Me gustaría poder decir que todo fue un sueño y que al despertar seguí viviendo la vida tal y como siempre la había sufrido. Pero no fue así.
Aquella noche sin luna, mi novio Rubén y yo nos acercamos a la playa para disfrutar de los fuegos artificiales del pueblo vecino. Nos sentamos en la arena, en un rincón alejado de la luz y del ruido de los chiringuitos. Estos quemaban los últimos cartuchos del verano antes de que el mes de septiembre se llevara consigo a los postreros veraneantes, como nosotros. La mar, en la oscuridad, asemejaba al mercurio, una masa casi sólida removiéndose inquieta, expectante, como un perro rabioso con la boca llena de espuma, preparándose para el ataque. «¿Tienes frío?» me preguntó Rubén. «Tengo tanto frío que no me importaría darme un chapuzón desnuda en este mismo momento», le contesté. Rubén no pudo evitar un escalofrío. Le abracé para darle calor con mi cuerpo. Él lanzó a la arena, de manera despreocupada, la colilla del cigarrillo que se estaba fumando.
– Sabes cuánto me molesta que hagas eso, algún día la mar se vengará de ti — le dije, enojada.
– Tú me defenderás de ella. Por cierto, ¿por qué siempre dices «la mar»? — me replicó dibujando una hermosa sonrisa.
– Porque para mí la mar es una mujer, como yo. Pero no me cambies de tema, sinvergüenza.
Acercó sus labios a los míos. Sentí su aliento envuelto en nicotina. Nos dimos un beso. El último.
De repente, en el cielo, un espermatozoide de fuego naranja se abrió camino a través de las tinieblas de la noche oscura. Navegó durante unos pocos segundos por el firmamento hasta explotar y acabar convirtiéndose en una palmera de vívidos colores. Uno tras otro, decenas de espermatozoides luminosos siguieron el mismo camino del primero, creando preciosos dibujos sobre la gran pantalla que es la bóveda celeste. Nuestros ojos, hipnotizados, no perdían detalle de aquel espectáculo pirotécnico. Durante unos breves instantes quise deleitarme en los ojos de mi novio, iluminados con el reflejo de los fuegos. Esos ojos eran uno de los pocos privilegios que me proporcionaba ser su novia. A parte de su belleza e inteligencia privilegiada, Rubén era un egocéntrico que se desvivía por complacerme con el único objetivo de que yo se lo reconociese y le admirase por ello. Desvié la mirada hacia la mar. Allí, a unos veinte metros de distancia, una mujer, completamente desnuda, corría chapoteando en el agua, tropezando y volviendo a levantarse. Se dirigía hacia nosotros. Apreté el brazo de Rubén, que me miró a mí y luego a ella, siguiendo mi mirada. La mujer cayó a nuestros pies, de rodillas sobre la arena.
– ¡Están aquí!¡Corred!
Se trataba de una mujer de unos cuarenta años, de larga melena morena que, mojada, le llegaba hasta la rabadilla. Me hubiese parecido una mujer muy atractiva de no ser por el rictus de terror dibujado en su rostro.
– ¿Qué sucede? – preguntó Rubén.
– ¡Ya vienen!
-¿Quién viene?
– ¡Los telkines!
– Tranquilízate, aquí no hay peligro — intentó calmarla.
– ¡Tenéis que huir! ¡Os matarán! ¡Os matarán a todos!
Su pánico en el contexto ensordecedor del ruido de los fuegos artificiales, me hizo sentir como si estuviera en medio de una batalla, en tierra de nadie entre trincheras, con el fuego enemigo y el amigo también pasando por encima de nuestras cabezas. Las explosiones pirotécnicas iluminaban el rostro enloquecido de aquella mujer. Ella se agarraba con fuerza a los brazos de Rubén, instándole a marchar, a salir corriendo de la playa mientras miraba con ansiedad por detrás suyo, hacia la mar. Y entonces comenzó a gritar. Miramos en la misma dirección que ella y descubrimos la razón de su locura. De entre la espuma de las rabiosas olas comenzaron a aparecer criaturas dignas de las peores pesadillas de Howard Phillips Lovecraft. Seres antropomorfos, cubiertos por escamas que reflejaban la luz de la pirotecnia, con brazos acabados en garras palmípedas que aferraban tridentes y redes de pescador, aunque también había muchos que asían…¡Bolsas de plástico! En menos de un minuto, toda la orilla de la mar que abarcaba nuestra visión se llenó de aquellas criaturas. Avanzaban hacia nosotros con paso firme pero sin correr, a sabiendas que la oscuridad de la noche y el ruido de los fuegos jugaban a su favor.
