Solo el viento rompe el silencio de este árido pueblo del lejano oeste hasta que, súbitamente, tres personajes montados en unas extrañas criaturas irrumpen al galope en la principal calle de Nativity.
Mientras, en el único bar del pueblo, un hombre está sentado junto a la barra del antro casi vacío. Sobrelleva la espera saboreando, quizás, el que podría ser su último bourbon. Tan sólo el barman, un hombre bajito, calvo y con bigote, acompaña a su cliente desde el lado opuesto de la barra, mientras seca con un trapo sucio unas copas gastadas por el paso del tiempo.
– Señor, creo que es la hora. – apunta el barman de forma tímida, con un hilo de voz, con los ojos asustados observando las fatídicas agujas del reloj del local.
El cliente levanta su generosa figura del taburete, deja un billete de los grandes y se larga sin esperar el cambio, arrastrando por el sucio suelo del salón un gran saco de color rojo, tan gastado como el cristal de las copas del bar, o como ese uniforme que lleva y que tanto le pica, que lleva siglos picándole pero nunca ha tenido tiempo o, mejor dicho, ganas, de cambiar por uno nuevo, suave y de color rojo carmesí. La empresa que lo patrocina hace muchos años que se olvidó de él, tan sólo utilizan su nombre como reclamo comercial, pero el hombre hace tiempo que dejó de existir para ellos, desde que firmó con sangre el contrato que lo convertiría en uno de los personajes más famosos del universo. Ya no es un ser de carne y hueso, si no tan solo un personaje de ficción que incita al consumo, al derroche sin control.
Santa Claus consigue llegar dando tumbos hasta las puertas basculantes del local, las empuja y estas se rebelan golpeándole en los brazos antes de cerrarse tras su inmenso saco. Echa un vistazo y allí los ve, en medio de la calle, los tres, aún montados sobre sus camellos. Santa se acerca poco a poco, sin prisa.
– ¿A qué venís? – pregunta.
– Bien lo sabes, norteño– contesta el jinete de la barba blanca. Santa lo conoce muy bien, es un sacerdote proveniente de la India. Melichior le llaman. Dicen que es un gran brahman, algo así como un brujo.
– ¿Y si os digo que me da igual todo, que por mí os podéis ir, Nativity y vosotros, a la mierda? Solo quiero que me dejéis vivir tranquilo. Estoy harto de tanta competitividad sin ganar nada a cambio.
– Desde que apareciste en el mundo cristiano no has dejado de quitarnos protagonismo. No somos más que una sombra de lo que éramos, y todo por culpa tuya y de esa marca de bebidas que te patrocina – este es Bithisarea, el sacerdote de origen árabe.
– ¿Y de qué me ha servido a mí? ¿Acaso no veis mis andrajosas ropas? ¿No oléis la peste a alcohol que emana de mi ser?
– Tú eres el culpable de nuestra desgracia, y por lo tanto debes pagar. Nativity no es suficientemente grande para todos : o tú o nosotros. – el último que faltaba por hablar, Gizbar el persa, el más arrogante de los tres sabios.
– ¿Y qué vais a hacer? ¿Vuestros camellos me van a venir a morder hasta matarme? Porque a vosotros no os veo dándome una paliza.
– Nuestros pajes se han situado de forma estratégica en los tejados con sus rifles de precisión. A una señal nuestra serás historia.
– ¡Bah!, eso ya lo soy. Incluso aún será peor para vosotros. Me convertiréis en un mártir, y ya veis que bien le fue a vuestro Mesías. Sería una gran cagada por vuestra parte.
Están tan concentrados en su discusión estos cuatro personajes que no se dan cuenta del hombre que escucha a tan sólo unos metros de ellos. Sin el sombrero de vaquero, su rostro y las entradas en la frente delatan que tiene más edad de la que aparenta. Está atento a lo que aquellos seres comentan, semblante serio, aunque su cuerpo se mantenga relajado apoyando el trasero sobre el borde de un abrevadero. El primero que lo descubre es Bithisarea.
– ¿Qué haces tú ahí? – exclama contrariado el sacerdote.
– ¿Yo?, escuchar.
– ¿Te diviertes a costa nuestra o qué?
– Más bien me avergüenzo.
– ¿Ah, sí? ¿Y eso?
– Tanto el viejo de rojo como vosotros tres, sabios, magos, reyes – lanza un denso escupitajo que se estrella a pocos centímetros del camello de Bithisarea – habéis conseguido que Nativity sea un pueblo fantasma. Por vuestra culpa mucha gente se estresa por no saber qué regalar, o se decepciona con los regalos recibidos, o se deprime por no recibir nada de nada. Por vuestro mensaje comercial, al final los regalos no se hacen de corazón, si no por obligación, habéis corrompido el verdadero espíritu de la gente de este lugar, que consistía en la reunión familiar, y el desear de corazón que la felicidad, la paz y la salud se extendiera por todo el pueblo. ¿Sabéis cuantas familias se han discutido por vuestra culpa?
Ahora el que habla es Santa Claus, visiblemente enojado, con el rostro tan rojo como su traje.
– Oye ¿Tú quién cojones eres? Dime ahora mismo tu nombre que voy a olvidarme de todo lo que me hayas pedido.
– ¿Lo que te he pedido?, no te he pedido nada para mí, tan sólo quiero quedarme como estoy, con mi trabajo, mi familia, mis amigos, es decir, seguir con mi vida como hasta ahora, sin que nada ni nadie le meta mano.
– ¡Ajá, aquí estás!, esto es lo que pide este tío:
“mi único deseo este año es que mi amiga Teresa vuelva a tener salud, que recupere las fuerzas para andar y para viajar, como tanto le gusta. No hace falta que le devuelvas la sonrisa porque nunca la perdió, por muy jodida que estuviera. Tan sólo te pido eso, y el resto déjalo como está, no lo toques.”
Santa Claus se queda en silencio, mirando la carta que acaba de leer en alto, sin saber qué decir, rascándose la cabeza con su mano izquierda. Mientras, los reyes hacen una señal a sus pajes para que bajen las armas. Se marchan todos juntos por donde han venido. Con un poco de suerte, alguno de ellos se sentirá tan mal que hará todo lo posible por cumplir con el deseo de aquel hombre… ojalá, por Teresa.
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