El evangelio perdido

– ¿Nos estás diciendo que has encontrado otro evangelio apócrifo?
– Otro no, hermano supremo. Se trata sin duda del Evangelio Apócrifo más importante de la Historia.

Tanto el hermano supremo como los capataces del tribunal de la «Santa Garduña» guardaron silencio durante lo que pareció una eternidad. La información que estaba a punto de revelar el «capataz» Eduardo podía ser de vital importancia para sus intereses. O quizás solo fuera la enésima bravuconada de un pseudo-periodista a sueldo.

– A ver hermano, hay miles de evangelios perdidos, de versiones sobre la vida y las enseñanzas del Mesías. La mayoría de estos evangelios desaparecieron en los primeros siglos del Cristianismo.
– Este lo encontraron mis mejores investigadores en unas dependencias romanas.
– ¿Romanas? ¿De Judea o tal vez Egipto?
– ¡Romanas de Sevilla, hermano supremo!
– ¿Qué quieres decir?
– Estaba oculto entre otros pergaminos olvidados en los archivos de la ciudad. Alguien lo había dejado allí sin saber quién lo había escrito y lo que aquel texto significaba.
– ¿Y de quién es? ¿De algún Apóstol?
– No, de Séneca.
– ¡Imposible! ¡Eso es absurdo! – Interrumpió Pedro, otro de los capataces de aquella red de personajes misteriosos y peligrosos. Sus desavenencias con el hermano Eduardo eran conocidas por el resto de capataces y el hermano supremo.
– En absoluto – apuntó Eduardo – ya habían rumores de que Séneca conocía personalmente a Saulo de Tarso, San Pablo. Pero no había pruebas. Ahora sí las hay.  

Eduardo repartió unos documentos entre los miembros del tribunal.

– ¿Qué es esto? ¿El supuesto Evangelio? – el tono de despreció en las palabras de Pedro no pasó desapercibido.
– ¿Se acuerda el hermano supremo de las famosas «Cartas a Lucilio»? – Eduardo hizo oídos sordos a la burla de su enemigo.
– Las ciento veinticuatro epístolas de Séneca a su misterioso amigo – indicó el hermano supremo.
– No se han encontrado pruebas de que Lucilio existiera, pero lo que sí se ha podido probar es la existencia de otra nueva carta, la ciento veinticinco.
– ¿Es esta? – preguntó el hermano supremo.
– Sí. Y no es una carta cualquiera. Lo que esconde este texto es de una magnitud sísmica.
– «Seneca suo Lucilio salutem…» ¿Y por qué no lo han traducido tus investigadores? – protestó Pedro.
– Lo hicieron, aquí tengo la traducción. El texto dice lo siguiente:

«Séneca saluda a su Lucilio. He dejado para el final la más importante de mis epístolas, y la más peligrosa. Guarda en el rincón más escondido de tu memoria mis palabras y a continuación quema este papiro antes de que llegue a manos de alguno de mis muchos enemigos.
Sabes bien que siempre me he caracterizado por ser una persona de convicciones firmes, recto y honesto conmigo mismo. No me ha sido fácil, incluso he de confesar que con frecuencia me he dejado llevar por la avaricia y el deseo. No soy de piedra aunque a veces lo parezca. Pero cada vez que he tropezado en el camino de la vida, me he vuelto a levantar con más fuerza gracias a mi fe cristiana.
Sí, Lucilio, soy cristiano. Todo comenzó hace unos años cuando encontré a Saulo, un personaje muy importante de la comunidad cristiana y con el que pude hablar en su visita a Roma. Él no conoció al Mesías directamente, pero me explicó cómo era en realidad, muy diferente de la imagen desvirtuada que ha llegado hasta nosotros. Lo más importante de todo, Lucilio, es que Jesús no era judío, sino que era uno de los nuestros, un militar romano. Su origen era hispano, igual que el mío. Saulo me lo contó con las siguientes palabras: 

