Cuando llegaron, se encontraron la casa tan vacía como el cajón donde durante años habían guardado sus sueños, ahora robados. El silencio entre las cuatro paredes de aquella prisión llena de lujos, amenazaba con hacer implosionar sus debilitadas mentes. La ausencia de vida a su alrededor les obligaba a escuchar de sus corazones el rutinario latido, tic tac de un reloj que nos recuerda que la hora nos llega a todos, a algunos demasiado pronto.
Qué poco importa todo en esos momentos en los que la cruda realidad te amputa el alma, cuando la miseria se propone demostrarte que ella es quien manda en este mundo. Porque hoy puede que ganes una batalla, pero la guerra la tienes perdida desde el momento en el que naces en este infierno dominado por dioses injustos, caprichosos y crueles.
Se sentaron en el sofá, uno al lado del otro. Él no se atrevió a cogerle la mano a ella, por miedo a que, tan frágil, se rompiera en mil pedazos. En cambio, levantó la mirada hacia el rostro de su esposa. Tenía los ojos de un rojo brillante, muchas horas llorando y las que aún quedaban por llegar. Pero algún día se acabarían, quizás de puro cansancio, o tal vez cuando ambos se rindieran ante la resignación que siempre acaba por oxidar nuestros sentimientos.
La herida nunca cicatrizará, siempre estará ahí. Tampoco queremos que se cierre. El recuerdo doloroso es una muestra de amor hacia esa niña que llenó nuestras vidas durante nueve años.
Descanse en paz, Xana.