– ¿Te apetece que vayamos a una fiesta privada?
– ¿Dónde?
– En la mansión LaLaurie.
– ¡Mon dieu! ¿Esa no es la casa de la mujer aquella que torturaba y mataba a sus esclavos?
– ¡Esa misma! Dicen que la casa está maldita ¡Menuda tontería! El caso es que unos amigos han conseguido alquilarla para dar una fiesta esta noche de Mardi Gras y estoy invitado, y por supuesto tú también como acompañante mía, claro.
– ¡Me encantaría ir!
– ¡Será toda una experiencia!
Y le besé, de nuevo. Nos habíamos conocido esa misma noche, en plena fiesta de Mardi Gras en Nueva Orleans. Fue un flechazo a primera vista. Él, Tom, un pelirrojo paliducho de Boston. Yo, una francesa de origen haitiano, o eso le expliqué. Él llevaba un disfraz de Guardia Civil español, muy exótico. Yo iba disfrazada de vampiresa, con una capa roja y negra, de seda, que remarcaba mi piel mulata.
Aprovechamos el paseo junto al río Misisipi para conocernos mejor. Tom me explicó que venía cada año para Carnaval desde que cumplió los veintiuno, y que en diez años de Mardi Gras, era la primera vez que se encaprichaba de una chica. Yo le sonreí, dando a entender que me creía tal bulo. En Boston ejercía de abogado de un bufete en el que le habían prometido que pronto le harían socio. Según él, llevaba un año divorciado, sin llegar a tener hijos. Es decir, se dibujó a él mismo como un tipo legal. Yo no iba a ser menos. En mi caso lo había dejado con mi novio, un tipo guapo pero muy posesivo, tres meses antes, poco antes de Navidad. Estaba estudiando la carrera de Medicina y ya me faltaba muy poco para terminar las prácticas.
– ¿Y tú por qué te has disfrazado de militar?- le pregunté.
– Es un uniforme de Guardia Civil.
– Eso es una especie de «Gendarmerie» española, ¿Verdad?
– Sí. Son famosos porque en los tiempos del dictador Franco abusaban de su poder, sobre todo en las zonas rurales; se dice que torturaban y mataban a los que se enfrentaban con ellos con total impugnidad.
– ¿Y por qué lo elegiste? ¿Para dar miedo?
– Porque me gusta mucho España y el verde es el color de mi ciudad, Boston.
– Espero que no me tortures y mates si te enfadas conmigo hoy.
– Te torturaré en la cama si no te portas bien.
– ¡Wow! ¡Eso suena muy sexy!
– ¿Y tú por qué vas de vampiresa?
– En realidad voy de hechicera vudú, en la capa hay unos símbolos que sirven para que los espíritus no me ataquen.
– ¿No me irás a convertir en un zombi?
– ¡Por supuesto! ¡Y haré contigo lo que quiera!
Tom me pasó el brazo izquierdo por el hombro y yo me acurruqué sobre su pecho tiernamente. Giramos por la calle Governor Nicholls en dirección sur.
– Ahí se ve la casa a donde vamos. – indicó Tom.
La mansión era muy alta en comparación con el resto de construcciones cercanas. De las más altas del barrio francés.
– ¿Sabes la historia de Madame Delphine LaLaurie, Marie?
– Algo he oído, pero seguro que tú me la puedes explicar mejor.
– Ella era un mujer de la alta sociedad de esta ciudad. Un día hubo un incendio en su casa y los bomberos encontraron varios esclavos encadenados y mutilados de forma horrible, pero además hallaron decenas de cadáveres que también habían sido descuartizados. La señora tenía la afición de descuartizar a sus esclavos. Se han dicho muchas cosas sobre las razones por las que lo hacía. Algunos dicen que lo hacía por placer, otros para pactar con el Diablo.
– ¿Pactar?
– Sí, era una mujer muy bella y le aterraba la idea de envejecer. Tuvo tres maridos, el primero español, por cierto. El caso es que huyó, dicen que a Paris, y nunca se volvió a saber de ella.
– ¡Qué horrible! ¡Sus crímenes quedaron sin castigo!
