Vagaba por un laberinto de callejones oscuros, en una noche de luna escarlata. El silencio era tal que ni tan solo alcanzaba a escuchar el sonido de mis pasos sobre los charcos de aguas putrefactas que cubrían aquel suelo inmundo. Era consciente de que me encontraba en medio de una pesadilla que no podía controlar. No me importaba, ni siquiera me preocupaba sentir de vez en cuando el roce en mis piernas de alguna rata perdida. Solo deseaba encontrar el objetivo de toda aquella aventura delirante: la puerta dorada.
Di con aquella entrada mágica justo cuando más perdido me sentía. Por eso creo que ella me encontró a mi y no al revés. Era una puerta inmensa, el doble de alta que yo y diez veces más ancha. A la altura de mi cabeza había un inmenso picaporte en forma de cabeza de dragón que, más negro que el futuro de la Humanidad, resaltaba sobre aquella superficie áurea. Agarré el picaporte con ambas manos, su tacto era frío como los dedos de la Muerte. Lo golpeé contra la puerta y seguí sin escuchar ningún sonido, a pesar de sentir una vibración tan potente que reverberó en todo mi cuerpo, desde las manos hasta el corazón.
La puerta comenzó a abrirse. Un torrente de gritos, risas y llantos inundaron de repente mis oídos, que a punto estuvieron de reventar. No alcancé a ver al sujeto que abría la puerta. Delante mío había un pasillo enmoquetado, hediondo e infinito; a los lados puertas y puertas cerradas que jamás acababan. Del interior de aquellas habitaciones surgían los sonidos que atormentaban mi mente.
Me detuve delante de una puerta. No sé por qué escogí aquella habitación, quizás el número me pareció exótico, 666. Seguramente me escogió ella.
Abrí la puerta sin avisar. Comprendía que lo que se encontrase allí dentro, llevaba siglos esperándome. Una señora de unos sesenta años, en bata gris y con rulos en la cabeza que, sentada en un sofá viejo, observaba la tele atentamente. Sus ojos color naranja helaron mi sangre. No pareció percibir mi presencia o eso pensaba yo. Esperé unos minutos sin atreverme a molestarle, hasta que, de pronto, cogió el mando de una mesita de madera que había a su izquierda y cambió de canal. Oí mi nombre saliendo de la caja tonta. Miré y allí estaba yo, vestido de forma elegante, sonriendo y charlando con unas bellezas que me devoraban con sus miradas.
– ¿Te gusta? – me preguntó la mujer con voz ronca y vieja. Ahora me miraba fijamente con sus ojos de fuego – ¿O quizás prefieres esto?
Volvió a cambiar de canal. De nuevo aparecía yo, sentado en un trono y, hasta donde llegaba la imagen del televisor, las gentes se arrodillaban ante mí.
– No sé. Quizás seas demasiado joven para ser emperador. Puede que te guste más esto.
Ahora en el televisor me veía en lo alto de un escenario, alzando un brazo hacia la multitud, mientras miles de gargantas coreaban mi nombre. Algo debió ver la mujer en mi rostro porque sonrió satisfecha, a sabiendas de que había acertado.
– ¿Qué quieres a cambio? – quise preguntar, aunque las palabras se ahogaron dentro de mi cabeza.
– Lo típico. Tu alma cuando mueras.
– ¿Cuándo?
– No te lo puedo decir. Eso es cosa de Aaron.
– ¿Quién es Aaron?
– El cobrador de la guadaña, hace muchos siglos le llamaban Ramsés el Maldito. Es quien segará tu alma cuando llegue el momento. Él decide cuando ha llegado el momento de pagar.
No lo dudé un instante. Sabía que debía aceptar el trato si alguna vez quería ser alguien poderoso. Sin saber de dónde ni cómo, en las manos de la mujer aparecieron un miserable bolígrafo y un folio de papel impreso con tinta roja. Me los dio alargando los brazos de una manera antinatural. Leí en aquel contrato las palabras que en sueños había dictado mi alma. La letra pequeña era completamente ininteligible, no perdí el tiempo preguntando pues estaba seguro de que no me gustaría saber lo que ponía. Me decepcionó lo del bolígrafo, ¿dónde había quedado la pluma empapada en sangre? Firmé… y me desperté.
Esa misma semana, como por arte de magia, la fortuna comenzó a sonreírme. En menos de un mes conseguí ser famoso. Mi sueño se había cumplido. Sólo faltaba esperar que la pesadilla también se cumpliese. Vivía obsesionado pensando que el tal Aaron aparecería un día cualquiera de la nada y vaciaría un cargador entero en mi cabeza. Sin embargo nada sucedía, y el tal Aaron no aparecía, para mi alivio.
Pero un día descubrí algo que me heló la sangre. Leyendo un diario vi la foto de un jugador de fútbol. El titular de la noticia era el siguiente: «De nuevo se cumple la maldición de Ramsey». Seguí leyendo, «Esta semana, otra vez tras marcar un gol el jugador galés Aaron Ramsey, ha fallecido un famoso. En este caso se trata del actor…» . No necesitaba seguir leyendo. Ya sabía quién era Aaron. Desde entonces no me pierdo ninguno de los partidos que juega, apostando siempre a que no marcará gol. Si gano, gano dos veces. Si pierdo, no me importará tanto mientras pueda conservar el alma.