«Allahu akbar» Mientras grito la takbir, me dispongo a abandonar este mundo como un mártir. En el mismo momento en el que oigo los disparos siento decenas de zarpazos de dolor sobre mi cuerpo. No me da tiempo ni de cerrar los ojos. Quizás, de haberlo hecho, podría volverlos a abrir en la Yanna, rodeado por un grupo de huríes sonrientes y dispuestas a servirme eternamente.
Sin embargo, no los he cerrado, y en una fracción de segundo paso de estar agonizante, entre unos viñedos, a regresar a las Ramblas. Pero no son las Ramblas. Todo ha cambiado. No hay colores, es un mundo en blanco y negro…y vacío, a excepción de un niño agarrado a su osito de peluche y que llora en medio del paseo, a unos cien metros de distancia. Los dos somos las únicas notas discordantes de color en este escenario monocromático. Los gemidos del pequeño rompen el silencio sepulcral de este lugar siempre tan concurrido. Ni siquiera corre una gota de aire. Puede que esté soñando con que me he introducido en la escena de una foto antigua.
Camino hasta el pequeño sin escuchar el sonido de mis zapatos. Me agacho a su lado y le pregunto dónde están sus padres. No me contesta, sigue gimiendo. Sus ojos me miran con miedo. Quiero decirle que no debe temerme, que no le voy a hacer ningún daño, pero cuando alargo el brazo el niño observa que la mano que le ofrezco está empapada de sangre que no es mía. Aún así, él acepta mi ayuda y se pone en pie. Sus lloros se van apagando poco a poco hasta que, en completo silencio, los dos continuamos cogidos de la mano en dirección a la estatua de ese descubridor que con su dedo apunta hacia la tierra de donde vendrán los que juraron acabar con los infieles.
Pienso en mi imán, Abdelbaki, en sus palabras.
«¿Qué sentido tiene tu miserable existencia si no es el de hacer cosas importantes? ¿Quién se acordará de ti si mueres como un cordero? Venimos al mundo con un objetivo, Youness. El tuyo y el mío es el de convertirnos en mártires de Alá y tener un lugar de privilegio en la Yanna.«
¿Dónde está él ahora? Espera, quizás sea esa figura oscura de ahí delante. No, no lo parece, este personaje es mucho más alto. Al acercarnos puedo distinguir que lleva un hábito negro, como si fuera un fraile, con una capucha que oculta su rostro. En su mano derecha lleva una guadaña. Nos espera justo encima de donde abandoné la furgoneta, sobre el mosaico de colores vivos, ahora blanco y negro. Puede que sea uno de los mimos de las Ramblas. Su disfraz es tan bueno que ha conseguido ponerme la piel de gallina. Al llegar a su altura, quiero pasar de largo pero interpone su guadaña en mi camino. Su voz grave y poderosa retumba por toda la rambla. No es una voz masculina, tampoco femenina. No es una voz joven, tampoco anciana.
– ¿Dónde crees que vas, Youness?
– Estoy ayudando a este niño a encontrar a sus padres.
– Él se queda aquí. Su alma no puede abandonar las Ramblas.
– ¿Por qué?
– Porque tú le mataste.
– No puede ser.
Siento como la mano del pequeño ya no me agarra, me giro hacia él para ver cómo también se ha convertido en una foto en blanco y negro que se desvanece poco a poco. Sus ojos me miran confusos, sin odio, sin miedo, solo con una pregunta en ellos: «¿Por qué?»
– No te preocupes en contestar lo que no sabes.
– Yo no quería matar niños.
– Lo hecho, hecho está. Al fin y al cabo, dentro de cien años nadie se acordará de ti, como tampoco nadie se acuerda ya de otros asesinos que sembraron de sangre esta ciudad. No eres más que una pieza en un engranaje que nunca entenderás. Ni siquiera eres consciente de que una bala acaba de matarte.
A la Muerte le dan igual mis respuestas, mis sueños o mis ideales. A Ella solo le importa una cosa: hacer bien su trabajo. Me derrumbo sobre mis rodillas a sabiendas de que no iré a la Yanna, que jamás sentiré las caricias de las huríes. Me dispongo a desaparecer comprendiendo que mi muerte y la de mis víctimas ha sido un completo absurdo.
Mientras la guadaña cae sobre mi, me doy cuenta de que su hoja es la bala que no he oído llegar.