– Algunos aseguran que no, que en realidad la reina del Vudú de Nueva Orleans, consiguió vengar la muerte de su novio, uno de los esclavos asesinados por LaLaurie.
– Ojalá tengan razón.
– Por cierto, esa bruja se llamaba como tú, Marie. Marie Laveau.
– ¡Otra casualidad!
– Ya hemos llegado.
Nos dirigimos a la puerta de la mansión, que se encontraba por el lado de la casa que da a Royal Street. Nada hacía pensar que en aquella casa tan lujosa podían haber sucedido hechos tan terribles hace menos de dos siglos. Sin embargo, hasta mí llegaba el aura maligna de aquel lugar. Además, estaba segura de que los horrores no habían acabado con la desaparición de LaLaurie. Entramos en la casa y una embestida de música electrónica invadió nuestros oídos.
– ¡Ya veo que aún siguen las torturas! – bromeé.
– ¿No te gusta? ¿Quieres que nos vayamos?
– ¡No, no! ¡Seguro que vale la pena soportarlo!
– ¡Ya verás cuando aparezcan mis amigos!
– ¿Cómo alquilaron este lugar? ¡Es impresionante!
– Gracias a Nicolas Cage. Era el antiguo dueño de la casa y les ayudó a contactar con la empresa que ahora la gestiona.
– ¡Qué interesante!
– No tardarán en aparecer.
– ¿También ha venido Nicolas?
– No lo sé. Es imposible adivinarlo con todo el mundo disfrazado.
Nos encontrábamos en lo que parecía el salón principal. Allí era donde la familia Lalaurie había celebrado sus fiestas, con toda seguridad más elegantes que esta.
– Tom ¿Dónde se puede tomar algo aquí?
– Me parece que no hay barra. Es la única pega.
En aquellas fiestas de la alta sociedad de Nueva Orleans, los invitados jamás escucharían los lamentos de los esclavos tullidos, encadenados en la tercera planta.
– ¿Una fiesta sin alcohol?
– Mis amigos son un poco extraños.
La música hipnótica no podía evitar que hasta mi cerebro llegaran aquellos mismos lamentos del pasado. Estaban ahí, despiertos, la casa los retenía, los mantenía atrapados entre sus paredes.
– ¿Qué te parece si buscamos algo de beber en la cocina?
– Me parece buena idea – dijo Tom.
Cruzamos entre la multitud que abarrotaba el camino hasta la cocina.
– ¡Qué gente más rara! Todos bailan esta música igual, parece que estén en trance.
– Están en trance. ¿No te dan ganas de bailar igual que ellos? Deberías dejarte llevar.
No se me escapó el detalle de que ellos eran blancos y ellas chicas de color como yo. No era ninguna casualidad.
– Prefiero beber algo. Estoy seca.
La cocina estaba desierta. Arrastré a Tom hasta la despensa. Estaba a oscuras pero, aún así, no me costó encontrar las botellas de ron. Cogí una, la más antigua. Tom me miraba sorprendido.
– ¿Qué haces? – me preguntó.
– Busca un cuchillo en la cocina para romper el precinto de la botella.
– Esa botella tiene pinta de ser muy cara.
– ¡Bah! Seguro que tus amigos tienen más como esta.
Tom fue a la cocina y volvió con el cuchillo en la mano. Se detuvo a medio metro de mi cuerpo, con el cuchillo apuntando a mi vientre. Miró la hoja oscura y luego a mí, con una sonrisa en la cara. De repente, fuera de la cocina, la música se detuvo.
– ¡Queridos invitados! ¡Mi hermano Wayne y yo os queremos dar la bienvenida a nuestra fiesta!
La gente comenzó a corear un nombre. “¡John! ¡John! ¡John!”. Tom se giró, curioso, se le notaba nervioso. La hoja del cuchillo seguía apuntando hacia mi vientre ¿Lo había hecho de manera inconsciente?
– Son mis amigos. Tenemos que ir. – dijo Tom, aún mirando hacia afuera.
