– ¿Te apetece una papelina de castañas?
– ¡Qué romántico eres, cariño!
Hasta mi olfato había llegado el maravilloso aroma de las castañas asadas, una tentación irresistible. En un rincón de la plaza principal del barrio, escondido de las luces y del frío, se encontraba el puesto de la entrañable castañera que cada mes de noviembre nos visitaba desde que yo tenía uso de razón. Recuerdo haber llorado de pequeño al descubrir que a mediados de diciembre, su pequeño puesto era ocupado por el paje real, al que yo me negaba a entregarle mi carta para los reyes magos. Prefería dejarla en el buzón amarillo de toda la vida y que le llegase a sus Majestades por correo ordinario a dejar mis deseos en manos de aquel impostor.
La castañera reflejaba en su rostro el calor rojo que desprendía el brasero. Cuando me vio, ese rostro concentrado dibujó una amplia sonrisa. Me había reconocido al instante.
– Hola, señora María.
– ¡Hola guapo, qué alegría! ¡Te he echado mucho de menos!
– Y yo sus castañas y moniatos. ¡Y a usted también, claro!
– ¿Y esa chiquilla?
– Mi novia. Emma, te presento a la señora María, la castañera más famosa del barrio.
– ¡Hola, señora María!
– ¡Toma, guapa! Esta papelina te la regalo. A tu novio le toca pagar, que esto es un negocio y necesito ganar algo de dinero, aunque sea poca cosa.
La señora María puso cara de circunstancias, pero a los pocos segundos volvió a sonreír. Le pagué tres euros por la papelina y otro de propina, agradecido por el regalo que había hecho a Emma. Nos alejamos del puestecito de la entrañable abuelita entre saludos, sonrisas y promesas de volver pronto a visitarla. Emma se acurrucó bajo mi brazo, protegiéndose conmigo del frío que este año había llegado tarde pero con fuerza redoblada, con ganas de recuperar el tiempo perdido.
Estuvimos unos minutos sujetando nuestras papelinas con ambas manos, calentándonos al calor que desprendían las castañas recién salidas del brasero. Emma peló la primera castaña y la introdujo en su boca. Cerró los ojos para saborear aquel pequeño manjar. Pero al momento los abrió, y en su rostro se dibujó una expresión de terror.
– ¿Qué sucede?
– ¡Dios mío!
– ¿Qué? ¡Habla, por favor!
– Al probar la castaña, con los ojos cerrados, he tenido una visión, un mal presagio.
– ¿Pero qué has visto?
– ¡Me he visto a mí misma, desnuda en una cama! ¡Degollada! ¡Muerta!
– ¡Madre mía! ¡No te preocupes, no es más que una tontería!
– ¿Una tontería, Antonio? ¡Es mi muerte la que he visto!
– ¡No es más que una ilusión! No le des importancia, cariño.
– ¡Vamos a ver a la castañera!
– ¿Por qué?
– ¡Estoy segura de que esa maldita bruja me ha lanzado un mal de ojo!
– ¿Pero qué dices? ¡Es la señora María! ¿Por qué te iba a maldecir?
– ¿Y yo qué sé? Por eso quiero preguntarle.
– Emma, por favor, déjalo estar. Esto es absurdo.
Emma no me hizo caso. Se liberó de mi mano y con paso decidido volvió a la plazoleta, a la esquina donde se situaba el pequeño puesto, que desprendía calor y bondad.
– ¿Qué llevan esas castañas, vieja? –gritó Emma, fuera de sus cabales.
– ¿Qué dices, niña?
– ¡Pregunto qué llevan tus castañas! ¿Qué les has puesto? ¿Por qué me han provocado visiones?
– No sé de qué me hablas, cariño.
– ¡Déjese de tonterías, bruja! ¡Me ha envenenado! ¿Por qué me quiere matar?
– Cariño, vámonos, estás muy nerviosa. – intenté llevarme a Emma, pero ella estaba furiosa.
– ¡Déjame! ¡Necesito saber si me ha lanzado un mal de ojo y por qué!
– Vámonos, cariño. Perdone señora María.
– No te preocupes, guapo. No pasa nada.
Arrastré a mi novia fuera de la plaza, mientras la pobre abuelita nos miraba con ojos tiernos y tristes. La envolví en un abrazo protector y me la llevé a mi casa. Ella no paraba de llorar. Al final, después de muchos sollozos, Emma se quedó dormida entre mis brazos.
Cuando desperté, sus ojos miraban al techo. Su boca estaba abierta mostrando una sonrisa exagerada por la que brotaba aún la sangre fresca. Su garganta también estaba desgarrada, tal y como ella había predicho. Parecía una muñeca inerte, destrozada. En las palmas de sus manos, abiertas, descansaban sendas castañas. Destrozado, las cogí, también las otras que yacían desparramadas por otras partes de su cuerpo, y salí de casa.
Las brasas continuaban ardiendo en el pequeño puesto de la castañera. El barrio dormía pero ella seguía allí, esperándome a mí.
– Hola abuela.
– Hola guapo – me dijo con una sonrisa llena de ternura y tristeza.
– Te traigo las castañas encantadas.
– ¡Qué lástima, cariño! ¡Ojalá algún día des con la chica indicada!
– Sí, lo sé, aquella que no tenga visiones funestas cuando pruebe tus castañas.
– No te preocupes, estoy seguro que algún día sucederá, como sucedió con tu padre, con tu abuelo, y con tu bisabuelo.
– Sí, abuela, lo sé. Sólo podré casarme con aquella mujer que las castañas acepten para que algún día pueda seguir la tradición familiar de la castañera.
– Eso mismo. Por cierto, no te olvides de traerme los trocitos del cuerpo. La grasa humana le da un aroma especial al fuego. El resto hazlo desaparecer como tú sabes.
– Sí, abuela.
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Ya se sabe no te fies de alguien que se cambie su nombre al inglés, y parecía maja, jejeje...