«¡Corred! ¡Joder! ¡Corred!», gritó la mujer. Se levantó y nos agarró a los dos con fuerza, obligándonos a salir del estado catatónico en el que nos habíamos quedado. Salimos huyendo a toda velocidad, aunque a nosotros nos parecía que nos movíamos a cámara lenta. Mientras huíamos, comenzamos a escuchar los gritos de terror provenientes del chiringuito más próximo a la orilla del mar. La mujer se detuvo de repente, paralizada. Se tiró en el suelo y se encogió como un ovillo, sollozando y gritando “¡Es inútil, es inútil, es inútil!”. Entre mi novio y yo intentamos levantarla pero se revolvía en el suelo y nos rechazaba a patadas.
– ¡No sirve de nada intentar huir!¡Estáis muertos!¡Dejadme!
La dejamos acurrucada en la arena, sollozando. «Intenté salvarlos, intenté salvarlos» repetía una y otra vez. Rubén y yo continuamos huyendo a toda prisa, perseguidos por los gritos de decenas de personas que unos minutos antes disfrutaban de una de las últimas noches del verano y ahora se enfrentaban al horror de la última noche de sus vidas. Llegamos al hotel, un remanso de paz ajeno todavía a lo que sucedía en el exterior. Todos los presentes en la recepción nos observaron como si fuéramos locos cuando nos vieron subir las escaleras atropelladamente, prescindiendo del ascensor. Nos dio el tiempo justo para entrar en nuestra habitación antes del apagón. Y entonces volvimos a escuchar los gritos, esta vez los de todos aquellos que segundos antes nos habían observado entre sorprendidos y escandalizados por nuestra precipitada entrada. Colocamos una barricada en la puerta de la habitación con todos los muebles que encontramos y que pudimos mover. Los que no se podían desplazar los empujamos hasta tumbarlos delante de la puerta. De nada sirvió. Fue cuestión de tiempo que se colaran por un estrecho hueco en la puerta tres de aquellos seres. Nos amenazaban con sus tridentes y nos gritaban órdenes en un lenguaje gutural que, incomprensiblemente, yo entendía.
– ¡Rubén, tírate en el suelo con los brazos estirados! ¡Hazme caso!
Él me miró confuso, hice lo que aquellas criaturas ordenaban y Rubén me imitó. En ese momento le salvé la vida. Los seres acuáticos se miraron entre sí, uno de ellos dijo algo en su idioma que no comprendí, «Némesis». Los telkines, como había llamado aquella mujer a esas criaturas, bajaron los tridentes y abrieron la puerta a los que esperaban en el exterior de la habitación. Entraron muchos, algunos manchados de sangre. Uno de ellos nos lanzó una red por encima que nos dejó atrapados sin posibilidad de huida. Nos llevaron a trompicones fuera del hotel. No éramos los únicos prisioneros, pero sí los únicos adultos. Un centenar de niños, más o menos, avanzaban penosamente por la calle, atrapados entre las redes de aquellas criaturas que los vigilaban de cerca. Allá donde mirases se extendía una alfombra de cadáveres humanos, hombres y mujeres. Los telkines no habían hecho distinción a la hora de masacrar a los adultos. Me fijé que algunos de los cadáveres habían sido asfixiados y los habían dejado con las bolsas de plástico chorreante sobre las cabezas, Nos condujeron hasta el mar, allí nos pusieron en fila y nos obligaron a desnudarnos. Revisaron nuestras ropas y después nos contaron. De sus conversaciones entendí que estaban esperando una orden para ejecutarnos a todos ¿Una orden de quién? Rubén y yo éramos los únicos adultos en aquella fila, el resto eran niños y niñas de todas las edades. De repente, todos los telkines se giraron, por detrás de ellos apareció una mujer caminando con el rostro altivo y orgulloso, sin mostrar miedo alguno a aquellas criaturas. De hecho, la gran mayoría de los telkines bajaban la cabeza al pasar la mujer delante de ellos. La reconocí al momento, sin entender qué hacía allí, viva, dominando el terror que ella tanto temía. La mujer me señaló y los telkines corrieron a separarme del grupo de los humanos. Yo grité desesperada mientras me arrancaban de la mano de Rubén y me arrastraban fuera de la fila.
