Kaiju, la bestia.

31 de octubre del 2025, en un lugar cerca de Los Angeles. John corre junto a la bici de su hija. El esfuerzo vale la pena, observa con orgullo como la pequeña Sammy pedalea manteniendo el equilibrio. Es su primer día con una bicicleta de verdad, sin ruedas laterales, y parece que la niña de cuatro años le ha cogido el truco muy rápido. “Más rápido, papá”, y John comienza a tener problemas para seguir el ritmo. Circulan por una calle peatonal, con casas en un lado y sus jardines en frente. El sol aprieta, aunque estamos ya en otoño. John corre por encima de las hojas caídas de los árboles, su hija las evita torpemente y él lucha por no tropezar con la bicicleta. El sudor cae por su cara “Maldito otoño, ayer frío y hoy calor, cada día diferente al anterior”, pero por otro lado agradece el día tan bonito que hace. Es el día perfecto y John está disfrutándolo junto a su hija. 

A miles de kilómetros de allí, al otro lado del océano Pacífico, un anciano se quita el kimono y se arrodilla en frente de su altar a la diosa del Sol, Amaterasu. Akiro, a sus 85 años es uno de los  hombres más ricos de Japón. No hay niño en oriente o en occidente que no haya probado alguna vez sus "Kaiju", caramelos que tienen la forma de monstruos gigantes como Godzilla. En Estados Unidos causan furor en Halloween, esta noche se consumirán millones de ellos en el gigante americano. Es curioso cuanto menos que de su mente surgiese la gran idea de comercializar caramelos tan originales cuando en toda su vida, Akiro, únicamente probó un caramelo, cuando tenía cinco años.

“Cariño, ¿qué te parece si descansamos un poco?” John ya no puede más. Echa de menos la forma física que tenía hace tan solo cinco años. En ese tiempo él ha engordado diez kilos y ahora es incapaz de correr más de un par de kilómetros seguidos. Sammy no le escucha, sigue pedaleando y riendo, pedaleando y riendo, cada vez más rápido. “¡No corras tanto, te vas a caer!” pero la niña sigue sin frenar. Se acercan al final de la calle y John realiza un último esfuerzo por alcanzar a su hija.

El anciano rememora aquel día, hace ya ochenta años, pero que para él ha quedado marcado en la memoria como el fuego en la madera. Era jueves, y como era agosto él estaba de vacaciones. En aquellos días, todas las mañanas acudía con su abuelo a un parque muy cercano a su casa, en Nagasaki. Pero aquella mañana su abuelo se pasó pronto por su casa para decirle que esta vez no podían ir al parque. Él tenía que ir al ayuntamiento a buscar unos papeles y no podía llevarle. Al ver la cara de su nieto, el hombre sacó un caramelo de su bolsillo y se lo dio. “Toma. Te lo guardaba para tu aniversario, pero creo que hoy te hará más falta. No me gusta verte triste”. El abuelo le puso la condición de que se lo comiera después del almuerzo, no quería que la madre se enfadara con el niño por su culpa. El niño prometió hacerlo así y se guardó el caramelo en el bolsillo.

John se da cuenta de que aún no ha enseñado a su hija a usar los frenos. “¡Sammy, aprieta el freno!”. Le gustaría añadir que lo mejor es que utilice el freno derecho, y que no frene demasiado porque podría perder el equilibrio, pero no tiene tiempo. Por suerte la niña aprende rápido. Frena presionando los dos frenos a la vez, pero sin hacer demasiada fuerza, con lo que consigue mantener el equilibrio el tiempo justo para que su padre le de alcance y aguante la bicicleta. Se quedan a dos metros de la carretera, justo en ese momento les cruza un coche a toda velocidad. “¡Qué suerte hemos tenido!” piensa John. A Sammy se le ha borrado la sonrisa de la cara por culpa del susto. “Tranquila, no ha pasado nada. ¡Y además lo has hecho muy bien! ¡Te has ganado un premio! ¿Qué te apetece?”

