fila, el resto eran niños y niñas de todas las edades. De repente, todos los telkines se giraron, por detrás de ellos apareció una mujer caminando con el rostro altivo y orgulloso, sin mostrar miedo alguno a aquellas criaturas. De hecho, la gran mayoría de los telkines bajaban la cabeza al pasar la mujer delante de ellos. La reconocí al momento, sin entender qué hacía allí, viva, dominando el terror que ella tanto temía. La mujer me señaló y los telkines corrieron a separarme del grupo de los humanos. Yo grité desesperada mientras me arrancaban de la mano de Rubén y me arrastraban fuera de la fila.
– ¿Por qué hacéis esto? – grité a la mujer.
Ella me miró con ternura, me acarició el cabello y me contestó en tono condescendiente, como intentando tranquilizar a una hija.
– No empezamos nosotros, los humanos son los verdaderos asesinos, querida. Las armas que utilizamos para ejecutarlos son las que ellos utilizaron antes para destruir la vida marina.
– ¿Y por qué me habéis separado del resto?
– Porque tú llevas mi sangre.
– ¿Quién eres?
– Némesis.
– ¿Y quién soy yo?
– Eres una descendiente de mi estirpe, alguien que respeta la mar, y la mar te respeta a ti. Puedes comunicarte con nosotros, aunque hablemos diferentes lenguajes nos entendemos.
– ¿Y por qué fingiste terror cuando apareciste en la playa?
– No iba a hacerlo hasta que te vi y reconocí en ti una parte de mi. En ese momento tuve que modificar mis planes. Creo que mi actuación estuvo a la altura de lo que se espera de una diosa griega.
– ¿Qué vais a hacer con nosotros?
– Nunca te haríamos daño porque eres de los nuestros. Puedes quedarte o venir con nosotros.
– ¿Y ellos? – señalé a los niños y a Rubén.
– Tengo que matar a todos estos humanos, no podemos dejar testigos.
– ¡No, por favor, solo son niños!
– Tengo que hacerlo ¿Cómo si no puedo confiar en que no hablarán?
– Llévanos con vosotros, yo les vigilaré. Si alguno intenta escapar yo… Yo cuidaré de que ninguno escape. Pero déjales vivir.
– Demuéstrame que puedo confiar en ti.
Sabía que solo había una manera de demostrar que era digna de la confianza de Némesis. Con el tiempo me di cuenta de que Némesis contaba con salvar a los niños de todos modos, tenía una misión para ellos. En ese momento yo creía que les salvaría con mi sacrificio, pero en realidad la diosa de la venganza sobre los soberbios solo quería confirmar que yo era de fiar. No me lo pensé, era una vida a cambio de la de un centenar de niños. La vida de alguien que solo pensaba en sí mismo. Cogí el tridente de la criatura que tenía más cercana, me acerqué a Rubén. Le clavé el tridente en el corazón mientras le miraba a los ojos. A pesar de que mis ojos se llenaron de lágrimas no le pedí perdón, él representaba todo lo que odiaban los telkines, lo que odiaba Némesis.
El período de duelo por Rubén duró el tiempo que tardaron los telkines en recoger su cuerpo y arrastrarlo con ellos a las profundidades marinas. Se llevaron todos los cuerpos dejando un pueblo fantasma tras de sí. Némesis ordenó a un grupo de sus soldados que nos llevaran a los niños y a mí a una embarcación enorme. Después ella se me acercó y me dijo «Más pronto que tarde, acudiré a estos niños para que sean parte de mis huestes. Cuida de ellos hasta entonces».
Ha pasado el tiempo y los niños han crecido. Seguimos navegando sin rumbo. Nunca nos cruzamos con otros humanos, seguro que los telkines, de alguna manera, evitan que nos molesten. Ellos vienen y van constantemente. Nos traen alimentos marinos, algas y pescado, y también otras sustancias que no identifico pero que creo que están provocando una metamorfosis en los cuerpos de los niños. Cada vez son menos niños y más…peces.
Castellano
La duda de Orfeo
«No mires atrás hasta que la luz del sol os bañe por completo, dijo Hades. Ya casi hemos salido de su reino ¿Me seguirá Eurídice? No le oigo ¿Está detrás? Creo que ya puedo mirar…»
El hombre dio otra cucharada de puré a su esposa, al amor de su vida. Ella abrió la boca lo justo para que el borde de la cuchara se posara en su labio inferior y el alimento pudiera entrar en su boca. Le costó tragar, a pesar de que el puré era casi líquido. No pudo evitar regurgitar una pequeña cantidad del alimento que manchó su barbilla. Su marido se apresuró en limpiarlo con el babero que ella llevaba anudado al cuello. Ella se lo agradeció con la mirada, con aquellos ojos verdes ahora apagados como la ceniza. Si había algo que él no soportaba, que sentía como una patada en el corazón, eran esas pruebas fehacientes de la fragilidad de su esposa. Mientras volvía a rellenar la cuchara con el puré, su mente recordó el interrogatorio de aquella misma tarde…
– Eli era una mujer especial, me enamoré de ella nada más verla por primera vez. Nunca olvidaré aquel momento. Sus ojos, su voz, su alegría contagiosa. Alegría, eso pensaba yo. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que la pobre era muy desdichada. Yo me desvivía por protegerla, por animarla. Ella me decía que no me preocupara, que era algo temporal. Pero la tristeza, por mucho que lo intentara, no le abandonaba. Creímos que la pequeña lo cambiaría todo, que nos traería la felicidad ¡Qué estúpidos fuimos! Al poco de nacer nuestra hija, Eli cayó en una depresión aún más profunda. Lloraba durante horas sin saber por qué. La niña también, desde que era bebé. Era insoportable.
– ¿Por esa razón las mató?
– ¿Qué? ¡No, no!
El inspector de policía esperó a que el detenido se explicase. Su objetivo era que aquel hombre diera el mayor número de detalles para poder cerrar el caso de forma irrefutable. La experiencia y la intuición no le engañaban. Al final todos confiesan vomitando su culpa como un borracho que necesita arrancar la bilis de sus entrañas en cada arcada.
