Alina pasó en un milisegundo de ser un recuerdo a convertirse de nuevo en un ser físico, de carne y hueso, al menos en apariencia. Se encontró de repente al lado de la cama de su nieto Adrián. Observó el cuerpo sin vida de la persona que le había recordado durante toda su existencia como una anciana agradable. En aquel lugar ya no pintaba nada así que salió de la casa y buscó la forma de llegar allá donde le esperaba su destino.
Nada más pisar la calle se dio cuenta de que aquella ya no era su ciudad adoptiva, había dejado de serlo hacía ya muchas décadas. Se sentía muy confusa. Preguntó a un joven y este le dio unas indicaciones. Lo primero era entrar en el metro. Observó que aquel transporte no se parecía en nada al que ella había utilizado en el pasado. Había unas escaleras que se desplazaban solas y era difícil para una anciana como ella coordinar el movimiento para no caerse al intentar bajar por ellas. No sabía en qué dirección debía ir, así que preguntó a una pareja con una niña de unos siete años.
– Hola ¿La Sagrera? – dijo con voz débil pero clara.
– ¡Nosotros vamos allí! – se anticipó a contestar la niña.
Acompañaron a Alina, esperándola con paciencia cada vez que tenían que bajar escaleras mecánicas.
– ¿Cómo te llamas? – le preguntó la niña.
– Alina. – contestó la mujer con una sonrisa.
Aquella pequeña le caía bien. Era como si hubiese comprendido que ella era un ser especial. Alina le preguntó el nombre, la edad, si iba al colegio, a lo que la niña le contestó «Laia, seis años pero dentro de nueve días cumplo siete y voy a segundo, pero ahora vengo de la piscina y voy a ver una película al cine con mis amigos. Los padres observaban incrédulos la complicidad entre niña y anciana. Llegaron a la estación de La Sagrera y Alina recordó que aún no había llegado a su destino.
– ¿Dónde tiene que ir, exactamente? – le preguntó el padre de la familia.
– Hospital Clínic.
– El andén nos viene de camino, pero ahora mejor baje por el ascensor.
Laia le esperaba fuera del ascensor cuando la anciana llegó al andén. Allí se despidieron. La pequeña le dio un beso. Los padres, sorprendidos, le preguntaron la razón por la que se había encariñado de aquella señora.
– Es que esta mañana me levanté pronto y he salido de casa sin que me vierais y hemos ido a tomar un café juntas y hemos hablado mucho. – dijo Laia.
Los padres se tomaron la respuesta como una broma de una niña de seis años. El caso es que si le hubiesen preguntado a Alina, ella hubiese contestado algo parecido, a pesar de que en realidad no había sucedido tal cosa, sino más bien se trataba de un sueño compartido. La anciana siguió su camino y llegó a la puerta del hospital donde su cuerpo había dejado de vivir en el año setenta y ocho. Allí estaban todas: Alina bebé, Alina pequeña, Alina adolescente, Alina esposa, Alina abuela, y en tantas imágenes como recuerdos había creado la mujer durante toda su vida. Todas esperaban en los alrededores, invisibles a los ojos de los seres vivos que pasaban por la zona. Un autobús inmenso se detuvo al lado del edificio. En la pantalla frontal mostraba su destino : Olvido. Los recuerdos se agolparon a la puerta del vehículo pero el conductor, un hombre obeso en uniforme negro con gorra del mismo color, gafas de pasta y barba descuidada, no les dejó entrar.
– Lo siento, ha habido un imprevisto.
– ¿Qué sucede? – preguntó una Alina joven y sensual de marcado acento rumano, imagen creada en la mente de uno de los admiradores secretos de la mujer en su adolescencia.
– El último recuerdo ha interactuado con seres vivos, con la mala fortuna de que una niña se ha creado un nuevo recuerdo. Hasta que esta nueva Alina no se junte con todas vosotras no podremos marchar.
– ¿Y ni siquiera podemos subir a sentarnos en el autobús? – preguntó otra joven idéntica pero en avanzado estado de gestación y con aspecto de estar muy cansada.
– No. Tengo que marchar a buscar los recuerdos de otro fallecido.
– «Vă rog, Caronte» (por favor, Caronte) – preguntó una niña rumana de unos diez años y mirada tierna.
– «Îmi pare rău» (lo siento), volveré cuando estéis todas juntas.
El conductor cerró la puerta y partió, dejando un millar de Alinas olvidadas, a la espera de que el último recuerdo, la última imagen de aquella mujer, se les uniese.
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