Aproveché su descuido. Rompí el cuello de la botella contra la pared de la despensa. Él no me oyó, absorto como estaba en lo que sucedía fuera de la cocina. Solo se dio cuenta de que había sucedido algo malo para él cuando le clavé la botella en el cuello y de su yugular brotó un gran chorro de sangre que no paraba de manar como si de una fuente se tratase. Hizo un intento desesperado por mantenerse en pie, pero acabó resbalando con su propia sangre que manchaba todo el suelo y cayó de espaldas. El tricornio negro salió despedido, deslizándose sobre la sangre hasta la cocina, el uniforme verde se tiñó casi por completo de rojo. Sus ojos parecían estar a punto de reventar, mirando hinchados hacia un punto fijo en el techo. Antes de morir descubrió que había llegado la hora de los espíritus atormentados. El momento de su liberación, de su venganza. Fuera, en el salón, el anfitrión John Carter continuaba su discurso.
– Los dos estamos encantados de teneros un nuevo Mardi Gras con nosotros. Como cada año, nosotros ponemos la casa y vosotros la diversión. ¡Qué empiece la matanza!
Todos los hombres lanzaron un grito bestial y de entre sus disfraces sacaron cuchillos, hoces o martillos con los que golpeaban y destrozaban las caras de sus atónitas parejas, que morían sin entender nada de lo que estaba sucediendo. La sangre comenzó a esparcirse por todo el salón.
Mientras tanto, yo seguía escondida en la despensa. Cerré los ojos y abstrayéndome del aquelarre sangriento que se desarrollaba a poca distancia de mí, me puse a cantar la siguiente plegaria:
“Papa Legba ouvre baye pou mwen, Ago eh! Papa Legba Ouvre baye pou mwen, Ouvre baye pou mwen, Papa Pou mwen passe, Le’m tounnen map remesi Lwa yo! “
(“Papa Legba, Abra la puerta para mí. Papa Legba, Abra la puerta para mí.Abre la puerta, Papa, para que pueda pasar. Cuando regrese, le daré las gracias al Loa!”)
Abrí los ojos y me giré, adivinando una presencia detrás de mí. En medio de la cocina estaba Papa Legba, con su sombrero de copa.
– ¿Qué quieres Marie?
– Quiero liberar a los espíritus atormentados de esta casa.
– ¿Qué me darás a cambio?
– La sangre de este asesino.
– ¿Quién es?
– Se llamaba Tom Walton. En Boston le llaman “El leprechaun sangriento”. Ha matado a más de veinte personas y hoy quería asesinarme a mi. Yo he sido más rápida.
Papa Legba me miró con una sonrisa traviesa y me saludó inclinando la cabeza hacia delante.
– Sea tu voluntad. Abriré las puertas a los espíritus de la casa.
De repente, centenares de formas espectrales, se deslizaron desde los pisos superiores de la mansión LaLaurie hacia la parte inferior. Los asesinos, enloquecidos por el frenesí de sangre, ni siquiera se dieron cuenta de que estaban siendo atacados. Demasiado tarde sentían como una masa de hectoplasma se introducía en su interior y les hurgaba el cerebro, retorciéndoles con un dolor horrible. Incapaces de liberarse, acababan suicidándose con sus propias armas. Los hermanos Carter, John y Wayne, los anfitriones, escaparon lanzándose por la ventana del primer piso al vacío. El resto de asesinos que se habían dado cita en aquella fiesta sangrienta, homenaje a la antigua dueña de la mansión, murieron y sus espíritus ocuparon el lugar de los esclavos ahora liberados de sus cadenas.
Aún me queda mucho trabajo por hacer. De haber podido habría quemado la mansión, pero es mi sino seguir acabando periódicamente con el mal que ella atrae. El destino nos ha unido eternamente, o al menos hasta que toda la ciudad haya sido destruida. Vampiros como los hermanos Carter, psicópatas como Delphine LaLaurie o Tom Walton, la mansión de la Calle Real siempre atraerá alguna personificación del Mal que yo tendré que combatir. Porque soy Marie Laveau, la reina del vudú de La Nouvelle Orleans, la vengadora de esclavos.
Güolverin says
American Horror Story temporada 3?!? Jejeje, 😉… Me ha gustado, sólo faltaba Steve Nicks al final cantando The Chain…