– No es lo que usted cree. No fue por celos, ni por un ataque de locura. Fue por piedad.
– ¿Piedad?
Al hombre le costaba arrancar. Se le notaba que tenía ganas de hablar pero, por sus gestos, daba a entender que el inspector no le iba a creer. No dejaba de fregarse las manos, con las palmas llenas de sudor.
– Explíquese, por favor. Le escucho. ¿Qué quiere decir con que «fue por piedad»?
– A ver. Sé que me toma por loco. Piensa que soy el típico hijo de puta que mata a su mujer en un ataque de ira. Yo no soy así. Yo amaba a mi mujer. Amaba a mi hija. Y por eso las salvé.
– Sigo sin comprenderle.
El hombre se miró las palmas de aquellas manos. El sudor no había podido borrar las manchas de sangre de su mujer y su hija de tres años.
– Las salvé de este mundo. Las libré del Infierno.
– Les quitaste la vida.
– No es cierto, al contrario. Es ahora que están viviendo en el verdadero mundo.
– ¿A qué se refiere?
– Supongo que sabe que soy psicólogo. Llevo varios años, desde que percibí la tristeza interior de mi mujer, intentando comprender qué le sucedía. Comencé por mi campo, la psicología, pero ninguna teoría que encontraba me satisfacía. Entonces me introduje en el mundo de la filosofía y las religiones. Durante tres años me empapé de todo el conocimiento que me fue posible sobre estas materias. Y no hace mucho tiempo lo entendí todo.
– ¿Qué entendió?
– Que el infierno existe y es este mundo, esta existencia. Que cuando morimos escapamos de esta prisión terrible para tener una nueva oportunidad en otra dimensión diferente.
– ¿Entonces usted cree que esto es el infierno?
– No lo creo. Estoy seguro. Si abre su mente a esta idea se dará cuenta de que no digo ninguna animalada. Desde que nacemos estamos sufriendo. Los pobres sufren, los ricos sufren. De diferente manera pero todos sufren, todos tienen miedo. El dolor y la crueldad nos rodean. Usted que es policía debería entenderlo mejor.
El inspector no contestó. Sin embargo, su mente intentaba recordar la cantidad de locos que le habían explicado argumentos similares para disculpar sus horribles crímenes. Este razonamiento era nuevo, pero no difería mucho del de otros asesinos en serie que se veían a ellos mismos como una especie de libertadores o salvadores.
– Por la expresión de su rostro, veo que no me cree. Que no me quiere creer. Da lo mismo. Al final todos moriremos y nos salvaremos. Pero Eli no podía esperar. Su tristeza y la de mi hija superaban los límites de lo soportable. Por eso lo hice. No soy tonto. Sé que para la sociedad no soy más que un psicópata asesino. Pero me da igual. Ellas ya son libres para vivir, y yo espero reunirme pronto con ellas.
– Lo que no acabo de entender es por qué usted no se quitó la vida.
– Mire, soy culpable, pero no me arrepiento. Solo me gustaría que no se me recordara como a un asesino sino como a un Orfeo que bajó a los infiernos a salvar a su mujer y a su hija. Por eso no me suicidé. Necesitaba explicar mi acto. Muchos me tendrán por un loco, pero otros me comprenderán.
– Si no recuerdo mal, Orfeo no consiguió salvar el alma de Eurídice.
– Él falló. Se dejó llevar por las dudas. Yo no he dudado. Estoy seguro de lo que he hecho.
El inspector salió del interrogatorio con una sensación dual, con la satisfacción del caso cerrado pero con la amargura de condenar a un hombre que confiesa su delito sin sentirse culpable de nada ¿Cómo puede alguien tan inocente que no haría daño a un insecto, ser capaz de matar a su familia? ¿Le podría pasar a él mismo?
Esa noche, mientras daba la cena a su mujer, enferma de ELA, pensó en la posibilidad de que aquel loco tuviera razón. Dejó la cuchara en el plato aún con la mitad del puré por comer. Cogió un almohadón cercano y se lo enseñó a su mujer. Los ojos verdes se posaron en él. Ahora no tenían ese tono ceniza, habían recuperado un poco de su brillo. «Hazlo», le decían.
El inspector acercó el almohadón a aquellos ojos. Lo presionó contra la cara de su esposa, de la mujer de su vida, de la persona que más quería en este infierno llamado existencia. Y entonces se dio cuenta de algo. Esos ojos, de nuevo los había visto brillar ante la esperanza de apagarse para siempre. Dejó de presionar. Levantó el almohadón. Estaban cerrados. Por un momento pensó aterrorizado que había reaccionado tarde. Pero entonces, ella los abrió para mirarle de forma inquisitiva. «¿Por qué?», preguntaban, de nuevo apagados.
– He dudado – respondió él – como Orfeo.
Amor multiversal
«Sois como dos gotas de agua», dijo él. «Y a la vez, tan diferentes…», añadió.
-¿A quién te refieres? – preguntó Mirjana desconcertada- ¿A quién me parezco?
Se habían conocido antes de la medianoche de un treinta de mayo en la discoteca Zvezda, en pleno centro de Belgrado. Él aparentaba haber alcanzado los cuarenta en buena forma. Ella arañaba la veintena, joven universitaria celebrando una fiesta con la que financiar el viaje del cercano final de curso. Mirjana se sintió atraída por aquel extraño que destacaba entre tanto joven en la edad del pavo. Elegante, con la cabeza rapada al cero y un rostro adusto de mandíbula prominente, aquella versión de Jason Statham no le había quitado ojo desde que ella entrase en la disco. Esa noche, ella tenia planeado liarse con Sasha, un compañero de clase con el que tonteaba a menudo. Su amigo tendría que esperar, este misterioso personaje era prioritario.
Mirjana le sonrió. Él pidió dos bebidas en la barra y con ellas en sus manos se acercó a la joven. Él le preguntó por la universidad, ella indagó si tenía familia tras observar que no llevaba anillo. «En otro tiempo, en otro mundo», contestó él. Esa frase misteriosa acabó de cautivar a la joven serbia. Abandonaron la fiesta de manera discreta. Durante unas horas, él absorbió la energía de Mirjana: su alegría, su juventud, su pasión. Y después se marchó. Mirjana no volvió a verle jamás. Ni siquiera llegó a saber su nombre.
