Save our souls

De la Wikipedia : «SOS es la señal de socorro más utilizada internacionalmente. Se cree equivocadamente que SOS significa Save our souls (Salven nuestras almas). En realidad se escogió esta representación por su simplicidad a la hora de transmitirla en código Morse.»
Nota del autor : También se cree, equivocadamente, que como los marineros tienen la obligación legal y moral de asistir a los navegantes en peligro, siempre ayudarán a salvar a los náufragos que se encuentren.

Era imposible descansar en la cubierta de aquel crucero. En primer lugar, a causa del jaleo de los niños jugando en la piscina de popa, y después por el ir y venir de la gente con sus constantes peregrinaciones de la hamaca a la barra y de la barra a la hamaca, con cócteles y cervezas en ambas manos. A pesar de todo ello, conseguí cerrar los ojos un momento, un minuto tal vez, hasta que de pronto se oyeron varias voces que gritaban, al principio de manera incomprensible. Me di cuenta de que algo importante sucedía porque noté como poco a poco, el tráfico de bebidas de todo incluido se desaceleraba de forma evidente. Abrí los ojos. Muy cerca de mi hamaca había varias personas, con sus mojitos o piñas coladas en la mano, que miraban hacia estribor, o quizás era hacia babor…bueno, hacia la derecha del barco. De allí venían los gritos. Varios pasajeros al lado de la borda, hacían ostensibles gestos para llamar la atención, no sé de quién. Alguno decidió que lo mejor era correr hacia el bar y avisar directamente en el bar de la cubierta. Los camareros se miraron entre sí y uno de ellos hizo una llamada. Yo continuaba en mi hamaca sin perderme detalle. Los niños seguían chapoteando y gritando en la piscina. Algunos de los que transportaban cócteles continuaron su trayecto y se estiraron en sus hamacas como si no sucediera nada. Pero definitivamente, algo había ocurrido.
Un par de minutos tardaron dos oficiales del barco en acercarse a la zona donde se había formado una aglomeración de gente que observaba el mar. En ese momento pensé que quizás habrían avistado un tiburón. Valía la pena hacer el esfuerzo de levantarse de la hamaca si eso comportaba una historia más que contar al regresar de las vacaciones. Me levanté y me acerqué a la multitud. Seguía sin entender de qué hablaban, pero no parecía que se tratase de ningún animal marino. Pude encontrar un hueco en la barandilla y entonces lo vi. Se trataba de una barca ruinosa, medio hundida en el mar. La parte trasera de la barcaza ya había desaparecido entre las aguas. En la parte delantera de la misma, en poco más de diez metros de largo, se agolpaban más de un centenar de personas que gritaban desde allí abajo y nos miraban, implorando ayuda. Habían algunos más que nadaban a unos metros de la barca, otros flotaban inertes. Conté una decena de cuerpos. Desconocía si habría más cadáveres que ya se habrían hundido. Me retiré de la barandilla, incapaz de seguir observando aquel espectáculo dantesco, me sentía mareado. A mi lado, varios pasajeros del crucero discutían junto al par de oficiales que habían acudido.
– ¡Tenemos que hacer algo rápido! ¡No podemos dejarlos ahí!
– ¡No! ¡Lo que hay que hacer es dar aviso por radio a la guardia costera para que vengan ellos a recogerlos! ¡No podemos subir a esa gente a este barco!
– ¡Si no los recogemos ahora esa barca se hundirá y todos morirán! ¡No podemos esperar más!
– ¿Quién nos asegura de que alguno de ellos no es portador de enfermedades como el ébola? ¡Es un peligro subirlos!
– ¡No diga estupideces! Tenemos sitio suficiente para aislarlos en una parte del crucero. No es necesario que compartamos el mismo espacio.
– ¡Pero alguien tendrá que auxiliarlos! ¿Quién va a atreverse a entrar en contacto con ellos? ¿Hay alguien que esté vacunado del ébola?
– Yo mismo me ofrezco voluntario.
– ¿Usted? ¿Está vacunado?
– No, pero me da igual. No soporto ver a esta gente muriéndose delante de mis narices sin hacer nada por evitarlo.
Los que discutían entre recoger a los náufragos o dejarlos tirados eran pasajeros del crucero del mismo país, del mío. Los oficiales del crucero se mantenían al margen, mudos, observando el contraste de opiniones.
– Oficiales, exijo que si este señor baja a auxiliar a esas personas, no regrese con el resto de pasajeros y se le aísle en la zona donde se aloje a los náufragos. No pienso permitir que su imprudencia provoque una epidemia de riesgos imprevisibles.
– No podemos aislar una zona del crucero – apuntó uno de los oficiales que hasta ahora no había participado en la conversación-. Todos los camarotes están ocupados, y no podemos tampoco ceder ningún espacio en cubierta porque todos son de circulación libre para los pasajeros.
– No es verdad, hay zonas que están prohibidas para los pasajeros.
– Si están prohibidas para los pasajeros también están prohibidas para cualquier persona ajena a la tripulación.
– ¿Incluso en un momento así?
– Así es – afirmó el oficial-. Además tampoco hay suficiente comida para alimentar a esa gente.
– ¿Es broma? Cada día se está tirando comida para alimentar el triple de personas de las que están a punto de ahogarse mientras nosotros discutimos.
– No es tan fácil. El crucero se compromete a ofrecer diariamente una cantidad de comida y eso es lo que hacemos. No llevamos comida de más, está calculada para cumplir con nuestro compromiso comercial.
– ¡Pero si la mitad de esa comida se tira!
– Eso da igual. Estamos obligados a ofrecer esas raciones.
– ¿Y si les alimentamos con las sobras?
– Si hacemos eso y los medios de comunicación se entera, se nos echarían encima criticando nuestra conducta.
– ¡Eso es absurdol! ¡Estamos hablando de salvarles la vida! ¡La ley marítima nos obliga a socorrerlos!
– ¡No le hagan caso! ¡No podemos subirlos! ¡Son un peligro para nosotros! ¡Me niego a compartir espacio con personas que pueden contagiarme una enfermedad letal! ¡Les denunciaré si les suben a bordo! ¡Avisen a la guardia costera que corresponda y vayámonos de aquí!
– ¡Yo me quedo con ellos! ¡Me niego a dejarlos aquí!
– No podemos abandonar a ningún pasajero en alta mar.
– ¡Se lo exijo! Solo necesito cinco botes salvavidas y mis raciones de comida para lo que queda de crucero. Nada más. Con eso aguantaremos hasta que lleguen los guardacostas.
– No nos es posible prescindir de los botes salvavidas.

