El joven gallo imitaba con gran precisión los elegantes movimientos de su maestro. El viejo gallo se enorgullecía de la admiración que le profesaba aquel apuesto y prometedor galán.
– Algún día tú serás el amo de este gallinero – le dijo.
– ¿Cuándo? – preguntó el joven impaciente.
– Pronto, ya se acerca el frío invierno y poco antes de que llegue el solsticio os tendré que dejar.
– ¿Y eso?
– Pues porque año tras año, el gallo más bravo del corral es llamado a ocupar un lugar de privilegio en las celebraciones de los humanos. Incluso le honran con una misa en la noche más importante del año para ellos.
Un «¡Oh!» de asombro se dibujó en el pico del joven. Al viejo gallo no le costó mucho adivinar el pensamiento que cruzaba bajo la cresta de su joven alumno.
– No te preocupes, este año me toca a mí, pero tú podrás disfrutar de tal honor el año que viene.
Pero la ambición del alumno aventajado iba más allá, no pensaba dejar pasar la oportunidad de robarle a su maestro el reconocimiento de los humanos. A partir de ese mismo día, el joven gallardo se esforzó por cantar con más fuerza y pasear más tiempo sus bellas plumas con gran elegancia por todo el corral. Sus esfuerzos no cayeron en balde y los humanos no tardaron en premiarle con más comida y de mejor calidad. De esa manera, el gallo creció y se hizo muy fuerte en muy poco tiempo. Un día comenzó a rondar a una de las gallinas y el viejo gallo se vio forzado a darle una lección. Sin embargo, el joven le propinó tal paliza que el pobre desgraciado tuvo que lamerse las heridas, en silencio, en un rincón apartado del corral. A partir de ese momento, todas las gallinas se peleaban por ser el objeto de galanteo del joven gallito.
Y llegó el invierno, y un día los humanos vinieron acompañados de otros humanos. El joven gallo hinchó su pechuga en el momento que observó que, sin lugar a dudas, estaban hablando de él. Una mezcla de sensaciones le embargaron cuando un humano le cogió de las patas. Por un lado orgullo y vanidad, pero también miedo y angustia. Su vida hasta entonces se reducía a aquel corral, y de repente todo su mundo daba un vuelco literal. De hecho no le gustó nada que le cogieran de las patas y le dieran la vuelta. Y menos le gustó aún cuando advirtió que el viejo gallo le observaba con una sonrisa maliciosa. Intentó liberarse, mas sin mucha convicción pues tampoco quería parecer un cobarde a ojos de todo el corral, así que finalmente se lo llevaron entre el cacareo desconsolado de las gallinas.
Por supuesto nadie volvió a ver al joven y apuesto gallo. El viejo, por su parte, aseguró a las gallinas que no debían preocuparse por el chico, que seguramente entre los humanos se encontraría en su salsa. Todas se imaginaron a su admirado gallo sentado en un puesto de honor a la mesa de los humanos. Poco se podían imaginar que una torpe cocinera se equivocaría con la receta de Nochebuena y aquel gallo, que días atrás se pavoneaba tan apuesto y soberbio, acabaría descuartizado en el cubo de la basura, junto a las mondas de las patatas.