Ram aprovechó que Mirjana dormía relajada para vestirse y activar el aparato de teletransporte interdimensional. Cinco minutos después, aquel hombre misterioso estaba de vuelta en su estudio, en un mundo muy diferente al que había visitado esa misma noche. Observó las imágenes que se mostraban en forma de holografías, colgadas del vacío en la habitación. Una de ellas reflejaba la persona de Mirjana. El resto de imágenes mostraban otras mujeres, de diferentes planetas y épocas, muy parecidas físicamente a la joven de la Tierra del siglo XXI. Desactivó el visor holográfico y la habitación quedó prácticamente a oscuras. A una señal telepática se abrió la compuerta de la sala. Ram hubiese podido teletransportarse hasta la cocina, pero nunca le había gustado presentarse de forma tan repentina delante de su esposa. Le parecía una falta de respeto. Al oír los pasos de su marido, Dax se giró. Estaba colgando del invisible asiento no-gravitacional, con una copa de zumo de fruta fermentada.
«Como dos gotas de agua, pero a la vez, tan diferentes», pensó Ram. Su mujer era clavada a Mirjana, pero en una versión más madura y también más relajada, segura de sí misma.
– ¿Qué tal te fue en tu viaje? ¿Conseguiste lo que buscabas? – preguntó ella, con tono pícaro.
– Sí, me fue muy bien. ¿ Y a ti?
– ¡Bah! No consigo verle la gracia a los viajes de satisfacción sexual, es decepcionante que te aplique capacidad de seducción sin que tú lo pidas. Además, no he sido capaz de mejorar lo que tengo en casa – añadió con una sonrisa burlona -.
– Gracias, cariño. A mi me pasa algo parecido.
Ram nunca se lo había confesado. Él no sabía qué pensaría su esposa si ella descubriera lo que buscaba su marido en sus viajes sexuales por otras dimensiones. Por esa razón, por miedo, él jamás se había atrevido a explicarle que solo se acostaba con otras versiones de ella. Quizás Dax pensaría que su marido era un loco obsesivo. Tal vez se preguntaría qué busca en sus otros «yo» que ella no es capaz de darle. No, mejor no decirle nada y guardarse el secreto para él.
Save our souls
De la Wikipedia : «SOS es la señal de socorro más utilizada internacionalmente. Se cree equivocadamente que SOS significa Save our souls (Salven nuestras almas). En realidad se escogió esta representación por su simplicidad a la hora de transmitirla en código Morse.»
Nota del autor : También se cree, equivocadamente, que como los marineros tienen la obligación legal y moral de asistir a los navegantes en peligro, siempre ayudarán a salvar a los náufragos que se encuentren.
Era imposible descansar en la cubierta de aquel crucero. En primer lugar, a causa del jaleo de los niños jugando en la piscina de popa, y después por el ir y venir de la gente con sus constantes peregrinaciones de la hamaca a la barra y de la barra a la hamaca, con cócteles y cervezas en ambas manos. A pesar de todo ello, conseguí cerrar los ojos un momento, un minuto tal vez, hasta que de pronto se oyeron varias voces que gritaban, al principio de manera incomprensible. Me di cuenta de que algo importante sucedía porque noté como poco a poco, el tráfico de bebidas de todo incluido se desaceleraba de forma evidente. Abrí los ojos. Muy cerca de mi hamaca había varias personas, con sus mojitos o piñas coladas en la mano, que miraban hacia estribor, o quizás era hacia babor…bueno, hacia la derecha del barco. De allí venían los gritos. Varios pasajeros al lado de la borda, hacían ostensibles gestos para llamar la atención, no sé de quién. Alguno decidió que lo mejor era correr hacia el bar y avisar directamente en el bar de la cubierta. Los camareros se miraron entre sí y uno de ellos hizo una llamada. Yo continuaba en mi hamaca sin perderme detalle. Los niños seguían chapoteando y gritando en la piscina. Algunos de los que transportaban cócteles continuaron su trayecto y se estiraron en sus hamacas como si no sucediera nada. Pero definitivamente, algo había ocurrido.
Un par de minutos tardaron dos oficiales del barco en acercarse a la zona donde se había formado una aglomeración de gente que observaba el mar. En ese momento pensé que quizás habrían avistado un tiburón. Valía la pena hacer el esfuerzo de levantarse de la hamaca si eso comportaba una historia más que contar al regresar de las vacaciones. Me levanté y me acerqué a la multitud. Seguía sin entender de qué hablaban, pero no parecía que se tratase de ningún animal marino. Pude encontrar un hueco en la barandilla y entonces lo vi. Se trataba de una barca ruinosa, medio hundida en el mar. La parte trasera de la barcaza ya había desaparecido entre las aguas. En la parte delantera de la misma, en poco más de diez metros de largo, se agolpaban más de un centenar de personas que gritaban desde allí abajo y nos miraban, implorando ayuda. Habían algunos más que nadaban a unos metros de la barca, otros flotaban inertes. Conté una decena de cuerpos. Desconocía si habría más cadáveres que ya se habrían hundido. Me retiré de la barandilla, incapaz de seguir observando aquel espectáculo dantesco, me sentía mareado. A mi lado, varios pasajeros del crucero discutían junto al par de oficiales que habían acudido.
– ¡Tenemos que hacer algo rápido! ¡No podemos dejarlos ahí!
– ¡No! ¡Lo que hay que hacer es dar aviso por radio a la guardia costera para que vengan ellos a recogerlos! ¡No podemos subir a esa gente a este barco!
– ¡Si no los recogemos ahora esa barca se hundirá y todos morirán! ¡No podemos esperar más!
– ¿Quién nos asegura de que alguno de ellos no es portador de enfermedades como el ébola? ¡Es un peligro subirlos!
