La sonrisa de Nahia

– ¿Te acuerdas de mí? – le pregunto.
– Sí.
– ¿Y quién soy?

Tengo mucho interés, incluso miedo, por escuchar la respuesta. ¿Qué contestará? ¿Quién soy yo para ella? ¿Qué significo yo para esa jovencita?

–  ¡Tú eres mi Olentzero!
– ¿Cómo?
– ¡Sí! ¡Eres el Olentzero!

Y de nuevo esa sonrisa dibujada en su bonito rostro. La misma con la que derribara el muro de mi amnesia años atrás. Deseo contestarle, decirle que no, que no soy su Olentzero, que simplemente pretendo ser su ángel de la guarda, alguien que la quiere como si fuera su hija, quizás más. Pero no puedo mentirle porque algo de razón sí tiene.

Regreso a aquellos tiempos oscuros, cuando la sociedad consiguió envilecerme, convertirme en una persona desconfiada, incluso osca. El olentzero se había convertido para los niños en un viejo borracho. Los pequeños se reían de mi figura y para los mayores no era más que un ser legendario a punto de despeñarse por el barranco del olvido. Eso era lo que yo más deseaba, ser borrado de la memoria de la sociedad y que me dejaran tranquilo. No quería saber nada de aquella civilización insana, podrida, vacía de motivos para seguir adelante. Temía convertirme en un reflejo de ellos y me alejé para vivir en soledad, en la montaña. Sin embargo, huyendo de la podredumbre caí en ella. Me volví un ser huraño, oscuro. Pasaba los largos inviernos encerrado en mi cabaña, bebiendo y tapándome con muchas mantas porque ni siquiera tenía fuerzas para alimentar el fuego de la chimenea. Cuando el tiempo mejoraba, salía de noche para aullar a la luna como hacen los lobos, los únicos seres con los que simpatizaba. No sé cuantos años pasé allí, escondido. Un día de crudo invierno, se abrió la puerta de mi cabaña, llenando de nieve toda la estancia. La luz gélida invadió con su gris plomizo la oscuridad y me encontró dormido, tapado con diez mantas y con el fuego del hogar apagado. Abrí los ojos y descubrí la silueta de una loba, quieta bajo el marco de la puerta. No sentí miedo porque me di cuenta de que era una señal.

– Maritxu, ama – susurré al frío.

La loba esperó hasta que me incorporé, luego me guió por el bosque, entre hayas y acebos, durante horas, hasta alcanzar la Cruz de Pagoeta. Allí me abandonó, nos acercábamos demasiado al territorio de los humanos. El resto del camino lo hice solo, entre balidos, mugidos y cascabeles que sonaban desde los prados cercanos. Caminé un par de horas hasta llegar al caserío. Allí me esperaban mi ama y mi hermana, mi familia, mi manada.

– Te necesitamos. – dijo mi ama.

Ellas me afeitaron la barba, larga y sucia, me limpiaron y me enseñaron a vivir de nuevo y, a su manera, me colmaron de amor. Sin embargo, me faltaba algo. Yo ya no recordaba quién era antes de huir al bosque. Y ellas no me lo querían decir.

– Cuando llegue el momento, recordarás. – me decía mi ama.
– ¿Y si jamás llega ese momento?
– Llegará. – afirmaba con rotundidad mi hermana.

Pasaron años. Llegó la nueva Maritxu, todo corazón. Yo recobré la alegría de vivir, la ilusión. Pero seguía sin ser yo, carecía de mi pasado, aunque apenas lo echaba de menos, tenía una familia que me llenaba… o casi. Hasta que llegó Nahia.

Un día recibí una llamada.

– Te necesitamos. – dijo una voz de la asociación de acogida.

Se me puso la piel de gallina. Recordé la vez anterior cuando mi ama y mi hermana me ayudaron a renacer con aquellas mismas palabras. Supe al momento que, de nuevo, se trataba de una señal. Me acerqué a la asociación lo más rápido que pude.

Era un bebé, una niña de pocos meses de vida, Nahia. Me miró… y me sonrió. De repente noté una gran energía sobre mi pecho, un calor que se esparció desde mi corazón por todo mi cuerpo. En ese momento recordé quién era yo, ya no lo olvidaré jamás.

Mi etapa con Nahia duró poco, lo justo para reconstruir el rompecabezas de mi vida. Después marchó porque tenía que hacerlo, pero no muy lejos. Así, su luz me ilumina como un faro cada noche y puede regalarme su sonrisa cada vez que viene a visitarme.

No he vuelto a ser el olentzero, no al menos como se espera del viejo carbonero que trae regalos. Para eso están otros que hacen lo mismo sin más exigencia que unos bolsillos agradecidos. Sin embargo, para Nahia y para aquellos que siguen creyendo en mi, soy y seré siempre el Olentzero, con «O» mayúscula. 

Olentzero joan zaigu
mendira lanera
intentzioarekin
ikatz egitera.
Alditu duenean
Jesus jaio dela
lasterka etorriko da
berri ona ematera.
Horra, horra
gure Olentzero.
Pipa hortzetan duela
eserita dago.
Kapoiak ere baitu
arrautzatxoekin
bihar meriendatzeko
botila ardoekin.
Olentzero guria
ezin degu ase
bakarrik jan dizkigu
hamar txerri gazte.
Saieski ta solomo
majina bat heste
Jesus jaio da eta
kontsola zaitezte.
Olentzero buru handia
entedimentuz jantzia,
bart arratsean
edan omen du
bost arroako zahagia.
Bai urde tripa handia!

JAP Vidal:
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