«El ser humano necesita sentir que la estabilidad rige sus vidas para no hundirse en la desesperación»
Athena y Bruno se habían convertido en nómadas. El verano anterior habían abandonado las comodidades de su París natal y se habían embarcado en una aventura que sabían cómo empezaría pero poco más. De Francia volaron hacia Estambul, allí iban a pasar el primer mes de su viaje, después ya no había ningún plan establecido. Poco a poco fueron haciendo un plan de viaje que primero les llevó a Nepal y seguidamente a la India. Hubiese sido la aventura perfecta de vivir en un mundo perfecto, sin alteraciones constantes que moldean e incluso pervierten nuestros propósitos originales.
Athena y Bruno, como la mayoría de franceses, o como la mayoría de los que vivimos en el mundo occidental, creían vivir en un mundo global que comparte problemas, inquietudes y aficiones, te encuentres en Francia, Turquía, Nepal o la India. Este mundo global puede darnos una falsa imagen de estabilidad, porque puedes comunicarte con el inglés allá donde vayas, o encontrar hoteles con los mismos lujos en cualquier ciudad, o haber probado cualquier comida exótica en un restaurante de tu ciudad antes de hacerlo en Katmandú o Estambul. Incluso puedes comer la misma hamburguesa en un McDonald’s de París o Mumbai.
Cuando damos un paseo por la playa, observando una plácida puesta de sol, el mar nos parece bello y acogedor. Sin embargo, la opinión sobre el mar no será la misma si nos encontramos en un barco en medio del océano en plena tempestad. Esa es la diferencia entre la India como la veían Athena y Bruno con ojos de turistas, a como comenzaron a verla con ojos de supervivientes cuando se declaró la pandemia en el país. Se encontraban en el estado indio de Goa, cuando en pocas horas pasaron de disfrutar de mil olores y sabores, a la obligación de confinarse en su alojamiento sin posibilidad de ir a comprar ni siquiera los alimentos básicos. El toque de queda decretado por el gobierno indio prohibía el comercio y la libre circulación de las personas. Estaban atrapados a miles de kilómetros de sus familias.
Aquí es donde aparecí yo. Poco a poco, en sus mentes fueron tomando forma ideas sobre un futuro de hambre, soledad e incluso hostilidad por parte de la población nativa. A pesar de que los pocos nativos con los que trataban se portaron bien con ellos, eran conscientes de que en medio del caos cualquier cosa podía suceder. La embajada francesa les avisó de la salida de un último vuelo desde la isla en la que ellos se alojaban, para evacuar a los franceses que allí se encontrasen. Después de un viaje de un par de horas, en medio de la noche, por caminos de cabras, se encontraron con que se quedarían en tierra, como muchos otros franceses que no cabían en el avión. Otra vez de vuelta, con más cansancio, más desánimo y más miedo.
Sin embargo, con el paso de los días, la pareja fue adaptándose a una rutina de supervivencia. Su casero y el dueño del restaurante al que antes de la pandemia iban a comer, les conseguían víveres y les animaban. Volvieron a comunicarse por las redes sociales con sus familias y amigos, que se preocupaban por su situación. Conseguían burlar el toque de queda, con un ratito cada día de paseo. Poco a poco, le cogían el ritmo a la situación. Por eso, un nuevo aviso de la embajada francesa informando de otra evacuación de compatriotas, les pilló con cierta apatía. No sabían qué les podía deparar el regreso a Francia. Ellos habían decidido ser nómadas. ¿Puede un nómada volver a casa?
Decidieron coger ese vuelo. Yo lo cogí con ellos. Porque el miedo siempre acompaña todas las decisiones humanas.