– ¡No diga estupideces! Tenemos sitio suficiente para aislarlos en una parte del crucero. No es necesario que compartamos el mismo espacio.
– ¡Pero alguien tendrá que auxiliarlos! ¿Quién va a atreverse a entrar en contacto con ellos? ¿Hay alguien que esté vacunado del ébola?
– Yo mismo me ofrezco voluntario.
– ¿Usted? ¿Está vacunado?
– No, pero me da igual. No soporto ver a esta gente muriéndose delante de mis narices sin hacer nada por evitarlo.
Los que discutían entre recoger a los náufragos o dejarlos tirados eran pasajeros del crucero del mismo país, del mío. Los oficiales del crucero se mantenían al margen, mudos, observando el contraste de opiniones.
– Oficiales, exijo que si este señor baja a auxiliar a esas personas, no regrese con el resto de pasajeros y se le aísle en la zona donde se aloje a los náufragos. No pienso permitir que su imprudencia provoque una epidemia de riesgos imprevisibles.
– No podemos aislar una zona del crucero – apuntó uno de los oficiales que hasta ahora no había participado en la conversación-. Todos los camarotes están ocupados, y no podemos tampoco ceder ningún espacio en cubierta porque todos son de circulación libre para los pasajeros.
– No es verdad, hay zonas que están prohibidas para los pasajeros.
– Si están prohibidas para los pasajeros también están prohibidas para cualquier persona ajena a la tripulación.
– ¿Incluso en un momento así?
– Así es – afirmó el oficial-. Además tampoco hay suficiente comida para alimentar a esa gente.
– ¿Es broma? Cada día se está tirando comida para alimentar el triple de personas de las que están a punto de ahogarse mientras nosotros discutimos.
– No es tan fácil. El crucero se compromete a ofrecer diariamente una cantidad de comida y eso es lo que hacemos. No llevamos comida de más, está calculada para cumplir con nuestro compromiso comercial.
– ¡Pero si la mitad de esa comida se tira!
– Eso da igual. Estamos obligados a ofrecer esas raciones.
– ¿Y si les alimentamos con las sobras?
– Si hacemos eso y los medios de comunicación se entera, se nos echarían encima criticando nuestra conducta.
– ¡Eso es absurdol! ¡Estamos hablando de salvarles la vida! ¡La ley marítima nos obliga a socorrerlos!
– ¡No le hagan caso! ¡No podemos subirlos! ¡Son un peligro para nosotros! ¡Me niego a compartir espacio con personas que pueden contagiarme una enfermedad letal! ¡Les denunciaré si les suben a bordo! ¡Avisen a la guardia costera que corresponda y vayámonos de aquí!
– ¡Yo me quedo con ellos! ¡Me niego a dejarlos aquí!
– No podemos abandonar a ningún pasajero en alta mar.
– ¡Se lo exijo! Solo necesito cinco botes salvavidas y mis raciones de comida para lo que queda de crucero. Nada más. Con eso aguantaremos hasta que lleguen los guardacostas.
– No nos es posible prescindir de los botes salvavidas.
El hombre miró de nuevo por la borda. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
– ¡Yo me quedo con él! -dijo una chica joven-. Exijo otro bote salvavidas para mí y mis raciones de comida.
– ¡Y nosotros también! – dijeron una pareja de unos setenta años y pelo blanco.
Al final, bajaron un solo bote con una decena de pasajeros. Estos firmaron un documento por el cual se comprometían a renunciar al crucero y a no demandar a la empresa organizadora. También aceptaban asumir el riesgo que para sus vidas comportaba aquella acción. A cambio recibían las raciones calculadas para cada uno de ellos que les correspondería hasta el final del viaje.
Cuando descendieron, La barcaza ya había desaparecido bajo el mar, y con ella la mitad de sus ocupantes. Los supervivientes, al ver el bote salvavidas, nadaron desesperadamente hacia ellos. Según se chismorreaba en cubierta, el crucero habría informado a la guardia costera de Italia con un mensaje de SOS, y esta aún tardaría unas horas en llegar hasta el lugar del naufragio. Cuando eso sucediese nosotros ya nos encontraríamos de nuevo navegando, rumbo a Mallorca. Sin más que hacer, me volví a estirar en la hamaca aunque sin poder descansar tranquilo. El jaleo provocado por el chapoteo en las piscinas y el tráfico de pasajeros ansiosos por amortizar el «todo incluido», me impedía echar la siesta. O quizás, lo que me inquietaba era saber que las almas que no se podrían salvar serían las nuestras.
El alma amputada
Cuando llegaron, se encontraron la casa tan vacía como el cajón donde durante años habían guardado sus sueños, ahora robados. El silencio entre las cuatro paredes de aquella prisión llena de lujos, amenazaba con hacer implosionar sus debilitadas mentes. La ausencia de vida a su alrededor les obligaba a escuchar de sus corazones el rutinario latido, tic tac de un reloj que nos recuerda que la hora nos llega a todos, a algunos demasiado pronto.
Qué poco importa todo en esos momentos en los que la cruda realidad te amputa el alma, cuando la miseria se propone demostrarte que ella es quien manda en este mundo. Porque hoy puede que ganes una batalla, pero la guerra la tienes perdida desde el momento en el que naces en este infierno dominado por dioses injustos, caprichosos y crueles.
Se sentaron en el sofá, uno al lado del otro. Él no se atrevió a cogerle la mano a ella, por miedo a que, tan frágil, se rompiera en mil pedazos. En cambio, levantó la mirada hacia el rostro de su esposa. Tenía los ojos de un rojo brillante, muchas horas llorando y las que aún quedaban por llegar. Pero algún día se acabarían, quizás de puro cansancio, o tal vez cuando ambos se rindieran ante la resignación que siempre acaba por oxidar nuestros sentimientos.
La herida nunca cicatrizará, siempre estará ahí. Tampoco queremos que se cierre. El recuerdo doloroso es una muestra de amor hacia esa niña que llenó nuestras vidas durante nueve años.
Descanse en paz, Xana.
