«¿De verdad eres tan estúpido como para pensar que un amuleto te hace inmune a la fatalidad?»
Ramón era el rey del barrio desde que el gobierno decretara el estado de alerta en todo el territorio. Toda la población estaba obligada a no salir de casa salvo para necesidades básicas relacionadas con la alimentación, la sanidad y el trabajo. Pero había una excepción. Todo el mundo veía restringida su capacidad de desplazamiento salvo aquellos que sacasen los perros a hacer sus necesidades en la vía pública.
Cada día, Ramón llevaba a pasear a su mascota, Toby, cinco veces. La primera por la mañana, la segunda antes de comer, la tercera después de la siesta, la cuarta antes de cenar y la quinta y última antes de sentarse en el sofá a ver el programa nocturno con el que se quedaría dormido.
Antes de la crisis, Toby salía a hacer sus necesidades tres veces al día acompañando a su solitario dueño. Sin embargo, Ramón consideró que aquel decreto le concedía un privilegio que no podía desperdiciar, y de tres pasaron a cinco paseos, a pesar de que al pobre perro, cuando llegaba la tarde, ya no le quedaban heces que excretar ni orina con la que marcar las ruedas de las bicis. Algunos vecinos que se quedaron con la copla le comenzaron a mirar mal, unos pocos hasta le dejaron de saludar, y uno, Matías el del tercero, el más borde de su edificio, cada vez que lo veía desde su balcón – que era siempre, porque Matías vivía en el balcón desde que se puso como obligación vigilar que el vecindario cumpliera con el confinamiento – le gritaba «Ramón, coño, ¿otra vez sacas al chucho?». Ramón no le contestaba, simplemente ralentizaba el paso y caminaba con las piernas más abiertas, como el pistolero que, a punto de enfrentarse en un duelo a muerte, desafía con bravura y temeridad al destino.
Pero también hubo algún vecino que le ofreció dinero por poder pasear a Toby un par de veces al día. En un principio, Ramón se negó. Sin embargo, después de ver que con tanta visita al supermercado la cuenta se le estaba vaciando, cerró un acuerdo de diez euros al día, setenta a la semana, con el vecino del ático. El acuerdo comenzó bien, pero a la semana se torció. El vecino no se tomó muy bien los improperios que Matías el del tercero le lanzaba desde su balcón «¡Eh tú! ¿Qué haces paseando el perro de Ramón?» «¡Cabrón, así te pille el virus!». Entre ese detalle y que el vecino se hacía el despistado a la hora de pagar, el acuerdo duró ocho días. Fueron suficientes días como para que, de alguna manera que solo sabe la vida, el gafe de Matías se cebara con el vecino y este, a su vez, se lo contagiara a Ramón.
Aquella noche, entré en la casa de Ramón sin llamar a la puerta. Yo nunca llamo a la puerta. Él estaba en su sofá, viendo el programa nocturno con el que aquella noche no iba a dormirse. Tosía y sudaba mucho, también temblaba de frío y… de miedo. Allí estaba yo, reinando en la casa de aquel que se había creído el rey del barrio. Hasta ese momento, Ramón había pensado que todo aquello era una especie de obra de teatro sin consecuencias vitales. Su inconsciencia le había llevado a creer que por tener un perro estaba por encima de todo, incluso de la enfermedad. No había utilizado ninguna medida de protección, ¿para qué las necesitaba si tenía un perro y podía pasear con él por todo el barrio sin temor a ninguna amenaza? Toby era su amuleto.
Ramón no tenía ni fuerzas para levantarse por el móvil, aún así haría un último esfuerzo por pedir una ambulancia. Tenía miedo. Miedo a saber qué sería de él. Miedo a saber qué pasaría con Toby si él no estaba. Miedo a morir solo. Yo, de nuevo, había ganado.
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