– ¡Cácaro! ¡Cácaro! – Se oyen los gritos de pánico. Todo está oscuro.
– ¡Cácaro! ¡Chingada! ¿A qué le tiras, compadre? – insiste la voz.
El salón se ilumina y la claridad nos presenta a un Lucio confuso, la butaca dónde está sentado y delante suyo una gran pantalla. Al fondo del habitáculo una puerta se abre y aparece en escena un hombre alto y de panza descomunal. Su camisa, que alguna vez quizás fuera blanca, parece el uniforme de un cocinero incompetente, llena de lamparones como la paleta de un pintor; le va tan pequeña que es incapaz de esconder a un ombligo desesperado por saltar y huir lejos de allá. Los tejanos, arrugados y empujados hacia el suelo por la fuerza de la obesidad, capitularon mucho tiempo atrás y flotan tan por debajo de los calzones que hasta la carne de los muslos se nos muestran desvergonzados. Asunto aparte son los dientes de tal esperpento, podridamente negros del tabaco y el alcohol, los de arriba y los de abajo, que ya no se sabe cuáles son los unos y cuáles los otros. En su manaza agarra la llave con la que ha abierto la puerta.
Lucio no sabe si está soñando. Él se encontraba tan tranquilito, paseando bajo la luna llena por las calles de Tecomán; un chavo se le había acercado a pedir lumbre, y mientras él buscaba su mechero por los bolsillos de sus pantalones, algo pasó. Todo se hizo oscuro y de repente apareció en aquel cine minúsculo.
– ¡Ya voy, compadre, ya voy! –exclama el esperpento.
– ¿Eres el operador? ¿El cácaro?
– Po..po..po sí, soy yo, sí, yo.
– ¿Y qué pasó? Yo estaba en la calle, me pidieron fuego y..¡Aparecí acá! ¡En este cine a oscuras! ¿Cómo es posible? ¿Me secuestraron? ¿Eres mi secuestrador?
– No, no, tranquilo, no eeee..no soy un secuestrador. Yo solo soy el cácaro, el encargado de proyectar las películas.
– ¿Qué películas?
– Pu, pu, eeee..las películas de la vida, sí, eso, de la vida.
– No entiendo ni verga. ¿Qué me cuentas?
– Eeee..po..po..po que este es el cine de la vida. La gente que hay acá es la que vive la vida ¿Lo comprendes ahora?
– ¿Me chacoteas, huevón?
– ¡No, noooo! Mira, ven conmigo compadre, ya verás.
El hombre empieza a caminar hacia la salida y Lucio le sigue. Salen a un pasillo larguísimo, infinito, con incontables puertas a cada lado, separadas a una distancia de un metro unas de otras. El pasillo está tan inclinado hacia la derecha que a Lucio le cuesta mantener el equilibrio. Bajo sus pies se extiende por todo el corredor, hasta donde llega su vista, una inmensa moqueta que apesta a humedad.
– ¿Pero qué es esta chingada?
– Son…son… ¡Son vidas! En cada sala de estas se proyecta una vida. ¡Mira, mira!
Intenta abrir una de las puertas pero no cede, debe estar oxidada. Al final, el cácaro la abre a lo buey. Se introducen en una sala como en la que apareció Lucio. Hay una mujer sentada en la única butaca. La sala está a oscuras, únicamente iluminada por la luz de la pantalla, que muestra una película rodada en plano subjetivo. La cámara se acerca a un espejo que refleja a la misma mujer que está sentada allá.
– ¡Hija de la gran chingada! ¡Se está viendo a ella misma! ¿Cómo es posible? ¿Dónde estamos?
– Te lo dije, compadre. Estás en el cine de la vida.
– ¿Y qué pasa cuando acaba la película?
– Po..po..que desaparecen los espectadores.
– ¿Y por qué yo estoy ahorita acá?
– Po..po..po no sé. Es la primera vez que pasa algo parecido.
– ¿También aparecemos de repente?
– También.
– ¿Cómo?
– Po..po..po de la misma manera que…
– ¡Que desaparece, sí, lo sé, huevón! ¿Me refiero cómo puede pasar que aparezcamos y desaparezcamos así, sin más? ¿Lo sabes?