Nunca más volvió a ver a su abuelo, nunca más volvió a ver a nadie. La catástrofe le alcanzó en casa mientras ojeaba un cuento sobre un perro llamado Hachiko. El edificio se derrumbó y él se salvó gracias a que era una edificación baja, aunque se quedó ciego. Su madre no tuvo tanta suerte, aún estaba comprando cuando la bomba cayó y la muerte la encontró de camino a casa. Su padre había muerto sirviendo al emperador un par de años antes, era uno de los científicos que trabajaba en el Escuadrón 731. Aquel nueve de agosto, Akiro se quedó solo en este mundo, sin poder mirar al futuro. En medio del caos su ceguera pasaba desapercibida, miles de personas vagaban sin rumbo, como él. Durante horas estuvo perdido, hasta que de pronto alguien le cogió la mano y le llevó a una casa. Le dio un cuenco de sopa y un rincón donde dormir a cubierto. No sabe cuanto tiempo estuvo con aquella extraña, ella nunca le hablaba. Él solo descubrió que era una mujer porque un día ella le guió hasta un hospital y antes de dejarle con las enfermeras le puso algo en sus manos. “Toma, esto es tuyo”. Era el caramelo de su abuelo. “Quien te dio esto seguro que querría que nunca olvidases lo que pasó. Nunca les perdones. Cómelo y jura que le vengarás”. Se metió el caramelo en la boca, era lo más dulce que jamás había probado, y también fue lo más amargo que jamás saboreó. 

“¡Un Kaiju, papá! ¡Muchos Kaijus!” Es la noche de Halloween y es lógico que Sammy quiera el típico caramelo del “Trick or treat”. John no se lo puede negar a su hija. Coge la bicicleta con una mano y la mano de la pequeña con la otra. Se dirigen a la tienda de caramelos del pueblo, donde John compra una docena de terroríficos monstruos gigantes nacidos de la imaginación de algún genio demente.

Toma el sake. Por la mente de Akiro se precipitan los recuerdos: el abuelo, el caramelo, Hachiko, la luz cegadora, el trueno, las piedras, la oscuridad, la mano, la voz, el sabor del caramelo. Le internaron en un orfanato donde cada segundo que estuvo recordaba su promesa. Con mucho esfuerzo y la ayuda de su inteligencia innata, salvó el obstáculo de la ceguera y fue logrando un éxito tras otro. Su padre habría estado orgulloso de él. Se doctoró en Química con la mejor nota en la historia de su universidad. Sin embargo, cuando terminó la carrera inició un proyecto empresarial, creando una pequeña fábrica de golosinas. En su mente había trazado un plan a largo plazo que, con tiempo y paciencia, iría tomando forma. 

John contempla a su hija disfrazada de brujita, saboreando los caramelos, uno tras otro sin descanso. "Sammy, no comas tantos dulces que te dolerá la barriga". "Es que están deliciosos, papá". "Deja alguno para después de cenar, si no tu madre se enfadará conmigo por comprártelos".

Hace pocas semanas le diagnosticaron un cáncer terminal, seguramente provocado por las radiaciones de la explosión. Este va a ser su último Halloween y ha llegado el momento de la venganza. Durante años estuvo mejorando una fórmula que había comenzado a investigar sin éxito el Escuadrón 731 en los años treinta. Él lo consiguió, creó un veneno completamente indetectable, sin olor, sabor ni color. Lo fabricó a toneladas y lo almacenó esperando el momento. En cuanto supo la noticia de su enfermedad, ordenó a sus fábricas que añadiesen el nuevo componente a los caramelos que iban a exportarse a Estados Unidos. El anciano ciego se convertirá esta noche en el mayor de los monstruos de Halloween. Ahora ya puede descansar. Saca su Tantō de la vaina y se destripa de izquierda a derecha, luego, con un último esfuerzo, empuja la hoja hasta el esternón. Amaretasu es la única testigo de su sacrificio.

“¡Papá!” La voz de Sammy suena débil. John mira el reloj, las dos de la mañana. Se levanta y va a la habitación de su hija. La piel de la pequeña quema literalmente, el sudor baña su cuerpo. John intenta durante horas llamar a urgencias pero el teléfono comunica todo el tiempo. Cuando se decide a llevarla él mismo al hospital ya es demasiado tarde. Sammy muere en los brazos de su padre. Sus ojos, como los de miles de niños americanos esta noche de Halloween, se han cerrado para siempre.  

JAP Vidal:
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