El hombre miró de nuevo por la borda. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
– ¡Yo me quedo con él! -dijo una chica joven-. Exijo otro bote salvavidas para mí y mis raciones de comida.
– ¡Y nosotros también! – dijeron una pareja de unos setenta años y pelo blanco.
Al final, bajaron un solo bote con una decena de pasajeros. Estos firmaron un documento por el cual se comprometían a renunciar al crucero y a no demandar a la empresa organizadora. También aceptaban asumir el riesgo que para sus vidas comportaba aquella acción. A cambio recibían las raciones calculadas para cada uno de ellos que les correspondería hasta el final del viaje.

Cuando descendieron, La barcaza ya había desaparecido bajo el mar, y con ella la mitad de sus ocupantes. Los supervivientes, al ver el bote salvavidas, nadaron desesperadamente hacia ellos. Según se chismorreaba en cubierta, el crucero habría informado a la guardia costera de Italia con un mensaje de SOS, y esta aún tardaría unas horas en llegar hasta el lugar del naufragio. Cuando eso sucediese nosotros ya nos encontraríamos de nuevo navegando, rumbo a Mallorca. Sin más que hacer, me volví a estirar en la hamaca aunque sin poder descansar tranquilo. El jaleo provocado por el chapoteo en las piscinas y el tráfico de pasajeros ansiosos por amortizar el «todo incluido», me impedía echar la siesta. O quizás, lo que me inquietaba era saber que las almas que no se podrían salvar serían las nuestras.

JAP Vidal:

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