Max
-¡Max, despierta! ¡Max, vamos, despierta! ¡Venga, Max! ¡Max, vamos, ya no te aviso más! ¡Max, despierta de una vez! ¡Max, por favor, ya es muy tarde! ¡MAX!
El chico abre los ojos tras recibir el golpe de la almohada sobre su cabeza. Otra vez al instituto, piensa.
– ¡Espabila Max! Tienes el desayuno en la mesa, que no se te enfríe.
La voz se va alejando, su madre ya no está en la habitación.»Debe estar poniéndose los zapatos», aventura Max. En efecto. Unos segundos más tarde, escucha los pasos apresurados que se acercan con otro calzado diferente. Es el momento de levantarse.
– ¡Venga, holgazán! ¡Sal ya de la cama o se te hará tarde y te castigarán!
Max se incorpora sobre el colchón y lentamente se quita la camiseta del pijama. Siguiendo unos automatismos adquiridos durante los últimos años, el joven se asea, se viste y desayuna, en ese orden. Después de dar un beso rápido a su madre y ponerse las deportivas, sale de casa incapaz de recordar si ha desayunado cereales o galletas, o si ha llegado a peinarse y cepillarse los dientes. Incluso, ahora que ya está un poco más despierto, echa un vistazo a su camiseta para comprobar que no se la ha puesto al revés.
¿En qué piensa este chaval de quince años, espigado como un junco y al que le acaban de salir los primeros pelos del mostacho adolescente? Pues en lo que cualquier chico de su edad. Max sueña con fútbol y también con protagonizar aventuras en las que él es un héroe y salva de las garras de los villanos a la chica guapa de su clase, de la que se ha enamorado este curso y tiene miedo de que su madre se entere y le deje en ridículo. Hubo un tiempo en que Amparo lo sabía todo de él, era su segunda piel. Sin embargo, con el tiempo Max se ha ido convirtiendo en una caja de secretos para su madre.
Con paso errático llega al instituto. No es consciente del interés con el que le miran algunas chicas; él ahora mismo solo tiene ojos para esa alumna nueva de cabellos dorados como los suyos, que ha alborotado las hormonas de sus compañeros de curso y, por supuesto, también las suyas. Sin embargo, Max considera que ese ángel vuela fuera de su alcance, pensamiento que le frustra y provoca que últimamente esté de un humor insoportable y su comportamiento en casa desconcierte y preocupe a los adultos. Por suerte sus notas siguen siendo buenas, aunque su madre lo ve cada vez más instalado en las nubes.
Max saca los libros de su mochila, hay un papel doblado en el fondo. El joven lo abre. «Dibuja una sonrisa y que nadie te la borre en todo el día. Te quiero». La nota de su madre le obliga a sonreír durante un segundo. Luego, mira inquieto a uno y otro lado, preocupado por si alguien le ha descubierto. Sin embargo, la mayoría están demasiado dormidos a esta hora como para cotillear con sus compañeros. Max detiene su mirada en la chica que le tiene robado el corazón ¡Cómo le gustaría poder decirle que él es un héroe, que lucha contra un ser de otro planeta que quiere invadir la Tierra y esclavizar a todos sus habitantes! Pero ese tema es alto secreto. Sus ojos grises se alejan de ella antes de que la chica pueda darse cuenta de que está siendo espiada.
– ¡Max, por favor, cierra las persianas!
El profesor de matemáticas saca de repente a Max de sus pensamientos. El chico se levanta y obedece. La oscuridad ocupa rápidamente el hueco dejado por la luz del sol en su retirada. Un escalofrío recorre la espina dorsal de Max al observar como las sombras reptan por las paredes del aula. Viejos recuerdos le traen nuevos temores. Pasea la mirada por sus compañeros para intentar persuadirse de que solo se trata de una paranoia. El profesor continúa borrando los cálculos trigonométricos desplegados en la pizarra durante la última clase del día anterior. Algún alumno bosteza, otros vacían de forma mecánica el contenido de las mochilas sobre sus pupitres. Un grupito ríe mientras comentan entre ellos algo gracioso y observan a otra compañera, Fátima, que mira al frente, a la pizarra, con los ojos tristes. Una lágrima se desliza por su mejilla izquierda. El sentimiento de miedo se apodera de la mente de Max. Está allí, el Cazador de Lágrimas, en su clase. Ha venido a vengarse.
Sin embargo, si ha venido a por él, ¿Por qué está atacando a Fátima? La respuesta no tarda en ser contestada. Max escucha los susurros de sus compañeros de delante. “Mira en la pared, ese dibujo. ¡Es Fátima!” Alguien ha colgado un papel cerca de la puerta de entrada al aula. Se trata de la caricatura de una persona con una prenda negra que le cubre desde la cabeza hasta los pies, como si fuera un fantasma pero en oscuro. Encima del dibujo alguien ha escrito la palabra Fátima. Max se da cuenta de que el problema en esta ocasión no viene provocado por un ser de otro planeta, si no por jóvenes crueles que disfrutan humillando a sus compañeros y compañeras de aula. En este caso en concreto, se burlan de la compañera musulmana que nunca se mete con nadie.
Max intenta no ponerse nervioso. La ira no ayuda a tomar buenas decisiones. Así se le ocurre una manera de darle la vuelta a la situación.
Justo en el momento en el que el profesor ha acabado de limpiar el encerado y se da la vuelta para hablar a sus alumnos, el chico se levanta con un bolígrafo en la mano y, con paso decidido, se dirige a la puerta.
– ¡Max! ¿Se puede saber qué estás haciendo?
– Perdone un momento profesor. Solo será un segundo.
Los chicos que antes se reían ahora observan con indiscreto interés. Aquellos otros que aún no se habían despertado, abren bien los ojos intentando descubrir qué está pasando. Max se detiene junto al papel y dibuja algo en él. Luego se vuelve a su sitio con una sonrisa perfilada en su rostro. El profesor se acerca al dibujo y lo estudia un rato en silencio. Luego le añade algo con su propio bolígrafo.
