– ¡Cuidado papá!
La niña se interpuso entre la puerta y su padre, evitando que este pudiera avanzar un solo paso.
– ¿Qué pasa? – preguntó él, un poco enojado.
– ¡Mira el felpudo!
– No veo nada.
– ¿No ves la lagartija?
El padre forzó la vista un poco más. De repente vio un pequeño animalito, una especie de lagartija gris con motas negras, que se movía rápido por encima de las fibras del felpudo.
– ¡Ahora la veo! ¡Es una salamanquesa! ¡Qué pequeña!
– ¡Y qué bonita! – dijo su hija -¿Nos la podemos quedar, papá?
– ¡De ninguna manera! ¡Podría ser Luzdivina!
– ¿Quién es Luzdivina?
– Te lo explico en casa. Ahora tenemos que entrar.
– ¿Y vamos a dejar a Luz aquí?
– ¿Luz?
– Sí, claro. De Luzdivina, Luz.
– ¡Pero si aún no te he contado la historia!
– Pero seguro que es ella.
– Bueno, por ahora se queda aquí. Hasta mañana, cuando venga tu madre, no tomaremos una decisión.
– Pero ¿y si viene Pilar por la mañana?
– Bueno, seguro que ve a tu salamanquesa y no le hará daño. ¿Quieres que te cuente la leyenda de Luzdivina?
Padre e hija entraron en casa dejando fuera a aquel pequeño reptil. La salamanquesa no necesitaba escuchar una leyenda que conocía perfectamente pues la había vivido en sus propias carnes. Ella había sido aquella Luzdivina y el recuerdo aún le quemaba dentro de aquel pequeño cuerpo de sangre fría. Su diminuta mente se puso a recordar su trágica historia:
«Extraños son los caminos del Señor que me condena a recordar mi amarga vida más allá de mi muerte. Yo era la madre del párroco de un pequeño pueblo castellano. Mi hijo era un hombre devoto al que Dios puso a prueba dotándole de un cuerpo esbelto y un rostro bello como un alba en un día de estío. La desgracia cayó sobre nosotros el día en que yo caí gravemente enferma. Las fiebres me consumían a gran celeridad y el médico de la comarca no era capaz de retenerme en el mundo de los vivos. Entonces, mi hijo decidió pedir ayuda a la bruja del páramo, una mujer joven y atractiva, pero maldita. Bruja como su madre, como su abuela. De padre desconocido. Odiada por las mujeres, deseada por los hombres. Al igual que su madre, se acostaba con todo aquel que le pagaba bien y cualquier día hubiera sido madre de otra bastarda como ella, de no ser porque me salvó la vida. Aquel día, mi hijo se enamoró de ella, seguramente la bruja le hechizó y ese fue el precio que tuvo que pagar por salvarme. Pero de qué servía vivir si era a cambio de perder a mi hijo. No podía aceptarlo.
No paré hasta convencer a todo el pueblo de que aquella bruja había hechizado a mi hijo, al párroco del pueblo. Me encargué de contagiar mi odio entre las mujeres y ellas presionaron a sus maridos. Una noche, a escondidas del alguacil, cogieron las antorchas y se dirigieron a la casa de aquel demonio bello como el mismísimo Luzbel. No le dejaron defenderse, sabían que si le daban la oportunidad les hechizaría con sus palabras. Calaron fuego a su choza de paja. Los gritos de tormento de la bruja llegaron al pueblo, a mi casa, a oídos de mi hijo que, acostado en su cama, pensaba en la bruja justo en aquel momento. De nada le sirvió la velocidad con la que se levantó de su catre, con la que se subió al caballo y con la que galopó hasta llegar al pie de las cenizas de la choza y de su amada bruja. Entonces fueron sus lamentos los que desgarraron el silencio del pueblo. Durante días intenté mimar a mi hijo como cuando era niño, pero él no era capaz de levantar la mirada del suelo, no decía ni una palabra, tampoco volvió a llorar una sola lágrima. Justo cuando podíamos volver a ser felices juntos, el fantasma de aquella bruja nos seguía separando. Una semana después, encontré a mi hijo en la cuadra, colgado de una viga. Bajé su cuerpo sin vida y lo escondí en casa. A todos les dije que se encontraba muy enfermo. Al tercer día, les dije que había muerto. Nadie me preguntó por las marcas en su cuello que yo intenté ocultar lo mejor posible.
Mi hijo tuvo un entierro cristiano y fue sepultado en el camposanto. Desde ese momento solo tuve un deseo. Descansar junto a él. No podía suicidarme como lo había hecho él, pues habría sido demasiado evidente como para ocultarlo y no me hubiesen permitido la sepultura en tierra consagrada. Así que tuve que recuperar del rincón más escondido de mi despensa un veneno que, mucho tiempo atrás, me había vendido la madre de la bruja que había arruinado mi vida. Cada día me tomaba una gota de aquella poción, y mi salud no tardó en empeorar. Los primeros síntomas fueron unos ojos sanguinolentos en fondo amarillento, después caída del pelo y piel escamada. Sin embargo, cuanto más enferma estaba, más alegre me sentía. Así llegó, semanas después, mi muerte. De ese momento no tengo ningún recuerdo. Solo sé que una noche mi espíritu despertó en medio del cementerio. Vi mi lápida al lado de la de mi hijo. No cabía en mi de felicidad. Esperé con gran ilusión hasta ver como el espíritu de mi hijo surgía de su tumba. Le llamé, llena de gozo, pero él me miró y no me hizo caso. Voló fuera del cementerio y yo le seguí, confusa. Llegamos hasta el solar donde se había levantado la choza de la bruja. Allí le esperaba ella. Los dos espíritus se abrazaron, se besaron, se fusionaron en un solo alma delante de mi propio espectro. Entonces, escuché una voz a mi lado.
– No podrás descansar hasta que alguien te vuelva a amar como lo hizo tu hijo antes de que le traicionaras. Mientras tanto, te arrastrarás por el suelo como la serpiente que eres.
No vi al dueño de aquella voz profunda. Desolada, regresé a mi tumba y me estiré dentro del cadáver que me diera vida. Al día siguiente, el cuerpo frío en el que desperté era otro. Me había convertido en una serpiente. Después de unos años, esa criatura también murió y me convertí en otro reptil. Y así hasta ahora.
Pero quizás esta niña pueda convencer a su padre para acogerme en su casa. Tal vez consiga que me llegue a querer como me quería mi hijo, y así termine mi maldición, después de tantos siglos de….»
La puerta del ascensor se abrió. Una mujer, vestida con bata azul y armada de una fregona y un cubo lleno de agua, salió de él. Entonces, Luzdivina recordó algo que había dicho la niña: «¿Y si viene Pilar por la mañana?». La señora de la limpieza mojó el mocho en el agua espumosa y, a continuación, lo aplicó con energía contra el suelo. Luz intentó escapar, pero la fregona la alcanzó de lleno, la aplastó y, a continuación, la lanzó al aire, cayendo destrozada dos rellanos más abajo.
Una nueva vida arrastrándose le esperaba a continuación.
Deja una respuesta