– ¡Dicen que es Jesús!
– ¡Sí, yo también lo he oído! ¿Será verdad?
– No lo sé, ¡pero mira cuanta gente está a su alrededor!
– ¡Acerquémonos, a verle de cerca!
Los dos transeúntes se introdujeron a codazos entre el enjambre de personas que rodeaban a un mendigo que, sentado con un chucho sucio al lado, se miraba los pies desnudos. Era un pordiosero más en la Gran Manzana, pero entonces, ¿por qué se había corrido el rumor de que era el Mesías?
Todo había empezado un par de semanas antes, con un twitter del presidente Donald Trump.
“El tiempo de los perros vagos mendigando por las calles de América ha terminado. A partir de mañana ellos serán arrestados y encarcelados.”
Al día siguiente, todo el país fue testigo de millones de arrestos de vagabundos. Nadie sabía a dónde se llevaban a todos aquellos pobres miserables. El fantasma del nazismo se había instalado en la casa de la Libertad sin que nadie supiera como frenar tal locura. El hecho es que en una semana no quedó ni un solo mendigo por las calles de América.
Y entonces apareció él, de la nada. Un hombre joven de raza negra, de unos treinta años, con barba y largas greñas grasientas, los pies descalzos y una camiseta negra llena de jirones donde apenas se podía leer un lema casi borrado pero lleno de fuerza. “Enough!”, “¡Basta!” Pero lo que más llamaba la atención de todo aquel que se cruzaba en su camino eran sus ojos, de un color indeterminado, en la frontera entre el verde y el naranja. Aquellos que tenían la suerte de ser testigos de su mirada explicaban después que habían sentido un alivio inmediato en su alma, como si se liberasen de un gran peso y que desde ese momento habían perdido el miedo a vivir, a relativizar el peso de las decisiones tomadas.
El joven negro iba siempre acompañado de un perro del mismo color, peludo y sucio, que le llegaba a la altura de las rodillas, un ser tranquilo y paciente. Cuando los adultos se acercaban a tocar a su amo, los niños hacían lo mismo con el animal, sin que en ningún momento el animal perdiese los nervios, dejándose tocar por una decena de manos a la vez.
Los dos hacían una pareja penosa si no te parabas a observarlos bien. Si, por el contrario, te acercabas a ellos, sentías que, cada uno a su manera, eran especiales.
Además de su apariencia ruinosa, ambos tenían otra característica común: de sus bocas no surgía ni un sonido. La gente no sabía si quizás los dos eran mudos y tal vez fuera la razón por la que hacían tan buena pareja. El hombre mudo y el perro mudo. El hombre sucio y el perro sucio. El hombre negro y el perro negro. Los dos desafiando al gran presidente, al Nerón de la nueva Roma, en una pugna desigual.
No tardó en llegar el rumor al presidente Trump.
– ¿Dónde está preso el payaso ese?
– Está libre, mi presidente.
– ¿Qué significa libre? ¿Qué hace libre un vagabundo en mi país? ¿Por qué no lo detienen?
– La policía no se atreve. Temen que de hacerlo la gente se les tire encima y se desate una nueva cadena de disturbios por todo el territorio.
– ¡Pero si no es más que un jodido mendigo de mierda! ¿A qué tanto miedo?
– El FBI ha desaconsejado su detención por el momento. También piensa que puede ser contraproducente.
– ¡Qué le jodan al FBI! ¡Mañana mismo quiero a ese negro en mi despacho!
– Señor, permítame aconsejarle que…
– ¡Métase sus consejos por el culo, vicesecretario! ¡Si no se calla también patearé su trasero!
La Casa Blanca mandó todo un ejército a detener al joven que muchos denominaban como “el nuevo Mesías”. Obligaron a la multitud que siempre le rodeaba a alejarse y acordonaron un perímetro de seguridad. De repente un helicóptero apareció en el cielo y aterrizó al poco rato en una plaza cercana a la calle donde el joven aguardaba sentado sobre la acera.
Un hombre saltó del helicóptero aún en marcha. Tenía pelo blanco, era alto y de complexión fuerte. En la zona izquierda de su amplio pecho, de su uniforme gris mimetizado, se alineaban una decena de condecoraciones. El hombre se acercó al vagabundo, se detuvo a unos pocos pasos. El joven levantó su vista del suelo y le miró a los ojos. El general Adler escondió como pudo el estremecimiento que aquella mirada le había provocado. Era un hombre duro, capaz de esconder el miedo, el dolor o la inseguridad. En este caso, el sentimiento que le invadió fue el de vergüenza, no sabía por qué pero de repente había sentido asco de sí mismo, no solo por hacer lo que estaba haciendo, también por haber hecho cientos de acciones en su vida de las que ahora se avergonzaba profundamente. Tragó saliva sin que nadie lo viese y tuvo la fuerza suficiente para decir una única frase, una orden tajante.
