Escuchó unos pasos acercándose con decisión por su espalda. Comprendió rápidamente que aquel no era buen momento para levantar el vaso que el barman acababa de dejar encima de la barra. Esta vez el trago debería esperar. Los negocios por delante del placer. Cuestión de prioridades. Más aún cuando los negocios se convierten en el mejor de los placeres. Sí, porque nada le apetecía más a Joe que romperle la cara al primer hijo de puta que se atreviera a atacarle por la espalda. Se giró justo en el momento en el que el pobre desgraciado levantaba el brazo derecho con la idea de dejarlo caer con toda su fuerza sobre su cabeza. Joe no dudaba de que la botella vacía de White Horse que aquel imbécil sostenía tuviese otro propósito que no fuera abrirle el cráneo. El caso es que el imbécil en cuestión se había visto sorprendido con el brazo alzado y dejando su flanco derecho completamente expuesto.
Hasta la empuñadura. El puñal se introdujo entre sus costillas con la misma facilidad con la que se hundiría en el pastel de carne de la abuela Rose. El imbécil de marras soltó la botella. Se llevó las manos a la herida y cayó sobre sus rodillas. La sangre no tardó en esparcirse por el suelo, mezclándose con los añicos de la botella rota. Extrajo el puñal y limpió la hoja en la chaqueta del imbécil, que aún se encontraba de rodillas, negando su fatal y certero destino. Joe lo observaba divertido, saboreando el placer que siempre le invadía cuando mandaba una nueva alma al infierno “Satanás, con la cantidad de mamones que te estoy enviando, confío que cuando te visite me trates muy bien”. Se sentó de nuevo y ahora sí, se tomó el trago que esperaba pacientemente encima de la barra. Sin embargo, el aguardiente se le atragantó a la altura del gaznate con el último estertor del moribundo. Una última palabra. Después el silencio.
Joe se giró rápidamente. Sus ojos querían confirmar lo que sus oídos acababan de oír. En el rictus del imbécil halló la sonrisa bobalicona que confirmaba que no había oído mal. Aquella última palabra se había cerrado sobre su corazón como un puño de piedra. Salió corriendo del bar como alma que lleva el Diablo. El barman no se atrevió a apuntar en su cuenta aquel vaso de aguardiente. Tuvo el buen juicio de evitar recordárselo a Joe la próxima vez que viniese a olvidar las penas. Mientras conducía a toda velocidad hacia la casa de su ex-mujer, Joe maldijo su estupidez. Como había sido tan idiota como para no pensar que algún día descubrían su secreto. Debería haber sabido que alguno de sus muchos enemigos hallaría finalmente su único punto débil. Nunca fue consciente de que, aunque él despreciase la muerte, había un ser al que él no soportaría jamás ver sufrir. Corrió como no recordaba haberlo hecho nunca. “Como se puede ser tan cruel”, “Es imposible, seguro que es un farol”. Incredulidad, esperanza, terror, todos estos pensamientos se mezclaban en la coctelera de su cabeza.
Y por fin lo descubrió. Abrió la puerta de la casa de su ex-mujer con una llave que ella no sabía que él tenía. No hizo caso de los dos cuerpos sin vida que tuvo que sortear para poder entrar en la pequeña habitación. Abrió la puerta y allí estaba. “Desi”. La amenaza se había cumplido. Su cabecita girada de forma antinatural hacia la espalda hacía evidente de que algún indeseable le había roto el cuello a aquella pobre criatura inocente. Alguien había largado que su talón de Aquiles no era su ex-mujer, a la que habían reventado los sesos, igual que habían hecho con el pelele de su novio. No, realmente, la niña de sus ojos era “Desi”, aquel bichito de pelaje blanco y marrón que no había querido quedarse cuando se separó de su mujer. Le había dolido tomar aquella decisión, pero creyó que así sus enemigos jamás descubrirían su debilidad. Que tonto fue. Ahora, el pobre hamster descansaba en paz en el fondo de su jaula y él no descansaría hasta vengar su muerte.
J.A.P. VIDAL – Mayo 2017
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