«Los secretos inconfesables de una persona son como hilos que sujetan su alma. Descubre esos oscuros detalles y dominarás su voluntad como si de una marioneta se tratase.»
Cita de Selim Turgat, general otomano.
– Déjeme solo, por favor.
– Como desee, señoría.
La secretaria cerró la puerta del despacho. El juez esperó un minuto antes de abrir el primer cajón de su escritorio. Sacó dos objetos: una carta y su pistola. Revisó el arma, una sola bala, la única que necesitaba si tomaba la decisión. La dejó con suavidad sobre la mesa de madera de roble, todo un lujo en la Alemania comunista. Cogió la carta, no venía firmada, era escueta pero concisa. La típica carta que enviaría la Stasi para avisarte de que te tenían cogido de los huevos:
«Hemos comprobado que su señoría presenta determinadas dudas éticas sobre cierto caso que debería resolver. Por si le puede ayudar a tomar una decisión, sepa que disponemos de documentos gráficos que detallan sus frecuentes visitas a Kurfürstenstraße. Aunque su querida Erika es camarada nuestra, no ha sido necesario que nos explique cuales son sus caprichos inconfesables. Los tenemos todos grabados. Saludos, camarada Wegner.»
El juez de la Corte Suprema en Berlín sabía perfectamente cuál era el objetivo de aquella carta. Aquella misma semana había recaído sobre él la responsabilidad de juzgar el homicidio con violación de una menor. El principal sospechoso era un profesor de instituto que apestaba a agente de la policía secreta. Un infiltrado que se habría obsesionado con una de sus alumnas hasta perder el control. Las fotos del cadáver de la pobre chica a punto estuvieron de hacerle vomitar. Pero lo peor fue comprobar el sigilo con el que el ministerio del Interior había movido el caso de un tribunal a otro, hasta recaer finalmente en su jurisprudencia. Y a los pocos días recibe la carta.
Wegner tiene mujer y dos hijas de quince y diez años respectivamente. Si fuera por él, enviaría a ese animal ante un pelotón de fusilamiento. Pero también tiene una reputación y necesita mantenerla. Solo tiene dos opciones : una bala o ceder al chantaje. Sabe que no es el primero ni será el último. Está seguro que la mayoría de sus colegas han sido o están siendo manipulados en casos que afectan a las fuerzas del Orden. La Stasi lo sabe todo de ellos, de cualquier ciudadano.
El juez vuelve a guardar la pistola en el cajón. A continuación prende fuego a la carta y deja que se consuma en el cenicero de vidrio. Ya ha dictado sentencia.
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