– Po..po..po no.
– Pero ¿quién eres tú?
– ¿Yo? El cácaro.
– ¿Tú pones las proyecciones?
– Sí.
– ¿Cómo?
– Po..po..po voy recorriendo todas las salas y coloco en el proyector la cinta que me encuentro. Después de recorrerlas todas vuelvo a empezar. Siempre que entro en una sala no hay nadie, pero cuando salgo, hay un bebé sentado.
– ¿Me estás diciendo que el espectador crece mientras dura la película?
– Eee…sí, eso.
– ¿Y alguna vez has visto desaparecer a alguien?
– Eee, no se lo digas a nadie.
– ¿A quién se lo iba a decir?
– No sé.
– ¿Qué viste, wey?
– Entré en una sala donde no había acabado la película, iba a salir y esperar pero, de pronto, la pantalla se oscureció y la luces se apagaron. Cuando encendí de nuevo la luz, ya no había nadie en la butaca.
– ¿Y por qué yo no he desaparecido?
– Po..po..no lo sé.
– Pero si se ha apagado la luz, quiere decir, que he muerto. ¿Cómo?
– No lo sé.
– ¿No podemos volver a poner la cinta?
– ¡No, no! Tu cinta también debe haber desaparecido.
– Si yo no he desaparecido podría ser que aún estuviera en la sala.
– Eeee, pues no sé.
– ¡Tenemos que averigüarlo!
Sin embargo, cuando se dirige a su sala, Lucio se detiene en la puerta vecina. No sabe por qué, algo intuye y por eso le arrebata al cácaro por sorpresa la llave maestra que este tiene agarrada en su flácida mano izquierda, entrando veloz en el habitáculo. En la pantalla dos pinches discuten, forcejean por una cartera. Lucio primero reconoce a uno de los tipos, es el que le pedía lumbre. Luego se reconoce a sí mismo, tirado en el suelo junto a ellos, muerto, con la cabeza reventada de una pedrada. La rabia le quema por dentro.
– ¡Hijos de la gran chingada!
A su lado, sentado en una butaca, tiene al otro tipo, el que lo ha asesinado por la espalda. Está mirando la pantalla fijamente sin hacer caso de la presencia de Lucio. Este comienza a emprenderla a puñetazos con él. Le golpea con ambos puños, una y otra vez, con toda su fuerza, hasta que ya no puede más. Ni se ha inmutado, el de la sala sigue mirando la pantalla, y el de la pantalla sigue discutiendo con su compadre por la cartera.
– Eee..no puedes hacerles daño.
– Algún día tendrá que despertar. Ojalá yo pudiera estar en tu lugar y esperarle aquí hasta ese día.
Abandonan la sala y entran en la estancia de Lucio, en la pequeña sala de máquinas del cácaro. En el proyector no hay nada.
– ¡Joder! ¿Por qué estoy aquí? ¿No puedo hablar con tu jefe?
– No tengo mero mero.
– Pero alguien tendrá que decirte como manejar esto.
– Nadie me ha dicho nunca cómo hacerlo.
– ¿Nunca?
– Eee…desde que tengo memoria.
– ¿Y no has tenido tu propia vida?
– No lo sé, no lo recuerdo. Solo recuerdo ser cácaro.
– ¿No serás Dios?
– No sé, quizás.
– Si fueses Dios serías inmortal. Eso explicaría por qué no te acuerdas de toda tu vida, debe ser muy larga.
– Po..po.. quizás si que sea eeee…eee….eee….
– ¿Qué sucede?
– Arggggg
– ¿Te ahogas?
– Argggg
– ¿Qué te pasa?
El cácaro cae K.O. al suelo, dando un golpe tremendo que hace temblar todo el estudio. Está muerto. Al lado de su mano está la llave maestra. Lucio la mira unos segundos, o unos minutos, quizás horas. Luego la coge y se dirige a la siguiente sala. Está vacía pero encima de la mesa del cácaro hay una película que Lucio introduce en el proyector. Al comenzar la proyección aparece de repente un bebé en la butaca de la sala. Lucio entonces sale y se dirige a la siguiente puerta, y así seguirá toda una eternidad hasta que llegue su relevo.
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