Odiaban su uniforme. Odiaban su hombría, su pecho descubierto. Jesús el hebreo en realidad era Manuel el legionario, varón de largas patillas, mentón prominente y músculos endurecidos en mil batallas. Se granjeó poderosos enemigos, envidiosos de su bravura y desapego al miedo. Por desgracia, Manuel también tenía un gran virtud y a su vez defecto: era un hombre de principios, atado de pies y manos a un código particular de conducta que le obligaba a honrar a nuestro Dios y a la Patria por encima de su persona. Esa fue su perdición.
Su padre, un carpintero de la lejana Hispania, un tal Pepe, siempre había ido allá donde Roma necesitaba de su servicio. Estaba trabajando en la construcción de la Vía Agrippa, junto al asentamiento de Arbiun, cuando su mujer dio a luz el primer hijo de la pareja. Manuel nació en medio del frío y la lluvia con la que el Cantábrico avisaba a los romanos de que no eran bienvenidos en aquella tierra. Los várdulos, autóctonos de aquella región maldita, jamás les dieron tregua. La familia de Manuel abandonó Arbiun poco antes de que aquellos bárbaros atacaran el emplazamiento y acabaran con todos los niños romanos. Volvieron a Tarraco y desde allí decidieron cruzar el Mare Nostrum en busca de fortuna. Llegaron a Judea cuando Manuel tenía doce años. Desde pequeño, él siempre estuvo obsesionado en proteger a sus vecinos, seguramente sensibilizado por la hostilidad que había sufrido en el norte de Hispania. Por esa razón, en cuanto tuvo edad, se alistó a la legión. Pronto sus compañeros descubrieron que era un hombre especial, destacando como un ejemplo de valentía y de honor. No tardó en convertirse en centurión. Era un líder, sin duda.
Su fama se extendió por toda Jerusalén, pero también el odio hacia él como símbolo del poder de Roma. Un día, su centuria fue reclamada por la guardia de Herodes, para ayudar a sofocar una pequeña insurrección, que acabó siendo una emboscada en la que miles de rebeldes se lanzaron sobre los valientes romanos, ante la permisividad de la guardia local. Manuel podía haber huido, pero sus principios le impedían abandonar a uno solo de sus soldados. Defendió con honor, hasta el final, a sus hombres y a su patria. Rehén de los insurrectos, estos pretendían chantajear al delegado del Emperador en Judea para que los romanos abandonasen aquella región. Sin embargo, Manuel aprovechó un pequeño despiste de sus guardianes para darse muerte con un puñal que había conseguido arrebatar a uno de ellos. Al día siguiente, su cuerpo apareció colgado en una cruz a las afueras de Jerusalén.
Tres días después de su muerte, su espíritu se apareció a aquellos de sus hombres que habían sobrevivido a la emboscada. Les hizo jurar que nunca olvidarían la ofensa de los rebeldes de Judea y que los perseguirían hasta que no quedase uno con vida, sin cuartel. Desde entonces, los legionarios son el azote de todos los rebeldes del mundo. Por Dios y por la Patria. Y por Manuel, el legionario.

Estas fueron las palabras de Saulo de Tarso, y ahora las mías, mi evangelio. Nuestro Mesías no era un hombre de paz, Lucilio. Jesús, es decir, Manuel, era un hombre de justicia. Ojo por ojo y diente por diente. La historia desvirtuó su mensaje porque a ciertos poderes no les interesaba, era más fácil controlar a sus fieles si estos creían en una doctrina de paz. El problema, querido amigo, es que no puedo proclamar esta verdad sin poner en peligro mi vida. Esa es mi desgracia y el secreto que debes guardarme. Esta será mi última carta, la que jamás deberá ver la luz. Vale (adiós).»

– ¡Joder Eduardo, esto es la bomba! ¡Dios era legionario, ni más ni menos! – el hermano supremo no ocultó su sorpresa y entusiasmo.
– ¡Y un patriota español! – apuntó, emocionado, uno de los capataces.
– ¡Y no era un rojo de mierda! – dijo otro capataz del ámbito militar.
– ¿Cómo iba a ser Dios comunista? ¡Era evidente que no podía ser así! – afirmó un eufórico Eduardo.
– ¡Tienes que publicarlo en tu periódico! – le exhortó el hermano supremo.
– Tengo una duda – interrumpió Pedro, que no parecía compartir la alegría de sus compañeros – ¿Quienes son tus investigadores? ¿No serán los mismos que la cagaron la última vez? ¡Se rieron de nosotros en toda Europa!
– ¡Me ofendes, Pedro! – contestó Eduardo, indignado – ¡Esos hombres son unos patriotas y aquello fue un accidente que no volverá a ocurrir!
– Pero el papiro es auténtico ¿Verdad? – preguntó un tanto preocupado el hermano mayor.
– Auténtico, auténtico…

– ¡Da igual! Mañana lo publicarás y nuestra maquinaria mediática lo difundirá. Si al final se descubre que no es del todo cierto ya lo taparemos como hacemos siempre.
– ¡Pero José Mari, luego los que quedamos como gilipollas somos nosotros. Tú nunca das la cara!

Pedro no se mordió la lengua. El rostro del hermano supremo reflejaba su enojo tras mencionar aquel vasallo su nombre de pila.

–  Capataz Pedro, mi función es la de organizar las acciones a ejecutar por todos los miembros de esta santa hermandad : nobles, jueces,  empresarios, políticos, militares, policías, eruditos, periodistas, matones o putas. Todos deben seguir mis órdenes y respetar mi jerarquía. No perdonaré el más leve asomo de rebeldía. ¡Ahora marcha y prepara la maquinaria mediática para expandir el mensaje del evangelio de Séneca por toda España!

El hermano supremo se levantó de la mesa y, a continuación, el resto de capataces que le secundaban se dispersaron a la búsqueda de nuevas conjuras con las que evitar que el poder de España se les fuera de las manos.

JAP Vidal:
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