Inés

El viejo campesino reconoció a uno de los chicos del grupo de su hija. Aquel rapaz se había hecho mayor, un hombre adulto que paseaba de la mano de su mujer y con una niña correteando por delante de ellos, recogiendo margaritas. «El tiempo pasa rápido para algunos», pensó el viejo. “¿A qué habrá venido? Hace años que no le veía por aquí.” La mayoría de los amigos de Inés habían marchado a vivir su vida lejos del pueblo; otros eran forasteros, como este del que no recordaba el nombre. Allí solo se quedó Inés, su hija. No pudo reprimir una mueca de desprecio que percibió el forastero. Si aquel hombre tenía la intención de saludarle se lo pensó mejor. Se cruzaron en silencio. El viejo sintió de nuevo un dolor oprimiéndole el pecho; algún día se lo llevaría, «ojalá pronto», pensó. Si en vez de ella hubiese sido él… Dieciséis años tenía, un ángel hermoso de ojos azules y cabellos rubios. Primero cayeron sus cabellos, al poco su belleza se marchitó y por último los ojos azules se apagaron. Al final solo quedó el ángel. Maldito cáncer. Lágrimas. Treinta años después seguía sin poder reprimirlas. Su ángel, de seguir viva, seguro que ya le habría hecho abuelo. En lugar de eso, no era más que un viejo solitario. ¿Por qué la Parca no se me llevó a mí?

Volvió sus pensamientos hacia aquel forastero. Seguro que le estaba enseñando a su mujer y a su hija el pueblo de sus abuelos. Les estaría explicando lo bien que lo pasaba allí durante las vacaciones de verano, divirtiéndose junto a sus amigos. Al viejo le pudo la curiosidad y decidió dar la vuelta y seguir a aquella familia. ¿Irían al río? ¿Al campo de fútbol? ¿Al monte? Se acercaron al camino que transcurre casi en paralelo a la carretera y que conduce a la salida del pueblo en dirección a Astorga. Caminaban hacia el cementerio. El viejo, confuso, les seguía de lejos. Cuando llegó al portón del camposanto echó una mirada dentro. Vio como la niña ponía las flores que había ido recogiendo encima de una tumba, sus padres observaban en silencio. “¿Era tu amiga?”, preguntó la pequeña. “Sí, aunque por desgracia no sé si ella jamás lo supo. Ojalá, esté donde esté, sepa que aún la tengo en mi recuerdo”. La familia se abrazó delante de la tumba, en silencio. Mientras, el viejo se alejaba del cementerio triste y al tiempo emocionado, porque su hija seguía viva en el corazón de otras personas a parte de él, a pesar de los años transcurridos. 

Aquella misma noche, aquel forastero se levantó de madrugada, no podía dormir. Tenía la garganta seca y se dirigió sigilosamente hacia la cocina por un vaso de agua, pero inconscientemente pasó de largo hasta llegar a la entrada de la casa. Nada más abrir la puerta la vio, estaba a unos cien metros, junto a la carretera, esperándole. Sin decir nada, ella se puso en marcha y él la siguió. Inés se deslizaba un par de dedos por encima del asfalto, su vestido blanco y vaporoso se extendía al viento iluminado por las farolas. Dejaron la carretera y tomaron el camino que les adentraba en la oscuridad. No tardaron en llegar al cementerio del pueblo. La segunda vez que él lo visitaba en veinticuatro horas. Ella vivía allí. La joven se sentó sobre su tumba y él se quedó de pie, a su lado.

– Pensaba que sería suficiente con las flores. – dijo él, en un susurro apenas audible para oídos humanos.

Ella negó con un delicado giro de su cabeza. Las cuencas de sus ojos eran negras, no había vida en ellos, sin embargo conservaba la belleza de su adolescencia. Sus cabellos rubios, su rostro de ángel. Tal y como se le había presentado en sueños por primera vez un par de meses antes. A raíz de aquel momento él había decidido volver al pueblo a despedirse de ella y a decirle que guardaba su recuerdo en el corazón.

– ¿Qué quieres, Inés?

Ella, lentamente y sin dejar de mirarle, cogió la mano derecha de él y la acercó hasta su pecho. Solo era un gesto simbólico pues el corazón había dejado de latir hacía mucho tiempo, pero él sabía lo que significaba. Entendía que él había sido el elegido, entre todos los demás, porque ella había amado a aquel joven que alguna vez le hizo sentirse especial. Pero nunca tuvo la oportunidad de decirle adiós. Él estaba lejos cuando ella enfermó y finalmente murió. Jamás se dieron un beso de despedida.

El hombre se levantó y cogió la pala que alguien había dejado casualmente junto la tumba. Cavó olvidándose del tiempo, de su familia, de todo. Debía complacer el último deseo de Inés. Cuando el féretro, medio desecho, quedó a la vista, él lo abrió. Allí estaban sus restos. Vio su calavera descarnada y  acercó sus labios hasta el lugar donde una vez habían estado los de Inés. Rozó su sonrisa, aún joven y completa, y la besó. En ese momento sintió que el frío hueso se convertía en sendos labios cálidos y carnosos que también le besaban a él. Abrió los ojos y delante suyo comprobó que ella le miraba de nuevo con aquellos ojos azules llenos de vida. Ese beso rompía una espera de treinta años. Ahora, Inés por fin podría descansar en paz.

Al llegar el alba, él se despertó sentado a la puerta de su casa, entumecido por el frío de la madrugada. Después de aquel beso no recordaba nada más. Sin embargo, su pijama estaba manchado de tierra y en su mano aguantaba el tallo de una margarita.

JAP Vidal:

View Comments (2)

    • Me alegra que te haya gustado. Creo que esta vez era más difícil agradar porque me repito en el escenario de la semana pasada, un cementerio. La diferencia radica en que el anterior cementerio guardaba odio y sed de venganza, y en este caso guarda amor y miedo al olvido.

      Un abrazo

Related Post

This website uses cookies.