Al terminar la clase, todos los alumnos excepto Max van corriendo a ver el dibujo. Ahora ya no hay solo la caricatura de una Fátima con burka. A su lado, cogiéndole la mano izquierda, hay el garabato de un personaje flaco y alto con un nombre encima, Max. Y en el otro lado, hay un hombre rechoncho con gafas con el nombre del profesor. Poco más tarde, casi toda la clase se ha dibujado en divertidas caricaturas de ellos mismos en el papel, excepto los cuatro bobos que comenzaron la broma. Max, antes de marchar, coge el papel y se lo da a Fátima. Ella lo recibe con una sonrisa de agradecimiento.
– Gracias Max. Ha sido un detalle muy bonito por tu parte.
Max, también sonríe aunque no sabe qué contestar. Sus ojos grises brillan de alegría porque ha sido valiente para ayudar a una compañera en apuros sin tener que pelearse con nadie. Tiene ganas de volver a casa para poder explicarle a su madre lo que ha sucedido. Y también para decirle que hay una chica que le gusta y que se ha caricaturizado a sí misma cogiéndole la mano derecha y con el rostro mirando hacia él.
La Variable parte2
8
Salí de la cafetería corriendo, tras pagar mi café y el de la anciana de aspecto cándido, que se despidió de mí con una sonrisa bondadosa y un beso inocente. En mi mente comenzaba a gestar los detalles de mi nuevo trabajo: En primer lugar escogí un nombre, «Decesus», un latinajo que significa muerte y que encontré muy apropiado y con gancho. Luego pensé que debería ser una aplicación fácil de desarrollar: un formulario sobre salud, otro sobre hábitos de vida, y un último formulario que preguntara sobre la longevidad y causa de muerte de los familiares más próximos. Los resultados los añadiría en una fórmula secreta que descifraría la cifra de años que esa persona viviría. Por supuesto, no pretendía dar una fecha exacta de expiración, eso era un punto que debía recalcar en la pantalla de inicio, que quedase claro. Simplemente se trataba de una aproximación definida por todas las variables de salud, hábitos de vida y genética introducidas. La fórmula que combinaría todos esos datos la encontré buscando por internet en páginas de salud, tampoco me maté mucho, lo confieso. Y por esa razón, me salió una chapuza. Un juego al que el usuario acudía cuando se aburría del Candy Crush.
7
Fue un desastre. Poco más de veinte descargas el primer mes. No hacía más de lo que ya hacían una docena más de aplicaciones que podías encontrar gratis en Google Play. A mi aplicación le faltaba algo y no sabía el qué. Fue la misma anciana, de nuevo en aquella cafetería, quien me mostró la clave del éxito cuando yo ya estaba a punto de tirar la toalla. De nuevo estaba leyendo la página de decesos y, como en la ocasión anterior, realizó un comentario que me activó. «¡Qué lástima! Por mucho que uno se cuide, por mucho cuidado que tenga, nunca estará del todo seguro. Siempre habrá algo que se le escape y le mande al hoyo». Ese «algo», pensé de repente, ha de ser la Variable que mide nuestra suerte, que define nuestra capacidad para esquivar la adversidad, o para caer a las primeras de cambio aunque tengamos la salud de un toro. ¿Pero cómo medir esa Variable? Ese era el quid de la cuestión. Si conseguía descubrir cómo calcular el valor de esa variable me haría de oro…y muy poderoso. Y entonces me pasó algo muy curioso. La anciana me miró, como aquel otro día, y me dijo «Hijo, solo las Moiras conocen lo que nos depara el Destino a cada uno de nosotros. Solo ellas saben cuánto duraremos en este mundo». Lo comprendí al momento. Mi fórmula no servía para una mierda. Nuestro destino, nuestra vida, nuestra muerte, dependían de una única Variable, una especie de Lotería. Y yo me lo iba a jugar el todo por el todo. Salí escopeteado de la cafetería, ni siquiera recuerdo si en esta ocasión llegué a pagar mi café. Actualicé la fórmula de la app y volví a subirla a los diferentes Stores. Simplifiqué la aplicación a una Variable sin un valor informado. Por alguna razón incompresible yo sabía que su valor concreto para cada usuario se mostraría sin necesidad de que yo me preocupase de calcularlo.
6
Durante días busqué con ansiedad indicios en los diarios digitales de todo el mundo. Un par de semanas después de mi actualización, encontré un comentario en un diario de Alemania: «Mi marido estaba muy nervioso porque una app le había avisado que moriría esta noche pasada. Estuvo horas sin dormir pero al final se durmió. Y ya no despertó». Busqué la forma de ponerme en contacto con la viuda de aquel hombre. Lo conseguí, y confirmó lo que pensaba. Aquella app era la mía.
5
Puse la maquinaria mediática a funcionar: redes sociales, comentarios en diarios digitales, llamadas a radios y televisiones. Con mi ayuda, una noticia tan morbosa como esa no tardó en hacerse viral. En pocos días, mi app comenzó a descargarse por millares. Las ofertas publicitarias me llegaban a cientos. El proyecto tuvo un éxito rotundo y adquirió dimensiones extraordinarias.
4
Sin embargo, la fama no tardó en comportarme problemas. La policía vino a verme varias veces, sospechando que yo pudiera estar detrás de alguna de las muertes que mi app había vaticinado con exactitud. Intentaron implicarme en aquellos casos, pero no tenían pruebas, por lo que se contentaron con vigilarme las 24 horas. Por otra parte, grandes compañías de seguros y bancos trataron por todos los medios de convencerme para que les vendiera la aplicación. Para ellos era de vital importancia controlar un elemento que se escapaba de su comprensión y que suponía un gran riesgo para su negocio. No poseerlo les dejaba en una situación de gran fragilidad. Poseerlo significaba el poder absoluto. Primero me ofrecieron migajas, creyendo que trataban con un pelele. Después subieron sus ofertas hasta cifras astronómicas. Al ver que no cedía, llegaron las amenazas a mi vida. Sin embargo, yo también utilizaba mi propia aplicación y sabía que aún tardaría en llegar mi momento.
