Se levanta de su escritorio y se dirige hacia la ventana, intrigado. A través de los barrotes observa el follón que se ha liado en el patio de la prisión. Alguno se ha ayudado de la mano para meter un gol y se ha montado un buen pollo. El preso entonces, desvía su mirada hacia el horizonte, hacia las blancas montañas de la Sierra que contrastan con el cielo azul inmaculado. El mundo sigue girando ahí fuera.
– Los días nacen y mueren cada veinticuatro horas. Y te preguntas ¿Qué sentido tiene el tiempo aquí dentro?
El reo se gira hacia la puerta, sorprendido. Al otro lado de las rejas, agarrando con firmeza los barrotes con ambas manos, se halla un hombre alto, moreno y con barba. Viste pantalón negro y, a pesar del frío que hace, una sencilla camisa blanca de lino, desabotonada hasta el ombligo, que deja a la vista su pecho velludo.
– Hola Jotacé.
– ¿Te he asustado?
– No te esperaba. ¿Cómo es que no estás en el patio como los demás?
– Ya sabes que yo no soy como los demás. Tu tampoco lo eres.
– Intento pasar desapercibido.
– Pues con esa barriga no lo consigues.
– ¡No me seas…!
– ¡Es broma!
– No creo que estés perdiendo el poco tiempo que tienes de recreo para venir a burlarte de mí.
– Quería animarte un poco.
– Gracias, pero no entiendo como te han dejado pasar los guardas.
– Ni me han visto. Si me hubiesen pillado tampoco habría pasado nada, ya sabes que los tengo comiendo de mi mano.
– Por algo te llaman Rex Captivus, el Rey Cautivo.
– Me he enterado esta mañana que te habían castigado sin patio, como a un niño pequeño.
– Es lo que tiene ser un sedicioso.
– Te voy a confesar una cosa. Hace mucho tiempo, en mi ciudad, a mí también me querían crucificar por sedición.
– ¿A ti?
– Unos hijos de puta muy poderosos me la tenían jurada, y no pararon hasta entrullarme.
– ¿Y cómo te libraste?
– Escapé volando. Les jodí bien a esos mamones.
– Me parece que a mi no me será tan fácil librarme.
– ¿Volando? Difícil, pesas mucho. Lo importante es que no te rindas. Aprieta los machos y verás como se les congela la sonrisa de lerdos a tus enemigos.
– No sé si podré…
– ¡Te digo que has de aguantar, joder! ¡No te vengas abajo!
– ¿Y por qué te importa tanto? Los otros presos me dejaron muy claro que tú nunca te casas con nadie, que estás por encima del bien y del mal en esta prisión.
Jotacé buscó algo en sus pantalones. Sacó una llave con la que abrió la puerta de la celda y se acercó hasta quedar a un metro del rostro del otro preso, petrificado de la sorpresa.
– Mira compadre, tu causa me importa una mierda, pero te tengo aprecio porque de ti y de otros como tú depende que esta sociedad despierte, abra los ojos y se pregunte qué ha sucedido mientras dormía. Algún día, gracias a gente como tú, los que llevan mucho tiempo aletargados se levantarán contra aquellos que solo encuentran sentido a su vida desde el odio al prójimo. Será entonces cuando los manipuladores serán doblegados. Solo que te pido que no cometas el mismo error que yo.
– ¿Cuál?
– Yo delegué mi causa en otros que al final no supieron defender todo aquello por lo que habíamos luchado juntos. No fueron capaces de evitar que los mismos miserables que quisieron crucificarme se hicieran con la patente de mi mensaje de respeto y amor y lo corrompieran transformándolo en una doctrina de rituales vacíos de significado, mientras que por otro lado promovían la intolerancia, el odio y la hipocresía.
– No entiendo de quién debo cuidarme. ¿De enemigos o también de amigos?
– De unos y otros, pero también del resto, incluso de ti mismo. El Mal está al acecho, dentro de todos nosotros, esperando la más mínima debilidad de nuestra alma para surgir y manipular nuestra voluntad. Sé fuerte, no delegues y sigue siempre la luz de tus principios. ¡Ah! Y una última cosa antes de marchar y no volver a hablar contigo jamás.
– ¿Qué?
– Jódelos vivos porque se lo merecen. Ellos son Legión ¿Te acuerdas? Pero no se te ocurra utilizar el odio para combatirlos, porque esa es su fuerza. Nada de odio, ya sabes.
Jotacé dio la espalda al reo, salió de la celda, cerró la puerta y se guardó la llave. Se dirigió a su celda, silbando por el pasillo una canción de un inglés que tenía una novia japonesa con la que protestaba en América contra la guerra, y que a la puerta de un hotel fue asesinado por un despechado fan suyo, cinco balazos mediante. Su canción hablaba de ilusiones para un mundo mejor, sin países, sin religiones, sin desigualdades. ¡Qué iluso!