«La ventaja de ser creyente es que siempre puedes confiar en que otro resolverá tus problemas.»
Luz siempre tuvo fe. Era una persona creyente hasta la médula. Además, era buena, humilde y paciente. También era pobre, condición que suele venir de serie con las virtudes anteriores. Trabajaba limpiando las casas de otras familias al tiempo que el cuerpo comenzaba a avisarle de que no podría seguir con ese trabajo mucho más.
Cuando los achaques empezaron a ser demasiado molestos se produjo un acontecimiento con el que no contaba. Un respiro forzado por una plaga digna de tener su capítulo en la sagrada Biblia. Recibió una llamada de uno de sus clientes para decirle que prescindían de sus servicios laborales durante un tiempo, debido al confinamiento obligatorio. Cinco minutos después llamó otro cliente para explicarle lo mismo. Ese día, prácticamente todos sus clientes llamaron para cerrarle las puertas. Luz, entonces, hizo gala de su mayor virtud. Una sonrisa en su rostro mientras por su mente cruzaba un pensamiento : «Dios proveerá». Fue lo mismo que pensó cuando dejó su país natal y llegó a España con lo puesto. Entonces, no le fue mal, por lo qué no creyó que ahora fuera a ser diferente. Luz lo había pasado muy mal en su vida pero, aún así, nunca había perdido la sonrisa y siempre había tirado hacia delante. Porque la fe mueve montañas, y si algo le sobraba a Luz era fe. A mí, personalmente, la fe me irrita muchísimo. Soy incapaz de luchar contra un un sentimiento irracional con el que millones de personas han conseguido capear crisis terribles a lo largo de la historia. Sí, ya sé que a mí también se me considera a menudo un sentimiento irracional, quizás por eso, porque somos tan semejantes, no nos soportamos, nos repelemos.
El caso es que Luz se sentó a coser junto a la ventana, lo más lejos posible de la oscuridad que envolvía casi toda su casa al atardecer. Tarareando la canción de la bicicleta de Carlos Vives y Shakira, cosía una puntada tras otra. A su lado, yo esperaba mi oportunidad. En algún momento ella tendría que dudar, y su debilidad me abriría la puerta de su mente. Así que mientras ella cantaba, yo esperaba. Hasta que el celular repitió de pronto la misma tonadilla que ella estaba tarareando.
– Dígameeee – dijo en tono dulce.
– Hola Luz, soy Paquita.
– Hola Paquita ¡Qué alegría oírle! ¿Cómo está usted?
– Por ahora bien. ¿Y tú?
– Yo aquí, muy bien, en casita.
– Oye Luz, te tengo que decir una cosa.
– No se preocupe, sé lo que me va a decir. Son días muy malos para todos.
– Mi hija y yo vamos a hacer la limpieza de casa…
– Lo entiendo, Paquita.
– …Pero no te preocupes que te seguiremos pagando como si vinieras a trabajar.
– Paquita, no es necesario, no se preocupe.
– ¡Que sí! No hay más que hablar. Solo faltaría que por culpa de esta enfermedad te quedases sin tu paga. No me lo perdonaría. Así que no hay más que hablar.
– Muchas gracias, Paquita. Es usted un sol.
– Tú sí que eres un sol. Cuídate mucho Luz.
– Y usted también, Paquita, cuídese mucho. Muchas gracias.
– A ti, Luz, a ti.
Luz colgó la llamada. «Dios proveerá», pensó, y siguió tarareando aquella canción de la bicicleta. Yo me alejé de su lado a sabiendas de que en aquella casa no tenía nada que hacer.
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Neisa la persona que nos ayuda en casa es exacta a la mujer que retratas, fe certera, vida dura y una bondad desbordante. Cuando esto estalló le transferí el dinero de dos meses, fui la única.
Que casualidad...
Hola Amparo. Los personajes que muestro en estos relatos existen, todos, para lo bueno y lo malo. Quiero reflejar las mil maneras de padecer y afrontar esta situación tan intensa. Por cierto, no me sorprende tu actitud con Neisa. Gracias por leerme, como siempre.