3
Por desgracia, cuando la situación no podía ser mejor, de repente dio un vuelco. A alguien le dio por llegar a su trabajo con un rifle y comenzar a pegar tiros a sus compañeros. La policía lo redujo acribillándole a balazos. En su casa encontraron una nota en la que decía que le quedaba una hora antes de morir y la frustración y rabia por toda una vida perdida le llevaba a vengarse de la gente que él había considerado que le habían amargado la existencia. Los familiares de las víctimas me acusaron de haber provocado la reacción psicópata de aquel loco. Tuve que acudir a los mejores abogados para conseguir frenar aquella amenaza. Pero la campaña mediática ya había empezado. Los bancos y las aseguradoras se dieron cuenta de que era el momento perfecto para hundirme. Y a fe que lo consiguieron. Invirtieron mucho dinero en difundir el mensaje de que mi aplicación no adivinaba la fecha de la muerte del usuario, si no que la provocaba y por eso acertaba siempre. Según los medios a sueldo, yo era el culpable de las muertes que vaticinaba. Consiguieron que la aplicación fuera expulsada de todos los app stores oficiales, me quedé sin contratos publicitarios, me cayeron miles de demandas judiciales. Mi economía se hundió a la vez que se hundían mi aplicación y mi propia imagen.
2
De nuevo he tocado fondo. Esta mañana he desafiado la lluvia torrencial para regresar a la cafetería. Como esperaba, allí estaba la anciana. Me ha sonreído al verme. Le he explicado mis problemas y ella me ha escuchado mientras leía las cronológicas del diario. Cuando ha terminado de leerlas me ha hecho un gesto con la mano para que pare de hablar. Me ha dicho cuatro palabras: «Tú dominas la Variable». Al momento he sabido que tenía que hacer . Mi aplicación había caído en desgracia, pero millones de personas seguían consultándola a diario y, aunque ya no se podía descargar, muy pocos la habían borrado de sus dispositivos. El morbo es la mayor droga del ser humano. Le he pagado de nuevo el café a la anciana y ella me lo ha agradecido otra vez con un beso muy tierno. Pero antes de alejar su boca de mi mejilla me ha susurrado algo que ha helado mi sangre: «¿Recuerdas cuando te suplicaban una explicación, impotentes, con los ojos encharcados? ¿Recuerdas la sensación de poder? Haz el trabajo que siempre se te dio tan bien, despáchalos a todos y tendrás un lugar a mi lado. Nos volveremos a ver pronto».
1
Esta vez he salido de la cafetería sin prisas, con todo el tiempo del mundo para llegar a casa, conectar mi computadora y modificar la Variable con un valor definido para todos los usuarios de la aplicación, incluido yo mismo: 10 segundos.
0
La variable
«He aquí tu regalo, Pandora. Este don te dará el poder, mas cuando lo abras empezará tu final.»
10
El día que mi vida tocó fondo por primera vez no llovía. Era un día primaveral, soleado y agradable. Tal incoherencia me hizo ser consciente de que, a pesar del duro golpe que acababa de recibir, en el fondo, aquellos desgraciados me hacían un favor. Necesitaba un cambio, un estímulo que me devolviera la sensación de ser un profesional válido. «¿Por qué no desarrollas una app?», me aconsejó un amigo. Él entendía que ese ejercicio podría darme aquello que echaba tanto en falta: motivación, auto-aprendizaje y la satisfacción de crear un producto totalmente mío. Hacía mucho tiempo que había dejado de programar, desde que con mi ascenso me había acostumbrado a ser parte de una maquinaria de la que finalmente yo también fui víctima. La idea de mi amigo me pareció interesante y me puse manos a la obra. Lo primero era pensar en algo original y excitante. ¿Original? Imposible. Pero siempre podía hacer algo mejor que lo que se había implementado hasta el momento.
9
Después de mucho pensar e investigar, un día encontré la respuesta en la barra de una cafetería. Una anciana, de aspecto cándido, hizo un comentario en voz alta justo a mi lado. «Pobre diablo, toda la vida ahorrando y se muere de repente». Observé que la mujer estaba leyendo la sección necrológica. Se giró y me miró a la cara. «Hijo, lo que daría la gente por saber lo que va a durar en este mundo». ¡Eureka! ¡Al momento supe que esa sería mi gran idea! Iba a hacer una app que vaticinaría el momento de la muerte. Con esa aplicación, la gente podría prepararse para el momento fatal, saber si le sería necesario un plan de pensiones, ahorrar, tener hijos, no esperar más a hacer ese viaje que siempre deseó realizar o hacer el amor como si no hubiera un mañana…porque realmente no lo iba a haber.
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Salí de la cafetería corriendo, tras pagar mi café y el de la anciana de aspecto cándido, que se despidió de mí con una sonrisa bondadosa y un beso inocente. En mi mente comenzaba a gestar los detalles de mi nuevo trabajo: En primer lugar escogí un nombre, «Decesus», un latinajo que significa muerte y que encontré muy apropiado y con gancho. Luego pensé que debería ser una aplicación fácil de desarrollar: un formulario sobre salud, otro sobre hábitos de vida, y un último formulario que preguntara sobre la longevidad y causa de muerte de los familiares más próximos. Los resultados los añadiría en una fórmula secreta que descifraría la cifra de años que esa persona viviría. Por supuesto, no pretendía dar una fecha exacta de expiración, eso era un punto que debía recalcar en la pantalla de inicio, que quedase claro. Simplemente se trataba de una aproximación definida por todas las variables de salud, hábitos de vida y genética introducidas. La fórmula que combinaría todos esos datos la encontré buscando por internet en páginas de salud, tampoco me maté mucho, lo confieso. Y por esa razón, me salió una chapuza. Un juego al que el usuario acudía cuando se aburría del Candy Crush.
