Un cálido diciembre del año 2029
Alguien lo ha dejado tirado junto a una cloaca. No sé porqué me decido a recogerlo del suelo, está arrugado y lo más seguro es que guarde restos de pizza en su interior. Sin embargo, al desplegarlo, me encuentro un papel en blanco. Bueno, en blanco no, hay escrito un nombre: Tomás.
Esa palabra transporta mi mente a otro lugar, a otra época en la que mi vida tenía un propósito y el camino parecía encauzado hacia un otoño feliz y tranquilo. En aquellos tiempos había un Tomás. Los recuerdos tristes me mueven a escribir algo más sobre aquella persona. Busco un banco donde sentarme, saco un bolígrafo y desempolvo recuerdos del baúl de mi cabeza.
Tomás, bajito, redondo, voz gastada por la lija del alcohol, su caminar lento como el de una tortuga, pero sin caparazón que le protegiese, la persona más descuidada y desafortunada del barrio de Sant Andreu. Siempre en la calle, con sus boletos de lotería, con su jaula de pajaritos que siempre enseñaba orgulloso y sonriente a Laia cuando ella se lo pedía. Como no iba a querer estar en la calle antes que en el zulo oscuro que era su casa, con una ventana en forma de rendija hacia la luz, con unas raquíticas plantas en una jardinera que desafiaba la ley de la gravedad. Así era él, un envoltorio de miseria cubriendo un espíritu bueno en el fondo, pero lleno de cicatrices provocadas por las heridas del destino. Su vida siempre estuvo marcada por la lotería, la diosa fortuna que lo abandonó un día y nunca más regresó para acariciarle al menos con un beso de despedida. O quizás sí, puede que en el último suspiro le dedicara una sonrisa, una promesa de algo mejor al otro lado, quién sabe, una fachada limpia y reluciente, un alma inmaculada sin cicatrices, preparada para empezar de nuevo, o para descansar para siempre en una mesa de la cafetería donde cada madrugada leía la prensa mientras se tomaba un café con leche.
Aún no he escrito nada en ese trozo de papel, ¿qué podría escribir para honrar a Tomás? Un papel arrugado es la mejor descripción de su persona. Voy a dejarlo en una papelera pero, me lo pienso mejor, acabo lanzándolo al viento que lo mece caprichosamente. Vuela hasta que ya no puedo alcanzarlo con la vista; es el momento de retomar mi camino allá a donde me lleven mis zapatos rotos.