– ¡Alto! ¡No lo hagas!
El potencial criminal se detuvo en seco. El agente de policía le miraba fijamente, con las piernas ligeramente flexionadas, apuntándole con el índice de su mano izquierda, mientras con la diestra acariciaba la culata de su pistola todavía enfundada, una HK USP Compact. La posición de su cuerpo reflejaba la tensión del momento.
– No te atreverás a disparar, hay mucha gente.
– Te lo aviso, si lo haces no me dejarás otra alternativa.
– No tienes por qué hacerlo.
– Son las órdenes. No me obligues, por favor.
El policía se reafirmó en su amenaza desenfundando su pistola. La apuntó contra aquel hombre, a su lado había una mujer y una niña, ambas llorando. El hombre volvió a hablar, en su voz había nerviosismo pero también firmeza.
– Me llamo Raúl, mis padres son de Extremadura. Esta mujer de aquí es mi mujer, Isabel, sus padres son de Andalucía. La niña que se esconde de ti apretándose contra mis piernas es mi hija, Ona. Por favor, míralas bien. Si estamos aquí y vamos a votar es por su futuro, no para hacerte daño a ti ni a nadie.
El policía no contestó. Todo aquello era un sinsentido. Pero tenía una orden explícita y no podía permitir que nadie se la saltara. ¡Qué fácil habría sido enfrentarse contra un encapuchado armado!
– Y ahora observa a tu alrededor. ¿Qué ves? ¿Terroristas? ¿Alguna amenaza a tu vida?
– Te lo aviso por última vez. Suéltalo o dispararé.
Alguien, dentro de la inmensa cola que se había hecho para votar, comenzó a gritar «Votarem! Votarem!», y al momento centenares de voces le siguieron, firmes, sin miedo.
– Tú decides, yo ya lo he hecho.
Y dicho esto, Raúl dejó de mirar al agente y se dispuso a depositar su voto en la urna. El policía dudaba, su dedo sobre el gatillo también. ¿A quién debía proteger? ¿A quién debía servir? ¿Al pueblo o a la ley? ¿Y qué sucede cuando el pueblo y la ley siguen caminos opuestos? En todo caso, ¿debía pulsar el gatillo?
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