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Fue un desastre. Poco más de veinte descargas el primer mes. No hacía más de lo que ya hacían una docena más de aplicaciones que podías encontrar gratis en Google Play. A mi aplicación le faltaba algo y no sabía el qué. Fue la misma anciana, de nuevo en aquella cafetería, quien me mostró la clave del éxito cuando yo ya estaba a punto de tirar la toalla. De nuevo estaba leyendo la página de decesos y, como en la ocasión anterior, realizó un comentario que me activó. «¡Qué lástima! Por mucho que uno se cuide, por mucho cuidado que tenga, nunca estará del todo seguro. Siempre habrá algo que se le escape y le mande al hoyo». Ese «algo», pensé de repente, ha de ser la Variable que mide nuestra suerte, que define nuestra capacidad para esquivar la adversidad, o para caer a las primeras de cambio aunque tengamos la salud de un toro. ¿Pero cómo medir esa Variable? Ese era el quid de la cuestión. Si conseguía descubrir cómo calcular el valor de esa variable me haría de oro…y muy poderoso. Y entonces me pasó algo muy curioso. La anciana me miró, como aquel otro día, y me dijo «Hijo, solo las Moiras conocen lo que nos depara el Destino a cada uno de nosotros. Solo ellas saben cuánto duraremos en este mundo». Lo comprendí al momento. Mi fórmula no servía para una mierda. Nuestro destino, nuestra vida, nuestra muerte, dependían de una única Variable, una especie de Lotería. Y yo me lo iba a jugar el todo por el todo. Salí escopeteado de la cafetería, ni siquiera recuerdo si en esta ocasión llegué a pagar mi café. Actualicé la fórmula de la app y volví a subirla a los diferentes Stores. Simplifiqué la aplicación a una Variable sin un valor informado. Por alguna razón incompresible yo sabía que su valor concreto para cada usuario se mostraría sin necesidad de que yo me preocupase de calcularlo.
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Durante días busqué con ansiedad indicios en los diarios digitales de todo el mundo. Un par de semanas después de mi actualización, encontré un comentario en un diario de Alemania: «Mi marido estaba muy nervioso porque una app le había avisado que moriría esta noche pasada. Estuvo horas sin dormir pero al final se durmió. Y ya no despertó». Busqué la forma de ponerme en contacto con la viuda de aquel hombre. Lo conseguí, y confirmó lo que pensaba. Aquella app era la mía.
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Puse la maquinaria mediática a funcionar: redes sociales, comentarios en diarios digitales, llamadas a radios y televisiones. Con mi ayuda, una noticia tan morbosa como esa no tardó en hacerse viral. En pocos días, mi app comenzó a descargarse por millares. Las ofertas publicitarias me llegaban a cientos. El proyecto tuvo un éxito rotundo y adquirió dimensiones extraordinarias.
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Sin embargo, la fama no tardó en comportarme problemas. La policía vino a verme varias veces, sospechando que yo pudiera estar detrás de alguna de las muertes que mi app había vaticinado con exactitud. Intentaron implicarme en aquellos casos, pero no tenían pruebas, por lo que se contentaron con vigilarme las 24 horas. Por otra parte, grandes compañías de seguros y bancos trataron por todos los medios de convencerme para que les vendiera la aplicación. Para ellos era de vital importancia controlar un elemento que se escapaba de su comprensión y que suponía un gran riesgo para su negocio. No poseerlo les dejaba en una situación de gran fragilidad. Poseerlo significaba el poder absoluto. Primero me ofrecieron migajas, creyendo que trataban con un pelele. Después subieron sus ofertas hasta cifras astronómicas. Al ver que no cedía, llegaron las amenazas a mi vida. Sin embargo, yo también utilizaba mi propia aplicación y sabía que aún tardaría en llegar mi momento.
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Por desgracia, cuando la situación no podía ser mejor, de repente dio un vuelco. A alguien le dio por llegar a su trabajo con un rifle y comenzar a pegar tiros a sus compañeros. La policía lo redujo acribillándole a balazos. En su casa encontraron una nota en la que decía que le quedaba una hora antes de morir y la frustración y rabia por toda una vida perdida le llevaba a vengarse de la gente que él había considerado que le habían amargado la existencia. Los familiares de las víctimas me acusaron de haber provocado la reacción psicópata de aquel loco. Tuve que acudir a los mejores abogados para conseguir frenar aquella amenaza. Pero la campaña mediática ya había empezado. Los bancos y las aseguradoras se dieron cuenta de que era el momento perfecto para hundirme. Y a fe que lo consiguieron. Invirtieron mucho dinero en difundir el mensaje de que mi aplicación no adivinaba la fecha de la muerte del usuario, si no que la provocaba y por eso acertaba siempre. Según los medios a sueldo, yo era el culpable de las muertes que vaticinaba. Consiguieron que la aplicación fuera expulsada de todos los app stores oficiales, me quedé sin contratos publicitarios, me cayeron miles de demandas judiciales. Mi economía se hundió a la vez que se hundían mi aplicación y mi propia imagen.
2
De nuevo he tocado fondo. Esta mañana he desafiado la lluvia torrencial para regresar a la cafetería. Como esperaba, allí estaba la anciana. Me ha sonreído al verme. Le he explicado mis problemas y ella me ha escuchado mientras leía las cronológicas del diario. Cuando ha terminado de leerlas me ha hecho un gesto con la mano para que pare de hablar. Me ha dicho cuatro palabras: «Tú dominas la Variable». Al momento he sabido que tenía que hacer . Mi aplicación había caído en desgracia, pero millones de personas seguían consultándola a diario y, aunque ya no se podía descargar, muy pocos la habían borrado de sus dispositivos. El morbo es la mayor droga del ser humano. Le he pagado de nuevo el café a la anciana y ella me lo ha agradecido otra vez con un beso muy tierno. Pero antes de alejar su boca de mi mejilla me ha susurrado algo que ha helado mi sangre: «¿Recuerdas cuando te suplicaban una explicación, impotentes, con los ojos encharcados? ¿Recuerdas la sensación de poder? Haz el trabajo que siempre se te dio tan bien, despáchalos a todos y tendrás un lugar a mi lado. Nos volveremos a ver pronto».
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Esta vez he salido de la cafetería sin prisas, con todo el tiempo del mundo para llegar a casa, conectar mi computadora y modificar la Variable con un valor definido para todos los usuarios de la aplicación, incluido yo mismo: 10 segundos.
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