– ¿Por qué hacéis esto? – grité a la mujer.
Ella me miró con ternura, me acarició el cabello y me contestó en tono condescendiente, como intentando tranquilizar a una hija.
– No empezamos nosotros, los humanos son los verdaderos asesinos, querida. Las armas que utilizamos para ejecutarlos son las que ellos utilizaron antes para destruir la vida marina.
– ¿Y por qué me habéis separado del resto?
– Porque tú llevas mi sangre.
– ¿Quién eres?
– Némesis.
– ¿Y quién soy yo?
– Eres una descendiente de mi estirpe, alguien que respeta la mar, y la mar te respeta a ti. Puedes comunicarte con nosotros, aunque hablemos diferentes lenguajes nos entendemos.
– ¿Y por qué fingiste terror cuando apareciste en la playa?
– No iba a hacerlo hasta que te vi y reconocí en ti una parte de mi. En ese momento tuve que modificar mis planes. Creo que mi actuación estuvo a la altura de lo que se espera de una diosa griega.
– ¿Qué vais a hacer con nosotros?
– Nunca te haríamos daño porque eres de los nuestros. Puedes quedarte o venir con nosotros.
– ¿Y ellos? – señalé a los niños y a Rubén.
– Tengo que matar a todos estos humanos, no podemos dejar testigos.
– ¡No, por favor, solo son niños!
– Tengo que hacerlo ¿Cómo si no puedo confiar en que no hablarán?
– Llévanos con vosotros, yo les vigilaré. Si alguno intenta escapar yo… Yo cuidaré de que ninguno escape. Pero déjales vivir.
– Demuéstrame que puedo confiar en ti.
Sabía que solo había una manera de demostrar que era digna de la confianza de Némesis. Con el tiempo me di cuenta de que Némesis contaba con salvar a los niños de todos modos, tenía una misión para ellos. En ese momento yo creía que les salvaría con mi sacrificio, pero en realidad la diosa de la venganza sobre los soberbios solo quería confirmar que yo era de fiar. No me lo pensé, era una vida a cambio de la de un centenar de niños. La vida de alguien que solo pensaba en sí mismo. Cogí el tridente de la criatura que tenía más cercana, me acerqué a Rubén. Le clavé el tridente en el corazón mientras le miraba a los ojos. A pesar de que mis ojos se llenaron de lágrimas no le pedí perdón, él representaba todo lo que odiaban los telkines, lo que odiaba Némesis.
El período de duelo por Rubén duró el tiempo que tardaron los telkines en recoger su cuerpo y arrastrarlo con ellos a las profundidades marinas. Se llevaron todos los cuerpos dejando un pueblo fantasma tras de sí. Némesis ordenó a un grupo de sus soldados que nos llevaran a los niños y a mí a una embarcación enorme. Después ella se me acercó y me dijo «Más pronto que tarde, acudiré a estos niños para que sean parte de mis huestes. Cuida de ellos hasta entonces».
Ha pasado el tiempo y los niños han crecido. Seguimos navegando sin rumbo. Nunca nos cruzamos con otros humanos, seguro que los telkines, de alguna manera, evitan que nos molesten. Ellos vienen y van constantemente. Nos traen alimentos marinos, algas y pescado, y también otras sustancias que no identifico pero que creo que están provocando una metamorfosis en los cuerpos de los niños. Cada vez son menos niños y más…peces.