“Punto final”.
Pulso sobre el icono de impresión y aprovecho para tomar un largo sorbo de café mientras se genera el documento completo en mi impresora. Está frío y amargo, el café, apuro la taza hasta los posos y la dejo encima de la alfombrilla del ratón. Observo que en la alfombrilla, además de manchas secas de café, también aparecen vastos trazos escarlata. Me miro las manos y me doy cuenta de que no las he limpiado como debía, aún están un poco manchadas. Cojo un pañuelo y me aseo de forma enérgica hasta dejar mis manos libres de mácula.
Ya ha terminado la impresión del documento. Compruebo que las hojas se hayan impreso correctamente antes de cerrar el editor de textos. Ya sólo me queda hacer una cosa. Me pongo los zapatos y cojo la gabardina. Fuera hace frío. En este año tan caluroso, hemos tenido que esperar hasta noviembre para que el invierno presente su tarjeta de visita. Segundos más tarde vuelvo a entrar en el apartamento a recuperar el documento que había olvidado encima de la cama cuando buscaba la gabardina en el armario. Mientras espero el ascensor noto un cierto tufillo que se expande por el rellano y que solo yo puedo saber que proviene de la casa del vecino.
Salgo a la calle y camino tranquilamente unos quinientos metros, respetando los semáforos, aspirando el gélido aire en grandes bocanadas. Necesito recuperar el valor antes de introducirme en la casa del Señor, donde todas las almas son bienvenidas. Eso sí, al entrar no me atrevo a tocar el agua bendita. Busco un confesionario y cuando lo encuentro me arrodillo delante de la rejilla que oculta al sacerdote que ha de concederme el perdón divino.
“Padre, vengo a confesarme”
“Adelante hijo”
“He violado el quinto mandamiento”
“¿No matarás?”
“Sí, padre. Soy un asesino”
“Pero eso, ¿cuándo ha sido? ¿En esta ciudad?”
“Sí, padre. Aquí tengo las pruebas”
Entregué las últimas hojas de mi relato al sacerdote y esperé a que las leyera por encima.
“Pero hijo, esta historia…”
“Sí, la he escrito yo. ¿Podré ser perdonado?”
“¿Pero quién ha muerto?”
“Mi protagonista. Lo asesiné, lo estrangulé cuando faltaban dos hojas para acabar, después le abrí las costillas para arrancarle el corazón y guardarlo en el congelador. ¿Me puede conceder su perdón?”
“Hijo, no te debes preocupar”
“ ¿A pesar de que el protagonista sea mi vecino, el que siempre está molestando?”
“Por supuesto, quedas perdonado del pecado de matar a tu vecino. Anda hijo, vete que hay gente esperando”
“Gracias, padre, de todo corazón”
¡Qué liviano me siento! Cual Dorian Gray que se exime de sus responsabilidades descargándolas en el corrupto y diabólico lienzo de su retrato, hoy he utilizado mi próxima novela para redimir mi sucia alma. Y lo mejor de todo, es que ya no me molestará más el vecino con sus fiestas hasta altas horas de la noche.
Ahora ya puedo buscar una nueva víctima para mi próximo libro. Al instante, me viene a la memoria ese amigo de mi “ex” que me cae tan mal…