«Crees que soy una heroína porque no temo a nada. Al contrario, lo soy porque tengo mucho miedo.»
En aquellos días del año de la rata, hubo muchos héroes anónimos. Cada tarde, la gente salía a los balcones a aplaudirles en reconocimiento a su trabajo. Para aquellos héroes sin nombre que, en vez de capa y antifaz, llevaban bata y máscara, los aplausos se transformaban en energía positiva que les ayudaba a continuar luchando, a soportar las derrotas y no desfallecer, a autoconvencerse de que por muchas batallas perdidas que hubiera, ganarían aquella guerra.
Uno de aquellos héroes era Isabel. Aquella mujer corría de un lado a otro sin parar, intentando ayudar en todo lo que pudiera. Las horas pasaban y el cansancio no parecía hacer mella en su físico. Turnos de doce horas sin apenas un descanso para sentarse tranquilamente a comer un bocadillo. Sin embargo, siempre había un pequeño hueco por donde alguien como yo puedo colarme y hacer mucho daño. Con Isabel no fue diferente, esperé pacientemente mi oportunidad y también llegó. Fue la tarde que un paciente le dio las gracias por su trabajo.
– ¿Sabes? Yo cada tarde salgo al balcón a aplaudiros. – se entrecorta la voz porque le cuesta respirar – Sois unos héroes. Gracias, gracias.
– Gracias a usted. Ahora descanse.
El hombre, en la cincuentena, se puso a llorar como un niño.
– No merezco tu ayuda. – dijo.
– No diga tonterías.
– No. No me la merezco. Yo he sido uno de – pausa para respirar – uno de esos imbéciles despreocupados que pensaba – pausa para respirar – que no le iba a pasar nada y paseaba cada día – pausa para respirar – el perro, tres horas – pausa para respirar – delante de los vecinos, como si por llevar perro – pausa para respirar – fuese inmune.
– Descanse un poco. – contestó Isabel.
La doctora no pudo más. Fue al lavabo, se escondió tras una puerta y allí soltó a llorar desconsoladamente. Dejó salir toda la impotencia que sentía en forma de lágrimas. ¿Cómo iban a ganar si la gente seguía siendo tan estúpida? No se daban cuenta de que peligraban sus vidas, las de sus vecinos y las de aquellos que luchaban por salvarlas todas. En ese momento, ella sintió mi presencia. Le obligué a pensar en su hijo, en su marido, en sus padres. Isabel estuvo a punto de salir huyendo en dirección a su casa. A punto estuve de vencerle. Pero cuando salió corriendo de su escondite, desconcertada y hundida, vio a otra compañera sollozando delante del espejo del lavabo, y entonces se frenó. Se dio cuenta de que si todos hacían lo mismo que ella estaba a punto de hacer, el mundo se hundiría, y de nada serviría que ella se escondiera ahora en casa con su familia. No quedaba más remedio que seguir luchando, minuto a minuto, hora tras hora, un día tras otro. Hasta el final, fuese el que fuese. Y solo esperaba que en algún momento yo hiciera recapacitar a la población, pues no es más valiente el que desafía de manera inconsciente y estúpida a la muerte, sino el que conoce el miedo y aún así lo combate.