– Sube al helicóptero.
El joven mendigo negro se levantó sin discutir y siguió a aquel viejo militar hasta la aeronave. El militar no miró atrás, no se atrevía a sufrir de nuevo el escrutinio de aquellos ojos. Por eso no pudo ver que el perro también iba con ellos. Nadie lo detuvo porque el general no dio ninguna orden. Seguramente, de haber sido más valiente, se habría dado cuenta de la presencia del animal y no le habría permitido subir de ninguna manera al helicóptero. El caso es que el joven subió al helicóptero y el perro también.
Una hora después llegaban al Despacho Oval. El presidente miraba por la ventana, de espaldas a los recién llegados.
– Déjenos solos, Adler.
En cuanto oyó la puerta cerrarse se giró, y lo que vio le dejó pasmado. Un tipo negro y completamente rapado, de presencia penosa, tirado en el suelo de moqueta y apoyado relajadamente contra la pared, con una rodilla levantada y el brazo apoyado en ella. A su lado un perro pulgoso, igual de negro que su dueño, sentado sobre los cuartos traseros y mirándole fijamente.
La mirada de aquel animal era hostil, y Trump se sintió más rabioso que nunca. Le dieron ganas de matarlo con sus propias manos.
– ¿Quién ha dejado pasar este chucho?
– ¿Quién puede prohibirme ir donde yo quiera?
– ¿Este perro habla?
– En este país todo es posible. Incluso que un mono llegue a presidente.
– ¡Eres un insolente!
– ¿Y lo dices tú?
– ¿Pero quién te crees que eres para insultar a tu presidente?
– Yo no te voté.
– ¡Claro que no! ¡Eres un chucho!
– Y tú un imbécil. ¿Te crees superior a mí?
– ¡Esto es absurdo!
– Tú eres absurdo.
– ¿Y tú no tienes nada que decir? – dijo Trump dirigiéndose al joven.
– No te esfuerces, no habla. Lo tengo desde que era un cachorro, me enamoré de sus ojitos cándidos. ¿A que nunca has visto algo así?
Trump iba a replicar al perro pero cometió el error de fijarse en el joven. Este le devolvió la mirada. En los ojos de aquel chico vio escenas de guerra, misiles que caían sobre grandes ciudades. De pronto se encontró envuelto de un fuego que le heló el alma. De entre las llamas frías aparecieron manos gigantes empuñando dagas que se clavaban sobre el cuerpo del presidente y que desaparecían con la misma velocidad con la que habían surgido. El dolor era insoportable, en la espalda, el vientre, el pecho, las piernas, los brazos, incluso en los ojos. Cayó al suelo aterrorizado y se arrastró a ciegas para huir del fuego y de los puñales. Unas manos le agarraron y otras empezaron a abofetearle. Trump abrió los ojos y vio que aquellas manos que le inmovilizaban eran las de sus guardaespaldas. El general Adler era quien le abofeteaba.
– ¡Estoy bien! ¡Estoy bien!¡Deja de abofetearme!
– ¿Qué le ha pasado, señor presidente?
– No sé. El hombre…sus ojos…
– Se ha ido.
– ¿Ido?
– Sí, presidente. Hemos entrado cuando hemos oído sus gritos pidiendo ayuda. Estaba usted solo, arrastrándose por…
– ¡Déjelo Adler! No quiero que nadie se entere de lo ocurrido. ¿De acuerdo?
– Sí, presidente. Encontraremos al mendigo y haremos que se pudra en una mazmorra hasta el fin de sus días.
– ¡No! ¡No! Olvidadlo. No le busquéis.
– ¿Quién era ese hombre, presidente?
– ¡Es la mascota! ¡Es la mascota de su perro!
– ¿Su perro?
– El Diablo, Adler. Ese perro era el puto Diablo y vino a revelarme el futuro.
– ¿El futuro, señor? ¿A qué se refiere?
– Él cree que va a joderme pero no tiene ni idea. Quiere jugar… y yo también. Yo sé quién es él, pero él no sabe todavía quién soy yo. Se lo enseñaré a él y a todo el mundo. Le demostraré que no me llega ni a la suela de los zapatos.
Y la carcajada del presidente tronó por todo el Despacho Oval.