Una familia se apretaba sobre una hoguera agonizante, buscando el calor de sus miserables brasas. Se trataba de una mujer, un hombre y cuatro niños de diferentes edades, ninguno mayor de los ocho años. Me acerqué a ellos.
– Salam aleikum.
– Aleikum salam – contestó la familia al unísono. Todos me miraron con un brillo de esperanza en sus ojos sanguinolentos.
– Busco a tres sabios, me han dicho que..
– Cuatro filas de tiendas más abajo, por la mitad del pasillo, donde huele a incienso – dijo el hombre, en un tono apagado al darse cuenta de que hoy tampoco iban a ser salvados.
– Gracias.
– Ahora solo son dos – añadió una de las hijas, la que parecía más pequeña.
No pregunté nada más. Dejé aquella familia abandonada al frío nocturno del invierno griego. Ellos ya habían regresado la vista a aquellas brasas que apenas darían para una hora más de calor antes de extinguirse del todo. Después deberían resistir las largas horas de oscuridad y frío hasta que el sol regresara en un nuevo alba aún más gélido. Nada nuevo para aquella familia, pero eso no evitaba la posibilidad de que alguno de ellos no llegara a despertar el día siguiente, quién sabe.
Seguí las instrucciones que me habían dado y llegué hasta una tienda de campaña bastante destartalada, como el resto, con la diferencia del inconfundible olor a incienso que escapaba de su interior. Me atreví a agacharme y a entrar sin avisar. Dentro de la tienda había dos ancianos. Uno de ellos, sentado, de barba oscura, aguantaba la cabeza de otro con barba blanca que estaba tendido a lo largo. El de la barba oscura estaba acercando un vaso lleno de agua a su compañero. Vestían unos tejanos y unas sudaderas oscuras, llenas de parches. Al lado de ellos, una varita de incienso quemaba a punto de consumirse por completo. Ambos viejos se giraron hacia mí, expectantes.
– ¿Sois los tres sabios de la leyenda? – solté sin preámbulo alguno.
– ¿Quién lo pregunta? – preguntó el de la barba oscura.
– Alguien que cree en vosotros y que os echa de menos.
– Ya no somos nada – dijo con gran esfuerzo el que descansaba tendido.
– ¿Y Baltasar?
– Se lo llevaron un día. No hemos vuelto a saber nada de él.
– ¿No sabéis dónde?
– A un centro de internamiento para inmigrantes ilegales en Atenas.
– Os puedo sacar de aquí. – les solté de repente.
Los dos hombres se miraron, mudos de la sorpresa. Al instante volvieron su vista hacia mi persona. Sus ojos, apenas visibles bajo las frondosas cejas, pretendían escudriñar el interior de mi corazón.
– ¿Eres un ángel? – preguntó el de la barba blanca, con un hilo de voz.
– No, solo soy alguien con mucho dinero. He sobornado a los guardias de una de las salidas de este campo de concentración. También tengo documentos para vosotros.
– ¿Y por qué nos ayudas a escapar?
– Porque esta Navidad os eché de menos. Yo no necesito regalos materiales, nunca os he pedido nada porque lo tengo todo. Pero este año, después de muchos años, os pedí un deseo, algo diferente. Sin embargo no aparecisteis.
– Hace tres años al intentar cruzar la frontera griega con Serbia nos detuvieron. La Unión Europea cerró a cal y canto sus fronteras a toda persona indocumentada. Como comprenderás, nosotros jamás hemos viajado con pasaportes u otros documentos. ¡Somos los reyes magos de Oriente! ¡Nunca nos habían puesto problemas!
La voz del de la barba oscura sonaba desesperada, lamentando la sociedad que nos tocaba vivir.
– Me ha costado tres semanas dar con vosotros. He tenido que mover montañas hasta llegar a este campamento. Es una lástima que no esté Baltasar pero, si todo va bien, no tardaré en dar con él y liberarlo también. Tengo recursos, no os preocupéis.
– Nos han tratado peor que a perros sarnosos. Solo por ser extranjeros y venir de donde venía toda esta pobre gente.
– Lo siento, de veras. ¡Pero ahora tenemos que irnos!
– Melchor no puede caminar, está muy débil.
– Lo llevaremos entre los dos ¡Vamos!
Nada más salir al exterior, el frío nos azotó la cara como un látigo de hielo. Melchor y Gaspar estaban muertos de frío, no tenían más abrigo que las sudaderas que llevaban puestas, que alguien compró alguna vez en una popular cadena francesa de ropa de deporte. Caminamos por aquel campamento silencioso y oscuro un rato que se me hizo eterno. Temía encontrarnos con alguno de los grupos de bandidos que dominan y aterrorizan los campamentos de refugiados, miserables que devoran como hienas a los otros miserables, a los débiles y a los cobardes. Pero, para mi alivio, logramos llegar a la salida sin contratiempos. Los guardias me miraron nerviosos. Uno de ellos me habló mientras me hacía gestos para que nos diéramos prisa.
– ¡Has tardado mucho! ¡Salid sin hacer ruido! ¡Vamos!
Intentamos obedecer a aquel granuja lo mejor que pudimos. Seguimos caminando hasta llegar a un bosque, allí nos paramos a descansar protegidos del viento entre unas rocas. Tenía que actuar rápido, porque era evidente que aquel par de ancianos no podrían llegar muy lejos.
– Necesito que me concedáis el deseo que os pedí.
– ¿Cuál era ese deseo? Por desgracia, tuvimos que vender todos los regalos que llevábamos para poder sobrevivir, igual que nuestras joyas y nuestros ropajes – lamentó Gaspar-.
– Lo que quiero pediros no es material, ya os lo he dicho.
– ¿Y qué es? Si está en nuestras manos te lo concederemos en agradecimiento por tu ayuda.
– Hay una mujer a la que deseo más que nada en este mundo. Pero ella no me hace caso. La he cubierto de regalos materiales pero ella sigue sin quererme. Necesito que me concedáis su amor.
Los dos reyes magos se miraron en silencio. Luego Gaspar se giró y sus ojos buscaron los míos.
– Amigo, nosotros no podemos cambiar la voluntad de las personas.
– ¡Pero si sois los reyes magos! ¡No me engañéis!
– No te engaño, de verdad, no tenemos ese poder. Pero si lo tuviéramos tampoco lo utilizaríamos porque no es ético, es mezquino manipular la voluntad de las personas.
– ¡Después de lo que he hecho por vosotros! ¿No me vais a ayudar?
– De corazón te lo digo, joven. Tienes que conseguir su amor a través de la bondad. Como la que has demostrado al venir hasta aquí para salvarnos.
– ¿Bondad? No me habléis de bondad, cabrones.
Saqué la pistola que llevaba guardada a la espalda y vacié el cargador entero encima de aquellos dos viejos gilipollas que me hablaban de ser bondadoso. ¡A mí, que se lo había dado todo a aquella desagradecida sin pedir nada a cambio!
Ahora busco a Baltasar, no tardaré en encontrarle y también lo liberaré. Confío dar por fin con alguien agradecido en este mundo ingrato, lleno de egoístas.